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Vale decir



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El hombre que
sabía demasiado

Desde su primera película hizo lo que quiso: filmó con estrellas y con ilustres desconocidos, con presupuestos más que módicos y para los grandes estudios, trabajó con extraordinarios guionistas y convirtió novelas flojas en películas magistrales. Pero sobre todo consiguió lo que hoy parece imposible: conquistar a la intelligentzia y al gran público al mismo tiempo. El 13 de agosto se cumplen cien años de su nacimiento. Después de ver las sesenta películas de Alfred Hitchcock, Feinmann hace un esfuerzo supino por no escribir un suplemento entero y rinde homenaje al genio que nunca ganó un Oscar con sus películas.

Por José Pablo Feinmann

El último film que Hitchcock rueda en Inglaterra (el último antes de desembarcar en Hollywood, ya que luego regresaría a su solar natal) se basa en un texto de Daphne du Maurier y el primero que rueda en Hollywood también. La posada maldita (Jamaica Inn, 1939) es el proyecto crepuscular británico –con un Charles Laughton despótico y a cargo de la producción, que se encargó de hacerle todo difícil al Maestro- y Rebeca, una mujer inolvidable (Rebecca, 1940) es el proyecto inaugural de la soleada California posibilitado por el talento de David O. Selznick, un tipo incansable, que le facilitó muchas cosas al Maestro, que le abrió puertas, le entregó proyectos y también le discutió todo, palmo a palmo, como si fuera lo que era: un gran productor, el tipo que, nada menos, había producido Lo que el viento se llevó. De eso venía Selznick cuando lo llamó a Hitch para hacer Rebeca.


El joven Hitchcock junto a su mujer y coguionista, Alma, en la filmación de una de sus primeras películas, El inquilino (1926)

Rebeca, una mujer inolvidable (1940): la heroína (Joan Fontaine), la señora Danvers (Judith Anderson) y la almohada.

