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El verdadero expediente X

Yo soy espía

En 1978, el historiador inglés Timothy Garton Ash viajó a los dos Berlínes para realizar el trabajo de campo de su tesis universitaria. Con la caída del Muro, la Alemania unificada hizo públicos los expe-dientes de la policía secreta de la RDA y Ash descubrió que existía uno con su nombre. El expediente (publicado por Tusquets) narra el escalofriante periplo que lo llevó a entrevistarse con sus delatores y, de regreso en Londres, descubrir que también era un sospechoso para la Corona.

Por JUAN FORN

Un joven aspirante a historiador que ha cruzado media Europa a bordo de su auto llega en 1978 a Berlín. Durante los siguientes tres años vive a uno y otro lado del Muro, haciendo trabajo de campo para su tesis. La vida en Alemania Oriental tiene tal efecto sobre él que le hace cambiar drásticamente el tema de esa tesis, para decepción de sus tutores en Oxford: ya no será la resistencia al nazismo dentro de Alemania durante el Reich, sino la vida en la RDA desde que se alzó el Muro. Los años pasan; el joven ya es profesor de historia contemporánea en Oxford, luego de haber obtenido el Prix Européen de l’Essai con Los usos de la adversidad, un ensayo nacido de aquella tesis universitaria (hay versión castellana en Planeta). Con la caída del Muro de Berlín, el historiador se entera, como el resto de Occidente, de una decisión tan escalofriante como admirable de la Alemania unificada: hacer públicos los expedientes de la policía secreta de la RDA. Se entera de algo más, un hecho que regirá sus años siguientes y le permitirá realizar el sueño secreto de más de un historiador: “Investigar la historia investigándome a mí mismo”. Es que Timothy Garton Ash acaba de saber que él mismo tenía un expediente en la Stasi, por haber sido considerado un espía británico durante el período de bohemia que pasó en los dos Berlines entre 1978 y 1980.

LA MAGDALENA ENVENENADA
El expediente es el relato del increíble periplo realizado por Garton Ash, entrevistando, una a una, a todas las personas aún vivas que figuran en las 325 páginas de aquel legajo. El resultado es una suerte de potenciación paranoica del célebre mecanismo proustiano, con el expediente como “magdalena envenenada”, según dice Ash. Porque aquí no es sólo el autor quien realiza el proceso de sumergirse en su memoria (ya de por sí un doble proceso porque, como buen aspirante a historiador, el joven Ash llevaba un meticuloso Diario de sus actividades en Berlín): ese Diario y la memoria del autor son sometidos no sólo a la “otra” versión de aquel período de su vida, que relata el expediente, sino que a eso se suma lo que le van diciendo a Ash cada uno de los actores de esa trama. Los “buenos” y los “malos”, vale aclarar: porque Ash entrevista primero a aquellas personas que frecuentaba por amistad o propósitos investigativos en sus tiempos berlineses; y sólo después (armado de la reconstrucción de los hechos realizada junto con estas personas “de confianza”) enfrenta a los informantes de la Stasi que daban cuenta de sus movimientos y a los oficiales superiores que llevaban el caso. Así, la relativa brevedad de El expediente estalla en múltiples direcciones una vez abierto, como esos archivos de computadora “compactados” para ocupar menor espacio. Cada caso (es decir, cada uno de los entrevistados por el autor) ofrece al lector no sólo su participación en el expediente de Garton Ash sino también el relato de su propia experiencia con la Stasi, y a veces el de otros miembros de la familia, o amigos o colegas. A eso debe sumarse la descripción del modus operandi de la Junta Gauck, el organismo público encargado de los archivos de la Stasi: una suerte de Conadep a la alemana, tan multitudinaria (3000 empleados) como capacitada (“todos escrupulosos patólogos de la historia alemana”), y cuya labor es doblemente admirable a la luz de su puntillosa discreción para no poner en riesgo la reputación de inocentes (basta recordar el caso Christa Wolf para entender que ser “Gauck positivo” equivalía a convertirse en un muerto civil en muchos estratos de la Alemania unificada). Por último, a lo largo de todo el libro flota la obsesión “madre” de Garton Ash: las diferencias entre la vida en las democracias occidentales y en las “sociedades socialistas” como la RDA.

