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DuchampFue el artista que hizo posible la vanguardia artística tal como se la entiende hoy. Sin él no habría Andy Warhol, John Cage, Robert Rauschenberg, dadaísmo, performance, arte conceptual, minimalismo, pop art, instalaciones ni happenings. En su flamante Marcel Duchamp, Calvin Tomkins recorre como nunca hasta ahora la vida del tipo que metió un mingitorio en una galería e inventó el arte del siglo XX.


Por Alan Pauls

Marcel Duchamp es famoso por dos obras que dilataron el tiempo y por una invención que lo abolió. Tardó ocho años en realizar La mariée mise à nu par ses célibataires, même (1915-1923), más conocida como el Gran Vidrio, y casi veinte en completar Etant donnés: 1. la chute d’eau, 2. Le gaz d’éclairage (1946-1966), una combinación de cuadro y de puerta-con-agujeritos-para-mirar-el-cuadro que, por su tempo parsimonioso, pasó a la historia prácticamente como una obra póstuma. (La situación es perfectamente duchampiana: el artista ha muerto; el tiempo prosigue su obra.) En cuanto a la invención, Duchamp, nominalista incorregible, la bautizó con el nombre más exitoso que haya desfilado por las pasarelas del arte contemporáneo: ready-made. Todo el siglo le debe algo al ready-made. Todo el arte de vanguardia del siglo, naturalmente, del dadaísmo a la performance, del arte conceptual al minimalismo, del pop art a las instalaciones, de la música concreta al happening; pero también, en más de un sentido, esa actitud de autoconciencia generalizada –lo que Duchamp llamaba “ironismo afirmativo”– con la que el siglo XX se atrevió siempre a desdeñar a los demás por inocentes. Ready-made, es decir: un objeto ya hecho, anodino, industrial, que es elegido, separado de su función, arrancado de su contexto y nombrado como objeto artístico. La definición es provisoria, como siempre que Duchamp merodea la idea o la práctica que se pretende definir, pero tiene al menos la ventaja de abarcar el medio centenar de ready-mades que registran los duchampianos más escrupulosos, y la de limar los peculiares matices que podrían distinguirlos: ready-mades “puros, modificados, rectificados, imitativos, recíprocos”. El Portabotellas (1914) es puro, como la pala para nieve de In advance of the broken arm (1915); la Mona Lisa con bigotes de L.H.O.O.Q. (1919), donde Duchamp homenajea con humor al primer artista que imaginó la pintura como cosa mental, es claramente un ready-made rectificado, mientras que la Rueda de Bicicleta (1913), consagrado por muchos como el inaugural, podría perfectamente quedar afuera de la categoría, dado que en rigor, más que una elección y un nombre, involucra un montaje de dos elementos ya hechos, la rueda y un banquito. Pero el más célebre –el que se convirtió en icono y estandarte de la estrategia ready-made– es la Fuente, el mingitorio con el que Duchamp, que lo firmó con seudónimo, escandalizó a los jurados de la exposición de los Independientes de Nueva York y quedó marginado de la selección. Era un urinario de porcelana, modelo Bedfordshire, de fondo plano, que Duchamp –en compañía de Walter Arensberg, uno de los jurados– había comprado una semana antes de la inauguración de la muestra en el negocio de sanitarios del señor J. L. Mott. Lo llevó a su estudio, lo puso boca abajo y en el reborde inferior izquierdo, con grandes letras negras, le pintó el nombre de R. Mutt y la fecha, 1917. Faltaban dos días para la apertura de la muestra cuando la “cosa” llegó al Grand Central Palace, acompañada de 6 dólares (era la cuota requerida para participar), la dirección (falsa) del falso Richard Mutt, en Filadelfia, y el título de la obra, Fountain. El Caso Mutt, como se lo conoció después, cortó la historia del arte en dos. Cualquier cosa podía ser arte. Hacer cualquier cosa era el nuevo mandato del artista contemporáneo.
Conocemos en detalle los entretelones del escándalo (Arensberg discutiendo a los gritos con George Bellows, otro de los jurados, con aquel “objeto blanco reluciente” en medio de los dos) gracias al testimonio de Beatrice Wood, una especie de novia platónica de Duchamp, entonces virgen, ante la que el artista, para desconsuelo de Wood, se detenía con una caballerosidad típicamente francesa. Pero si esos pormenores nos arrebatan hoy, a ochenta años de ocurridos, es gracias al encarnizamiento, la minuciosidad, el tono a la vez entusiasta, desapegado y jovial con que Marcel Duchamp (Barcelona, Anagrama, 1999), la monumental biografía de Calvin Tomkins, reconstruye ahora, a días de terminar elsiglo, la imagen enigmática del único artista que podría jactarse de haberlo inventado.