LA MUERTE LE SIENTA BIEN
Hitch pudo haber sido un pre-James Cameron, ya que el proyecto que Selznick pensaba entregarle era Titanic. Pero no, le entregó la novela de Du Maurier, cuyos derechos Hitch había intentado adquirir mientras rodaba La dama desaparece (1938) en Inglaterra. No le alcanzó el dinero. Ahora Selznick se la entregaba en bandeja. Porque así llegó Hitch a Hollywood, en bandeja, como un rey del cine. No tuvo que ir a demostrar nada, ya se había ganado el lugar que le ofrecían. Selznick no fue generoso ni tenía por qué serlo, pues era un obstinado capitalista que deseaba ganar mucho dinero, haciendo, en lo posible, buenas películas. Y Hitch lo agarra en un gran momento de su carrera: cuando Selznick quiere, como siempre, ganar muchos dólares pero tiene un gran prestigio que cuidar. Lo dijimos: venía de hacer Lo que el viento se llevó. Con Rebeca sólo podía proponerse lo que se propuso: hacer otra gran película. Convengamos que tuvo una gran idea: lo llamó a Alfred Hitchcock, que llega a Hollywood muy gordo, tal vez más gordo que nunca, pero sereno y desbordante de talento. Así las cosas, Rebeca fue lo que Selznick quería: una gran película. No diría pese a la novela de Du Maurier, pero sí gracias al talento de Hitch y de otros personajes del film que ya iremos nombrando. Porque aun los films de Hitch son productos de equipo. De grandes equipos. Si algo supo hacer siempre el Master fue rodearse de gente talentosa. Sabía que sin ellos no podía hacer nada. Por eso, todo lo hizo con ellos, con los talentos que lo rodearon.
Hitchcock fue más allá que Du Maurier en las audacias psicológicas. Rebeca es un film complejo y arriesgado. Tania Modleski no se equivoca al decir que el film aborda un tema “subversivo”: “el deseo de las mujeres hacia otras mujeres” (The women who knew too much, Hitchcock and feminist theory). Una cita de Modleski tiene la doble virtud de lanzarnos a la hondura de la trama y a la osadía de la temática: “En Rebeca, la heroína trata continuamente no sólo de agradar a Maxim, sino de ganar el afecto de la señora Danvers, quien parece estar poseída, obsesionada por Rebeca y tener un lazo sexual con la muerta”. La cita es notablemente efectiva porque nombra a todos los personajes de la compleja (compleja en manos de Hich) trama: Maxim, la señora Danvers, Rebeca y “la heroína”. Según vemos, “la heroína” no tiene nombre. Es tan mínima como para eso. Sólo una que otra referencia a la trama nos permitirá comprender por qué. Todo empieza en Montecarlo, lugar en que la heroína sirve como dama de compañía a una señora algo extravagante que, por ejemplo, apaga sus cigarrillos en sus potes de crema. La heroína conoce a un hombre taciturno, sombrío: Maxim de Winter. Se enamoran y él la lleva a su residencia. Le ha preguntado: “¿Qué prefieres: volver a América o ir conmigo a Manderley?”. La heroína dice que no entiende la pregunta. Maxim de Winter dice: “Te estoy proponiendo matrimonio, pequeña tonta”. No son otros los nombres que recibe la heroína: pequeña tonta, pequeña idiota, pequeña cosita. No obstante, la niña ha conseguido enamorar al millonario de Winter, dejar a la dama extravagante y convertirse en la señora de Manderley. (Una relectura tal vez debería señalar este formidable éxito inicial de la “pequeña tonta cosita-idiota” y sugerir que no era ninguna de estas cosas, sino una sagaz cazafortunas.) Como sea, la inocente niña ignora lo que le espera en Manderley, la gótica mansión en que vive Maxim. (Nota: Rebeca y El ciudadano empiezan igual: exhibiendo mansiones góticas –Manderley y Xanadú– con voces narrativas en off.) Ahí la esperan la señora Danvers y el fantasma de Rebecca de Winter. La señora Danvers es el ama de llaves (siempre hay una siniestra ama de llaves en las novelas góticas). La heroína se somete a su poder, y, al hacerlo, se somete al poder al que el ama de llaves está sometida: el poder de una muerta, el poder de Rebecca de Winter. Este juego de atracción-sometimiento-terror-y-rechazo es el centro poderoso y duradero del film. La señora Danvers le hace saber a la heroína que Rebeca está presente, que es y será, para la eternidad, la verdadera y única señora de Winter, la poseedora de Manderley. Se suceden las escenas antológicas. Sobre todo una: la señora Danvers le exhibe a la heroína la ropa de Rebeca, le acaricia la cara con las pieles y luego le muestra la ropa interior, “hecha especialmente para la señora de Winter en un convento de St. Clare”. La heroína se siente atrapada por Rebeca. Sabe que nunca ocupará su lugar. Que Rebeca vive. O, como le sugiere la señora Danvers, que los muertos pueden retornar para vigilar a los vivos (tema que anticipa el de Vértigo, film basado en una novela francesa titulada De entre los muertos). No obstante, las cosas parecen trocarse en favor de la heroína. Maxim de Winter le confiesa que, lejos de amar a Rebeca, la odiaba. Y luego –en la parte más floja y concesiva del film– hay una investigación y se revela que Rebeca tenía cáncer y que se suicidó (explicación que Truffaut le dice a Hitch que nunca entendió, y no le faltan motivos). El final es, creo, el triunfo de la señora Danvers y su amada Rebeca. Veamos por qué: la feliz pareja (Maxim y la heroína) regresa a Manderley creyendo que todo ha quedado atrás y sólo la felicidad les aguarda. Y no: la señora Danvers incendia la enorme mansión gótica. Manderley arde, la señora Danvers se consume entre sus paredes y el film termina con un almohadón con las iniciales de Rebeca en llamas. Algo es indudable: la feliz pareja podrá, tal vez, ser feliz, pero no lo será en Manderley, ya que la mansión fue arrasada por el fuego de una pasión sin fronteras: la de la señora Danvers y Rebecca de Winter, la verdadera historia de amor que el film narra. Tal vez por esto (como sugiere Tania Modleski) Hitch le dice a Truffaut: “Rebeca no es una película de Hitchcock”. Lo es, pero el Maestro estaba tan acostumbrado a tener el control sobre todo que no pudo tolerar las visiones subversivas de su propio film.


