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plastica
Los cuadros acuáticos de Monet en París
El
otro nadador
En
1914, ya considerado un grande de la pintura, padeciendo unas cataratas
que le empeoraban progresivamente la vista y podrido de pintar,
Claude Monet acondicionó el estanque de su jardín acuático,
importó flores de Japón y se sumergió hasta el
día de su muerte en lo mejor de su obra. Por estos días,
y hasta el 2 de agosto, puede verse en el museo LOrangerie de
París Le Cycle des Nymphéas, el ciclo de lirios, nenúfares
y ninfeas en el que Monet consiguió que el impresionismo se anticipara
veinte años a lo mejor del expresionismo abstracto.
POR
RODRIGO FRESAN (Desde París)
Había
una vez un cuento del norteamericano John Cheever titulado El nadador.
En ese cuento, un hombre desesperado se propone nadar a lo largo de todas
las piscinas de sus vecinos hasta crear un nuevo río que lo lleve
de vuelta a su casa y, sin saberlo, a la verdad incontestable de su desesperación.
Este domingo en París, los museos están casi todos de huelga
(el Louvre parece una gigantesca casa embrujada, un desierto de habitaciones
cerradas) y uno de los pocos que ha abierto sus puertas es el de LOrangerie,
edificio que alguna vez fue un invernadero de naranjas lindante con la
Place de la Concorde. Hay sol y hay cola y se entiende que así
sea: Le Cycle des Nymphéas de Claude Monet (1840-1926) es La Exposición
de la primavera-verano 99. Pero se avanza rápido y se soporta
con entereza al violinista clase Z que se empeña en las partituras
de algún músico clásico que el arco de su instrumento
vuelve irreconocible. Adelante mío hay un japonés que le
arroja unos francos pensando que así conjurará el sonido
del violín asesino. Superado el trance se da vuelta y, con esa
exactitud japonesa (empieza a hablarme como si alguien hubiera oprimido
un botón en su cerebro para que empezaran a salir palabras), me
dice que alguna vez se prometió ver todos los cuadros de Monet
de ninfeas, nenúfares y estanques diseminados a lo largo de todos
los museos del mundo. Ir uniéndolos hasta armar en su cabeza la
recreación perfecta del estanque de Giverny. Pensé en el
cuento de Cheever, estaba por comentárselo, cuando el japonés
me dijo que había viajado demasiado, que no le faltaban muchos
y que, sí, ahora los iba a ver todos juntos, que era un gran momento.
Le pregunté si era feliz. Me dijo que sí, que mucho. Le
pregunté qué iba a hacer ahora que su viaje de nadador por
los museos del mundo llegaba a su fin. Me sonrió una sonrisa japonesa
con todos sus dientes japoneses. Suicidarme, me contestó.
Y siguió sonriendo.
UNO Alguna vez Paul Cézanne dijo que Claude Monet
es nada más que un ojo... ¡pero qué ojo!. Tenía
razón. Pensar en Monet como en un ojo gigante, como en el ojo del
Mago de Oz, o en esas pupilas extraterrestres montadas sobre trípodes
de ciencia-ficción o en el Ojo Triangular de Ya Saben Quién.
Monet lo veía todo, veía demasiado, y si sus últimos
cuadros acuáticos reflejan la percepción del mundo, bueno,
entonces pensar que fue un milagro que no se volviera loco como Van Gogh.
Ver, ahora, todos esos cuadros juntos produce el vértigo de lo
sublime y la sospecha de que no se volverá a ser el mismo después
de enfrentarse a semejante paisaje.
En
LOrangerie, la babel de turistas y los posters, los relojes, los
almanaques, las corbatas, las postales y las remeras monetianas no consiguen
debilitar con su carga de realidad consumista lo que aquí se está
viendo, lo que vino flotando desde tantos museos y colecciones privadas
del mundo. Busco al japonés. No lo encuentro.
DOS En su jardín acuático de Giverny, en el estanque
de su jardín acuático de Giverny, Claude Monet encontró
el Tema y supo, también, que ese descubrimiento equivalía
a despedida. Acaba de terminar la serie de cuadros venecianos (causan
sensación, a Monet no le gustan), su vista empeora, un especialista
le dice que tiene cataratas, es el año 1914. Monet dice: Estoy
podrido de pintar. Entonces alguien le propone a Monet crear un
grupo de grandes pinturas con ninfeas para regalárselas al Estado.
Durante los siguientes doce años, Monet no hará otra cosa
que pintar su jardín acuático.
TRES El jardín acuático de Giverny como escena del
crimen. Claude Monet lo inventa antes de pintarlo: hizo elevar la temperatura
del agua para hacer posible el cultivo de nenúfares exóticos
importados de Japón. Al este y al oeste del pantano se instalaron
presas. Los vecinos de Giverny protestan: ellos suelen lavar su ropa en
las orillas del Ru, temen que la vegetación extranjera racismo
floral ensucie y envenene las aguas. Monet no hace caso y construye
un puente de madera para poder pintarlo. Lo pinta. Pensar en Monet como
el primer impresionista que inventa el paisaje que quiere pintar. Lo que,
de algún modo, lo acerca a Dios o a Walt Disney. Pensar en el jardín
acuático de Giverny como en Monetland o MonetWorld o como
dijo alguien la Capilla Sixtina del Impresionismo.