Sólo que “artista”, en el caso de Duchamp, no parece ser la palabra adecuada. Esa es una de las moralejas que el libro de Tomkins destila con cuidado, sin imponerla, rebajándola –fórmula secreta del gran arte biográfico norteamericano– con sabias cuotas de antropología mundana aprendidas en Proust, en la Djuna Barnes de los Perfiles o en Lytton Strachey. Artista no, decía de sí el mismo Duchamp: anartista. Si la palabra suena extraña –como una errata anarquista– es porque, aunque la Fuente del apócrifo señor Mutt, a esta altura del partido, nos arranque la clase de sonrisa desganada con la que un abuelo comprensivo contempla los jeroglíficos que su nieto garabateó en las paredes de su pieza, la política que esa palabra designa sigue sin resultarnos familiar, ejerciendo resistencia, desbaratando nuestro fervor y nuestro desencanto con la obstinación de una opacidad irreductible. Anartista: es decir, alguien que no es un artista ni su contrario, un anti-artista. Alguien que pinta, sí, alguien capaz, incluso, de pintar cuadros convencionales, o cuadros convencionalmente modernos (cubistas, futuristas), o de canjear de golpe la pintura por la producción de ready-mades, o de “volver a la pintura” veinte años más tarde, pero alguien perfectamente capaz, al mismo tiempo, de renunciar, de abstenerse, de abandonarlo todo. Como si el anartista siempre produjera su obra (la convencional tanto como la revolucionaria) en el límite mismo de su existencia como obra, en ese filo infinitesimal (“el espacio que media entre el derecho y el envés de una hoja de papel”: lo infrafino, la idea teórica en la que Duchamp trabajó a mediados de los años ‘40) donde, como los dados que giran en el aire antes de caer, habrá de decidirse si hay arte o si no lo hay, si se es un artista o se es otra cosa, si la obra es una genialidad o es un fraude.
Esa dimensión de abandono de la vida de Duchamp es quizá el elemento más insistentemente perturbador que atraviesa las 640 páginas del libro de Tomkins. El hombre que deslumbró a Apollinaire y eclipsó a Picasso, que provocaba en André Breton vahídos de admiración, el hombre que derrocó la tiranía de la mano, que acabó con el despotismo retiniano y entronizó la idea del arte como juicio, el hombre que desalojó una pregunta eterna (¿Qué es el arte?) por la pregunta que todavía hoy nos rige (¿En qué condiciones cualquier cosa es arte?), el hombre que hizo posibles a John Cage, a Rauschenberg, a Merce Cunningham, a Warhol –ese hombre, Marcel Duchamp–, está todo el tiempo a punto de dejar de ser un artista. Pero esa inminencia es completamente indolora; ningún sufrimiento, nada que lamentar; el anartista es como el célibe, como el artista del hambre de Kafka: la privación no es un accidente, no interrumpe ni corta nada: es el corazón mismo del programa. Tomkins sigue paso a paso los períodos “ociosos” de Duchamp, los largos intervalos improductivos, las lagunas (Munich, Buenos Aires) en las que parece abandonarse a la nada, y sigue, también paso a paso, como un centinela alarmado, el tenaz itinerario del Duchamp ajedrecista, que parece despilfarrar en gambitos y aperturas las horas, los días, los años preciosos que podría dedicarle a su arte. (Duchamp, profesional del desapego, es también un experto en el derroche.) Y cuando alguien en el libro se hace eco de la preocupación de Tomkins –alguien como Denis de Rougemont, que en 1944, veinte años después del Gran Vidrio, le pregunta a Duchamp si ha dejado de pintar en la cúspide de su carrera–, Duchamp, con altiva apatía, se echa a reír y dice que no, que nunca ha tomado una decisión semejante, y le cuenta que se ha quedado sin ideas, sencillamente. (Pero al día siguiente de la entrevista, anota Tomkins, Duchamp le confía a Rougemont la idea de lo infrafino.) Una vez más, todo orilla la comedia o la histeria. Todo el mundo se afana alrededor de Duchamp, los amigos le ofrecen ayuda, los admiradores su preocupación, y él, motor inmóvil, dandy impasible, se empeña en su castidad, en su abstinencia, en su desierto sin pathos, y cuando todo parece perdido algo irrumpe, instantáneo y fulgurante, que ilumina el mundo hasta enceguecerlo. El enigma Duchamp: “Cuando sonreía”, recuerda Beatrice Wood en el libro de Tomkins, “el cielo se abría de par en par, pero cuando no movía ni un músculo, resultaba tan inexpresivo como una máscara mortuoria. Aquel vacío tenía perplejos a muchos y daba que pensar que había sufrido durante la infancia”.