Ingrid Bergman se prepara para la escena final de Notorius (1948), donde interpreta a una espía norteamericana.

Hitchcock observa a Cary Grant y Grace Kelly mientras filma la escena de amor de Para atrapar al ladrón (1955).

VIDA Y OBRA DEL MAC GUFFIN
Si la protagonista de Rebeca es insignificante hasta el extremo de no tener nombre, la de Notorius (1946) es exactamente lo que dice el título del film: es una mujer notoria, una mujer libre, desprejuiciada, amiga de las fiestas salvajes, alcohólica y notoria, también, para más de un par de hombres, que la amaron o la aman. Se llama Alicia Huberman y la hace Ingrid Bergman, más sexy que nunca, como prenunciando que largaría todo Hollywood al diablo y se iría, locamente, casi hacia su perdición, detrás de ese italiano, Rossellini, que la había enamorado. Luego, se sabe, volvió, la perdonaron, hizo Anastasia y hasta le dieron un Oscar.
Notorius, aquí, en la Argentina, se llamó Tuyo es mi corazón, razón por la cual, se comprenderá, habré de nombrarla por su título original. Sigamos. Cary Grant es Devlin, un agente norteamericano de inteligencia; Ingrid Bergman es, como dije, Alicia Huberman, pero no dije quién es Alicia Huberman: es la hija de un nazi, cosa que arrastra con vergüenza y furor, de aquí las fiestas y el alcohol desmedidos. Devlin conoce a Alicia en una de sus fiestas y, cómo no, se enamoran. Pero el guión es del genial Ben Hecht y, por tanto, las cosas no habrán de quedar ahí. Para desdicha de Devlin, el servicio secreto encarga a Alicia una misión comprometida en todo sentido. Una misión que compromete su sexualidad: tiene que enamorar a Alexander Sebastian (Claude Rains, genial actor al que se acostumbra a nombrar como “el de Casablanca”, donde, sí, estaba maravilloso, pero es aún más que eso y lo demuestra largamente en Notorius). Para Devlin todo es bastante cercano al masoquismo, ya que tiene que encontrarse con Alicia y preguntarle, por ejemplo, si ya ha tenido relaciones con Sebastian. Y Devlin ama a Alicia al extremo de haber hecho con ella una de las escenas más eróticas del cine de Hitchcock. Notorius, entre otras cosas, es una gran película de besos. Hitch era sabio en esto. Los censores de los cuarenta no permitían besos prolongados. Hitch, entonces, reúne a Ingrid y a Cary y les dice: “Ustedes no se den ni un solo beso prolongado, pero no dejen de besarse. Se besan, interrumpen, se besan, interrumpen, y así haremos un largo, larguísimo beso”. De esta forma, la escena de los besos en el balcón frente a las costas de Río de Janeiro (ilustrada por el músico Roy Webb con acordes de ¡corridos mexicanos!), es de alto voltaje, según se suele decir. Ingrid y Cary están formidables. Sin embargo, los besos de Devlin (Grant) no impiden que Alicia cumpla con la patria y comprometa su carnalidad (su notoria carnalidad) entre las sábanas de Sebastian.
En estas melancolías el film gana alturas inusitadas. Sebastian ama a Alicia, la ama tal vez más que Devlin. Sebastian es más bajo que Alicia, es mayor que Alicia y está poseído por una madre despótica. Devlin ama a Alicia pero, también por la patria, debe entregarla a otro hombre, pensando que Alicia habrá de negarse, que ni “la patria” le hará tolerable compartir la cama de un nazi patético. Pero no. Alicia cumple con la patria. Y esto parte el corazón de Devlin. (Los films de Hitch son formidables historias de amor. Supongo que esto sorprenderá a quienes sólo lo conocen como el “maestro del suspenso” o están acostumbrados a que se lo conozca sólo así, pero el amor está en todas sus películas, tal vez en Notorius tenga más fuerza que en otras. Tal vez sólo Vértigo, cumbre wagneriana del amor romántico, logre superarla.)