CUATRO
Claude Monet pintando. En una de las salas del museo de LOrangerie
se proyecta en un sinfín moreliano la figura del pintor
en acción frente a su jardín acuático. Es una escena
de una película documental de Sacha Guitry titulada Ceux de Chez
Nous (Los nuestros, 1915). Ahí, en la pantalla, Claude
Monet aparece como un enorme oso barbado, fuma, habla y habla a cámara
mientras lanza pinceladas como si fueran cuchillos o flores. Da igual.
Y sigue hablando. Y uno casi sin darse cuenta se acerca a
Monet para escuchar mejor lo que dice.
CINCO Un zoom: los primeros cuadros de la serie abarcan el paisaje.
El cielo, los árboles, el puente. A medida que Monet se adentra
en el estanque comienzan a desaparecer las referencias. La orilla, ese
sitio desde el que Monet pinta, se esfuma. Todos es agua y lo que flota
sobre el agua y lo que el agua refleja. Son cuadros para mirar fijo y
para asombrarse frente al momento exacto en que el impresionismo le muerde
la cola en una suerte de continuum espacio-temporal al expresionismo
abstracto que recién llegará a mediados de siglo. Estos
paisajes de reflejos se han convertido en un imperativo para mí.
Está por encima de mis fuerzas, que son las de un hombre viejo.
Pero, a pesar de ello, quiero llegar a reproducir lo que siento... y espero
que salga algo de tantos esfuerzos, escribe a un amigo y, sí,
decide subir el precio de sus cuadros. Caro, pero el mejor.
SEIS El siguiente paso de Claude Monet una vez negada la
orilla consiste en la negación del marco, la orilla natural
de todo cuadro. Monet fantasea con paredes curvas en una habitación
circular. La ambición deteriora su salud. Teme quedarse ciego como
Degas. Se opera con éxito relativo. Tiene que usar anteojos especiales
y sus pinturas empiezan a ser invadidas por colores oscuros. Desesperado,
destroza unas cuantas. Amplía su taller en Giverny para hacerles
espacio a las ninfeas gigantes. Monet pinta como un poseído, empeñado
en que mi único mérito es la subordinación
al instinto; mediante estas fuerzas recónditas y predominantemente
intuitivas he conseguido identificarme con la creación y fundirme
con ella... y así he llegado al último punto de la abstracción
y de la imaginación unida a la realidad. Es un estanque,
de acuerdo; pero Monet ya nada mar adentro, en ese espacio donde cuesta
menos seguir nadando hacia lo profundo que volver a la arena. Vuelve a
operarse. Está cansado. Monet decide volver a subir el precio de
sus cuadros. Ahora son tan caros que lo mejor será donarlos.
SIETE
Lo mejor de la exposición de LOrangerie está al final.
Uno empieza subiendo y alcanzada la máxima altura, los ojos
llenos de ninfeas desciende a las habitaciones curvas, a las paredes
cubiertas de agua y de vegetación que ya han perdido casi toda
referencia con la realidad. Son color puro. En En busca del tiempo perdido
de Marcel Proust, Claude Monet aparece como el pintor Elstir y está
bien que aparezca: las disciplinas artísticas de Proust y Monet
son diferentes pero el objetivo y el resultado son los mismos: la creación
de un paisaje nuevo a partir de la implacable observación de la
realidad. Un estanque donde hundir un pincel y una taza de té donde
mojar una magdalena son lo mismo. Las habitacionescirculares en los bajos
de LOrangerie tienen algo de esa crecida final de El tiempo recobrado.
Monet murió casi seis meses antes de su inauguración y tal
vez haya sido mejor así, porque hubiera descubierto un nuevo límite
a abolir el museo per se y ya no le hubieran quedado fuerzas
para derribar las paredes, inventar los hologramas, pintar el agua en
el aire.
Las
habitaciones circulares de LOrangerie remiten directamente al viaje
último y definitivo del astronauta David Bowman en la película
2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick: la furia alucinógena
y cromática combinándose con las estancias señoriales
de esa casa adonde se llega sólo para salir convertido en otra
cosa. Cuadros, paredes, estanques, lo que sean, para ser contemplados
durante horas y pensar en tantas cosas. Los miro desde una cautelosa distancia,
me acerco rápido a uno cuando casi estoy seguro de haber visto,
flotando, el cadáver de Ofelia. Sí, cuadros adictivos que
son viajes de ida. En eso estoy perdido y encontrado y nadando
cuando escucho gritos que vienen de arriba, conversaciones frenéticas
en los walkie-talkies de los guardias, la sirena de una ambulancia cada
vez más cerca. Los diarios de mañana se preguntarán
sobre el misterio del japonés ahogado en seco en LOrangerie,
el japonés con los pulmones llenos de agua dulce y óleo
verde, el japonés que se suicidó saltando desde un puente
japonés que no está aquí pero que existe en esos
cuadros. De todo eso hablarán los diarios de mañana, pero
yo que no leo francés pero miro en Monet ya estaré
en otra parte, siempre y cuando consiga salir de aquí, eso espero.
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