Error. Error, o quizás el wishful thinking de alguien que no ha comprendido esa verdad esencial que el biógrafo Tomkins deja aparecer entre líneas: Duchamp no cambió sólo el estatuto general del arte: también cambió de modo radical el concepto “vida de artista”. No hubo penurias ni traumas en la infancia de Duchamp. Padre notario (la profesión burguesa de la Francia de fines del siglo XIX) y tolerante, madre sorda (buena escuela de impasibilidad), dos hermanos mayores pintores (Gaston y Raymond), que lo eximieron incluso del deber de la vocación, y una hermana menor, Suzanne, a la que Marcel sin duda adoró pero no tanto como para justificar, dice Tomkins, que aquí pierde un poco los estribos, a los “patanes freudianos” que leen los primeros cuadros de Duchamp como sublimaciones de un deseo incestuoso.
La vida de Duchamp es una vida intacta. Joyce dijo que las armas del escritor eran la astucia, el exilio y el silencio. La divisa de Duchamp –“Silencio, lentitud, soledad”– coincide con la de Joyce en las ventajas del silencio, pero también podría compartir las del exilio. Cada vez que la atmósfera se enrarece, se tensa, se vuelve imperiosa, Duchamp huye. “En 1912 decidí estar solo sin saber adónde iba. El artista tendría que estar solo. Cada cual consigo mismo, como en un naufragio”. A los 25 años, después de haber terminado el Desnudo bajando una escalera, huye de París propulsado por la lectura de las Impresiones de Africa de Raymond Roussel y recala en Munich, donde pasa los dos meses que pondrán en marcha el proyecto del Gran Vidrio. Más tarde, la Primera Guerra Mundial lo sorprende en París, pero no consigue darle alcance: el 15 de junio de 1915, Duchamp embarca en el “Rochambeau” rumbo a los Estados Unidos; en su equipaje, cuidadosamente embalados, van los Nueve moldes málicos (la parte inferior del Gran Vidrio) y un boceto definitivo de la obra completa. “No me voy a Nueva York, me marcho de París, que es muy distinto”, dice en una carta: “Hace ya mucho tiempo, incluso desde antes de la guerra, que tengo aversión a esta ‘vida artística’ en la que estaba envuelto”. Pocos viajes tuvieron tanta incidencia en el arte de este siglo como ese módico arrebato fóbico. Duchamp cambia de continente y desvía radicalmente el foco de la vanguardia artística. París ha muerto. Es el turno de Nueva York.
Ese relevo, nada incruento, por otra parte, es otro de los hilos decisivos que Tomkins hace zigzaguear en los dobles, triples fondos de su libro. Más que una cuestión de geopolítica artística, la mudanza de Duchamp es como el vértice de todo un nuevo, gigantesco dispositivo cultural que está poniéndose en marcha, un aparato que compromete maneras de hacer, de pensar y de entender el arte, pero también formas de difusión, instituciones, mecenazgos, financiamientos y, por fin, la constitución de un mercado de arte. Duchamp, como era de esperar, se mueve en Nueva York como pez en el agua. El Armory Show de 1913, donde presentó su Desnudo bajando una escalera, lo convirtió en un genio, una celebridad instantánea, un mito in absentia. “La modernidad europea sacude el arte norteamericano y lo arranca de su aletargamiento provinciano”, escribe Tomkins, y aprovecha de paso para recordar que el “American Art News” ofrecía un premio de diez dólares a la mejor explicación del cuadro. Pero el mito, que por fin camina por la ciudad que lo consagró, se gana la vida dando clases de francés (2 dólares la hora) y aprende inglés con sus alumnos, o explota su desconocimiento de la lengua para multiplicar su compulsión al calembour, o consigue un puesto en el Instituto Francés (de 2 a 6 todos los días, 100 dólares por mes), o mata el tiempo traduciendo y destraduciendo los títulos de sus obras. De ese equívoco intercambio franco-norteamericano saldrán, por otra parte, las tres versiones de Duchamp que se repartirán, a veces enemistándose entre sí, su posteridad: un Duchamp surrealista, ligado a Francis Picabia, a Breton y a la vanguardia “europea” (muchos de cuyos representantes se exiliaron en Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial); un Duchamp “experimental”, minimalista y zen, emparentado con John Cage; un Duchamp pop, precursor del modernismo tardío de Andy Warhol. (Warhol aparece poco en el libro de Tomkins. En una ocasión, Duchamp le objeta su necesidad de “gustar”, una compulsión que también parece comprometer al pop art en general. En otra –1966– Warhol lo filma sentado en una silla, fumándose un puro durante 20 minutos, tan imperturbable que ni siquiera reacciona cuando una chica se le sienta al lado, prácticamente encima, y empieza a frotarse contra su cuerpo.)