Alicia ha caído en terreno enemigo, peligroso, en un lugar, digamos, contraindicado para su buena salud. Sebastian descubre que es una “american agent”, se lo dice a su madre y deciden envenenarla poniéndole, día tras día, arsénico en su pocillo de café. ¿Cómo descubrió Sebastian que Alicia era eso, una “american agent”? Porque averiguó que la niña había metido sus inquietas narices en la bodega de la casa, donde hay unas botellas de vino que contienen uranio, material con el que se puede fabricar una bomba atómica, cosa que, en manos de nazis, es muy peligrosa. (En otras manos también, pero aquí los malos son los nazis, quienes han sido tan malos que aún sirven para ocultar la maldad del resto de la humanidad.) Así, Alicia se ha condenado por medio de su descubrimiento. Alex Sebastian y su madre empiezan a envenenarla. No habrán de conseguirlo. Cierta noche, Devlin llega a la casa, sube las escaleras como sólo Cary Grant puede hacerlo, llega al cuarto de la desfalleciente Alicia, la toma entre sus brazos y se la lleva. Entre tanto, los otros nazis han descubierto que Sebastian tenía entre sus brazos a una “american agent” y se disponen a castigarlo. El film concluye con Sebastian entrando a la casa, aceptando el castigo final, con la puerta que se cierra a sus espaldas como un ataúd.
En Notorius –quizás con mayor claridad que en otros films– aparece un elemento que es constante en el cine del Maestro. Es lo que él llamaba “Mac Guffin” y que nos animaríamos a definir así: no es el elemento central de la trama, sino uno lateral que ayuda a desarrollarla. La botella de vino con uranio es el Mac Guffin en Notorius. La trama no gira en torno de él. La trama encuentra su centralidad en otros elementos: Alicia Huberman y su doble relación con Devlin y Sebastian, la misión de Alicia como agente de espionaje norteamericano, etcétera. Quiero decir: podemos encontrar la centralidad de la trama por varios lados, no por la botella de vino con uranio. Pero la botella de vino es el Mac Guffin porque es el pretexto para que la trama avance. Cuando Hitch le explica al productor la idea del Mac Guffin-uranio, el productor no entiende nada. Así se lo cuenta Hitch a Truffaut: “El productor estaba escandalizado. Esta historia de la bomba atómica le parecía absurda para servir de base a otra historia. Le dije: ‘No es la base de la historia, no es más que el Mac Guffin’, y entonces le expliqué lo que era el Mac Guffin y la poca importancia que convenía darle. Finalmente le dije: ‘Si no le gusta el uranio, partamos de diamantes industriales cuya necesidad supondremos vital para los alemanes’. Si nuestra historia no hubiese estado relacionada con la guerra, quizás hubiéramos hecho una intriga basada en el robo de diamantes”. Y, por fin, con su acostumbrado humor, Hitch remata: “Todo esto no tiene ninguna importancia”. Pero sí, porque no se puede hablar de Hitchcock sin hablar del Mac Guffin. Se supone que está y funciona en todas sus películas. El de Notorius es el más transparente. Usted puede entretenerse buscando el Mac Guffin de todos los demás films. No siempre terminará satisfecho. No siempre habrá de encontrarlo ni estará seguro de haberlo hecho. Esa búsqueda puede llevarle el resto de sus días y conducirlo a la frustración, al sentimiento de su infinita impotencia, de su patética incapacidad analítica. Tal vez se trate de otra broma de Hitchcock. De su más perfecto Mac Guffin.