EL OBSERVADOR “IMPARCIAL”
Hasta ahí, el contrapunto entre lo documental y lo testimonial es impecable. El problema empieza cuando Ash, admirador confeso de Isaiah Berlin y de Solidarnosc (en su Diario de 1980 anota: “Polonia es mi España”, en alusión a la Guerra Civil española), pretende dar cuenta en forma fiel y “ecuánime” de las versiones de la RDA que proponían en Occidente los prosocialistas y los anticomunistas durante esos últimos años de la Guerra Fría. El libro se sumerge entonces en un pantano de clichés políticamente correctos, salpicados de momentos que van del absurdo a lo desopilante. Por ejemplo, el episodio que protagonizó Frederick Forsyth, autor de El día del Chacal cuando era corresponsal de Reuters en Berlín Oriental en 1964: una noche volviendo a su casa ve tanques rusos por la calle y, tan alarmado como excitado por la primicia, manda la noticia urgente a las oficinas centrales. Durante unas horas, Londres cree que se viene la tercera guerra, hasta que se enteran de que era sólo un ensayo para el desfile del 1º de mayo. Poco después, Ash transcribe estas insólitas palabras de Marcus Wolf, “padre” del cuerpo de elite de la Stasi: “Los espías servían para mantener la paz en Europa. En particular, redujeron el peligro de una guerra nuclear. Cada bando sabía perfectamente que era imposible que el otro preparara una acción agresiva sin que ellos lo supieran con antelación”. El expediente recupera realismo ominoso cuando pasa a relatar que la apertura de los expedientes generó una reacción xenófoba de los alemanes occidentales hacia sus compatriotas orientales (“son un país de delatores”). Según Garton Ash, “dos escuelas de antigua sabiduría se enfrentan en el valle abierto por los expedientes”. Por un lado, la frase de Santayana (“aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo”). Por el otro, la convicción de Renan (“El olvido, y hasta diría el error histórico, es un factor esencial en la historia de una nación”) retomada por Churchill en su llamamiento de Gladstone “al bienaventurado acto del olvido entre antiguos enemigos”.

AH, ME OLVIDABA
Luego de averiguar por qué fue que la Stasi consideró que merecía ser investigado (un ex oficial le confiesa que “vivían con la esperanza de descubrir un espía en cada británico con aspecto sospechoso, pero lo general era la decepción: o los británicos eran muy eficientes o, más probablemente, ya no disponían de ningún agente informal”), Garton Ash reserva una última sorpresa al lector de El expediente: poco antes del final del libro, revela que el servicio secreto inglés también tiene un expediente sobre él. Para entonces ya ha confesado que, mientras era estudiante en Oxford, al manifestar su fascinación por Kim Philby y Graham Greene, uno de sus profesores le propuso “relacionarlo” con el Foreign Office. De hecho, no sólo tuvo un par de entrevistas pre-Berlín con el MI6, sino que ya en los 80 y siendo profesor en Oxford, fue nuevamente abordado para informar sobre “estudiantes o visitantes sospechosos de trabajar para potencias hostiles” (se negó a hacerlo). Luego de hacer averiguaciones tan flemáticas como infructuosas con funcionarios del MI6, Ash nos informa que un ciudadano inglés no puede saber qué dice su expediente ni por qué es investigado por la policía secreta de su propio país: “Su archivo es propiedad de la Corona. De todas maneras, si le hemos abierto un expediente, habrá sido por una simple cuestión de cortesía”.
La ironía de El expediente es que los fascinantes componentes de ese rompecabezas ofrecido a partir de una premisa inicial tan promisoria (“investigar la historia investigándome a mí mismo”) terminan desdibujados en el resultado final, precisamente por la naturaleza de su autor: el historiador Timothy Garton Ash no sabe resolver los dilemas que le plantea el personaje llamado Timothy Garton Ash como materia literaria. O quizás es el personaje Garton Ash el que parece incómodo de que el relato de su vida esté en manos del historiador Garton Ash. Las voces de uno y otro se confunden, entre la “corrección” ideológica, la “objetividad” histórica y el afán de efecto narrativo reservado para el final (la existencia de su expediente en el MI6). La lectura del libro es adictiva pero, al terminarlo, el lector lamenta secretamente que esa historia haya sido relatada por un respetable historiador y no por alguno de los camaradas de Garton Ash en Oxford que visitaron con maestría ese mismo territorio, pero desde la perspectiva menos “escrupulosa” de la ficción: Ian McEwan o Graham Greene.