“¡Ojalá Norteamérica se diera cuenta de que el arte europeo está acabado –muerto– y de que Estados Unidos es el país del arte del futuro! ¡Mirad esos rascacielos! ¿Acaso Europa tiene algo más bello que ofrecer que eso?” Así, con ese entusiasmo casi marinettiano (es decir: europeo), se congraciaba Duchamp con sus primeros, devotos entrevistadores norteamericanos. Tomkins, como al pasar, desempolva un episodio fugaz que enrarece –duchampianamente– ese frenesí de recién llegado: la ocurrencia de Duchamp de “firmar” el Woolworth Building, “para convertir así el que entonces fuera el rascacielos más alto del mundo (241,4 metros) en un ready-made”. Duchamp lo sabía bien: la existencia del rascacielos no era suficiente. Hacía falta su dedo índice, su eso es arte, para transformar el rascacielos en ready-made, para acabar de una vez por todas con el arte y, al mismo tiempo, para afirmar como nunca –irónicamente– lo que el arte es: magia pura.
Ese índice apuntado a un objeto común, indiferente, sin “gusto”, ese eso –algo tan simple y económico como un eso, que con recursos mínimos consigue efectos máximos, ¿no es lo que en ajedrez se llama elegancia?– es lo que hizo famoso a Duchamp. Famoso y, para provecho de Tomkins, que aquí libra su propia batalla de biógrafo norteamericano, ininterpretable. Porque esa es la otra tensión que envalentona a este libro sabroso, inteligente, que ya sería irresistible si se limitara a comentar, en cinco o seis renglones distraídos, la vida de cualquiera de sus personajes secundarios (Picasso, Peggy Guggenheim, Man Ray, Katherine Dreier, Henri Pierre Roché, amigo del alma, socio en un par de suculentos ménages-à-trois y autor del slogan que mejor define a Duchamp: “Su obra más imponente es el empleo del tiempo”): la guerra contra la interpretación. Retomando una vieja fobia de Nabokov (asimilar toda interpretación a una “patraña freudiana”), y también sus armas (la mordacidad, el sarcasmo, risitas malévolas), Tomkins parece sostener que eso –el gesto fundador de Duchamp– no tiene sentido, que es sólo un indicador, un signo que muestra algo –un mingitorio, una pala para nieve, un rascacielos de 241 metros de altura– que es opaco, impasible, pura superficie. Como el dandy Duchamp.
Pero ¿y si aun en esa apoteosis de la frivolidad hubiera algo más? ¿Algo menos? ¿Un resto? Medio siglo después del Caso Mutt, Duchamp, en una entrevista con Francis Steegmuller, volvía a darlo vuelta todo. “Usted sabe que es uno de los artistas más famosos del mundo”, le comenta Steegmuller. Y Duchamp: “No sé nada de eso. En primer lugar, la gente común no conoce mi nombre, mientras que la mayoría ha oído hablar de Dalí y de Picasso, e incluso de Matisse. En segundo lugar, si alguien es famoso, creo que es imposible que lo sepa. Ser famoso es como estar muerto: no creo que los muertos sepan que están muertos. Y en tercer lugar, si fuera famoso, no podría enorgullecerme demasiado; la mía sería una fama payasesca, que se remontaría a la sensación causada por el Desnudo bajando una escalera. Aunque supongo, evidentemente, que si esa clase de infamia dura ya cincuenta años, es porque entonces hay algo más que el escándalo”. Steegmuller: “¿Qué otra cosa hay?”. Duchamp: “Hay eso”. “¿Eso?” “Eso. Lo que no tiene nombre”.