Psicosis (1960): después de pedirle a Janet Leigh que calentara a John Gavin, Hitchcock se duerme.

Kim Novak apremia a Hitch para que le revele las motivaciones de su doble personaje en Vértigo (1958).

NO ME MIRES ASI
La ventana indiscreta es de 1954 e introduce, como ningún film de Hitch hasta el momento, el tema de la mirada. La cosa es así: Jeff (James Stewart) está en su departamento, está enyesado, inmovilizado y sólo tiene como recurso para entretenerse... mirar por la ventana. Esta ventana da a un espacio interior, de modo que son varias las posibilidades de visión que se le ofrecen a Jeff, quien, aburrido, decide aprovecharlas todas. Pero la mirada conduce al peligro. Pocas cosas son tan peligrosas como mirar. La mirada descubre desde el torso de una bella chica hasta una pareja de recién casados que se entrega al remanido sexo posnupcial, desde una señora cotidiana y algo tonta que tiene un perrito hasta un asesino que se libra de su esposa. La mirada, aquí, se detiene. La mirada se transforma en búsqueda, en búsqueda de la verdad, en develamiento del crimen. La mirada se vuelve peligrosa para el que mira, pues el que mira ha descubierto el lado oscuro de la realidad. Pronto el asesino aparecerá para preguntarle qué vio, qué sabe, qué deberá silenciar si quiere seguir mirando, es decir, si quiere seguir con vida. El que miraba es mirado y la mirada que lo mira es la de quien, ahora, necesita matarlo. Mirar no es inocente.
En Vértigo (1958) el tema de la mirada es más complejo. Todo es más complejo en Vértigo y el motivo es sólo uno: Vértigo es el film más complejo de Hitchcock. Cosa que el humor del Master se negaría a aceptar. Por ejemplo: en el set, en cierto momento, la actriz Kim Novak, protagonista del film, se acerca y le dice: “Señor Hitchcock, no tengo clara esta escena. ¿Cómo debe reaccionar mi personaje en relación al del señor Stewart?”. Se la veía muy preocupada a Kim, quien, en verdad, luchaba por sacar adelante una gran interpretación. El Master la mira con irónica, piadosa dulzura y le dice: “Kim, esto no es más que una película”. (Confesión: varias veces, planeando, escribiendo esta maldita nota recordé esa frase del Master, traté de serenarme y me dije: “José, esto no es más que una nota”. Me hizo bien. Hitchcock es tan inabarcable que uno se vuelve loco si quiere explicitar su obra en totalidad. Como sea, no hay que creerle al gran impostor. Ningún film fue para él “just a movie”, como le dijo a la angustiada Novak. Fue porque no lo fueron, porque ninguno lo fue, que hoy hablamos de él. No obstante, supongo que un espíritu juguetón como el de Hitch necesitaba creer y decir esas cosas para seguir adelante. Necesitaba recuperar el goce, el placer que da crear. Hacía películas como si jugara. Jugaba a no ser solemne.)
En Vértigo asistimos a la diferenciación entre sorpresa y suspenso que es central en la estética de Hitch. Voy a dar un ejemplo, que no pertenece a Vértigo ni a ningún film del Master pero que explicita la cuestión con transparencia: hay dos hombres sentados a una mesa, uno toma un café, otro toma un whisky y dialogan animadamente. La cámara los toma en plano general. De pronto estalla una bomba y los dos tipos vuelan por el aire. Esto es la sorpresa. Esto es lo que Hitch nunca hizo, de aquí que se lo llame el “Master del suspense”. Veamos qué haría Hitch: hay dos hombres sentados a una mesa, uno toma café, el otro toma un whisky y dialogan animadamente. La cámara, luego de tomarlos en plano general, se acerca a la mesa hasta encuadrar, en plano detalle, algo que hay debajo de la mesa y cuya existencia ignoran los dos hombres: es una bomba, hace apenas tictac y sabemos que está por estallar. Esto es el suspense. Para que sea posible el espectador debe saber algo que los personajes ignoran. ¿Estallará la bomba? ¿Advertirán los personajes que están en peligro y se salvarán? ¿Concluirán su conversación antes de la explosión o volarán en pedazos? Algo semejante ocurre en Vértigo.
El film está narrado, absolutamente, desde el punto de vista de Scottie Ferguson (James Stewart), el policía que sigue a Madeleine Elster (Kim Novak). En cierto momento, el punto de vista cambia. Pasa a ser el punto de vista de Madeleine y Hitch lo aprovecha para hacer un flashback que, sin más, explica el misterio. Los productores objetaron esto. ¿Por qué no revelar la verdad en el final, tal como es la costumbre? Hitch dice: “Porque ésa es la costumbre. La costumbre es sorprender al espectador. Yo quiero angustiarlo. Si el espectador sabe lo que Stewart ignora, se preguntará una y otra vez: ¿averiguará Scottie que todo es una trampa?, ¿sabrá que Madeleine lo engaña?, ¿cómo se resolverá todo esto?”. Todo esto es el suspense. Y el suspense, en manos de Hitchcock, fue siempre el arma para angustiar al espectador y comprometerlo emocionalmente con la trama.
Llegó el momento de Psicosis.

PSICOSIS Y DESPUES
En la primera escena de Psicosis están Janet Leigh y John Gavin. Tienen que hacer una escena de amor. O algo así. Están sobre una cama, ella tiene un corpiño de los cincuenta y él está con el torso desnudo. Hitch se le acerca a Janet, la lleva aparte y le dice: “Janet, mi niña, este muchacho está muy frío, trata de calentármelo un poco”. Lo que Janet no deja de hacer. Y se nota. Janet hizo todo. La nominaron para un Oscar y debió ganarlo.
Esto nos lleva a un punto indiscutible pero importante: aun en los films de Hitchcock el cine es un arte de equipo. Stephen Rebello dedica un largo libro a Psicosis y los complejos avatares de su filmación (Alfred Hitchcock and the making of Psycho) y concluye diciendo precisamente eso: “Espero que este libro permita entender que, aun para Hitchcock, hacer cine, como la vida, no es sino un arte de colaboración”.
Hitch le dice a Truffaut: “Creo que es para nosotros una gran satisfacción utilizar el arte cinematográfico para crear una emoción de masas. Y, con Psicosis, lo hemos conseguido. No es una gran interpretación lo que ha conmovido al público. No era una novela de prestigio lo que ha cautivado al público. Lo que ha emocionado al público era el film puro”.
Nadie podría hoy explicar lo que fue ver Psicosis en 1960. Hitch logró su arte de masas. Logró convencer al público. La gente nunca volvió a gritar en las salas como en la escena de la ducha o como en la muerte de Arbogast o como en la escena final, la de Vera Miles descubriendo el cadáver de Madre. Parte esencial de esa conquista fueron la música de Bernard Herrmann (quien, cuando Hitch lo despidió luego de Los pájaros, afirmó, con razón, que sólo haría fracasos sin él), los diseños geniales de Saul Bass, la entrega absoluta de Janet Leigh, el montaje de George Tomasini.
Hitchcock fue un gran narrador. Y, a la vez, un artista obsesionado por las formas. Si en este 1999 se cumplen 100 años de su nacimiento y cien del de Borges, tal vez no sea casual. Ya se sabe: a la realidad le gustan las simetrías. Borges admiró Psicosis y dijo que nunca, antes, había visto un asesinato en el cine. Para llegar a las alturas que llegó hubo en Hitch una permanente reflexión sobre las relaciones entre la trama y sus formas. No sólo le importaba contar una historia, también quería, obsesivamente, contarla bien. Encontrar el mejor –que es siempre el único– modo de contarla.