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Don DeLillo va al teatro


El escenario del crimen

Pocos papeles más trágicos que el de los escritores norteamericanos tomándose vacaciones para escribir una obra de teatro y a ver qué pasa. Casi nunca pasa nada, o pasan cosas horribles. Más de diez años después del estreno de The Day Room –y como golpe de efecto para superar la publicación de su colosal novela Underworld– el talentoso e intrépido Don DeLillo vuelve a subirse a las tablas con Valparaiso, sátira feroz y divertida crítica a los medios de comunicación y el rol que ocupan en la invasión de nuestras vidas privadas.

Por RODRIGO FRESAN

Los escritores norteamericanos y su relación siempre peligrosa con el teatro. Pésima relación. Nada –casi nunca– funciona como debería funcionar pero, aun así, los escritores vuelven una y otra vez, cometen el mismo error, tropiezan con la misma piedra y se estrellan contra los neones de su nombre en las marquesinas de Broadway. Hay un momento iniciático y primal para el síntoma de una enfermedad que no cesa: Henry James y la noche del estreno de su obra Guy Domville. Al final, Henry James salió a saludar y le gritaron y le tiraron de todo. James -quien nunca volvió a escribir para el teatro– dijo que “el público se había comportado como un grupo de salvajes golpeando un reloj de oro” y que esas habían sido “las peores horas de mi vida”. Y, conviene aclararlo, Guy Domville era y es una muy buena obra de teatro. Pero lo cierto es que, a partir de entonces, una especie de maldición tutankamoniana ha hecho estragos en la vida de todo aquel que haya pretendido saltar de la página en blanco al escenario vacío.
John Updike –quien nunca será recordado por su obra Buchanan Dying– dice las cosas por su nombre cuando, de regreso del fracaso, explicó: “Desde Twain pasando por James hasta Faulkner, la historia del novelista norteamericano como dramaturgo es una historia triste. Harold Brodkey, un espléndido escritor de mi generación, desapareció durante cinco años dentro de una obra que ni siquiera fue producida. Lo cierto es que un novelista no está más preparado para escribir para el teatro que un corredor de larga distancia para el ballet”. Cuando se le preguntó a Truman Capote de cuál de los fracasos en su vida era del que había aprendido más, respondió: “De cualquiera que haya tenido que ver con el teatro”. Abundan los naufragios pero, no importa, ellos siguen subiendo a bordo por el solo placer de oír el canto de las sirenas. Por un lado, la ilusión de hacer dinero (“Mi obra es la más divertida jamás escrita y voy a ganar una fortuna”, escribió en su momento el joven Fitzgerald antes de que la fallida The Vegetable no hiciera reír a nadie); por otro, la certeza de que todo empieza, transcurre y termina en Shakespeare y si él pudo por qué no nosotros. Ver cómo es eso de volar demasiado cerca del sol. Por eso y entonces nadie recordará a Thomas Wolfe por Welcome to Our City o The Return of Buck Gavin, a Saul Bellow por The Last Analysis; a William Styron por In the Clap Shack; a E. L. Doctorow por Drinks Before Dinner; a Paul Auster por Laurel and Hardy Go To Heaven, Blackouts, o Hide And Seek... Hay gloriosas excepciones –Carson McCullers con The Member Of The Wedding, William Saroyan con The Time of Your Life, Thorton Wilder con Our Town– pero son, sí, aberraciones de la naturaleza, excepciones que confirman la regla. Y hay, también, formas nobles de la más descarada astucia: la teatralidad de novelas hechas de puro diálogo (Deception de Philip Roth y Vox de Nicholson Baker); los experimentos teatrales de cuento-como-pequeña-obra de Bernard Malamud y Peter Taylor; o las codas escenificables a libros ya publicados con mejor o peor suerte: Norman Mailer y la versión teatral de The Deer Park; J. P. Donleavy y El hombre de mazapán, Cuento de hadas de Nueva York, Un hombre singular, El triste estío de Samuel S; Joseph Heller y We Bombed in New Haven; y Kurt Vonnegut con Happy Birthday, Wanda June.
Según el tan despiadado como justo crítico literario Peter S. Prescott, de vez en cuando los escritores norteamericanos “nos presentan sus obras de teatro como un padre presentaría a su hijo malformado: afectuosamente, con el compromiso de un padre, pero también un poco nervioso y a la espera de ver qué nos parece porque él nunca está del todo seguro. Y la triste verdad es que, por lo general, ese hijo no luce muy bien que digamos”.
Más allá de toda teoría profunda y terrena, de cualquier aproximación psicologista y existencial, tal vez Kurt Vonnegut sea quien mejor explicó lo aparentemente inexplicable con la conmovedora precisión del teniente Columbo enumerando los razonables motivos detrás de un irracionalasesinato: “Escribimos teatro porque empezamos a sentirnos solos. Casi siempre, los escritores norteamericanos se lanzan a escribir drama entre los cuarenta y sesenta años. Es algo que tiene que ver con la soledad. Las familias se dispersan, los chicos crecen y la escritura es un asunto extremadamente solitario. Y es física y psicológicamente malo pasar tanto tiempo sentado con uno mismo. Las condiciones de nuestro trabajo son pésimas y un buen día descubrimos que no queremos estar solos, que fumamos de más y bebemos demasiado, que queremos conocer gente. Y, aunque uno muy temprano en su vida haya tomado una decisión clara a la hora de ser novelista en vez de dramaturgo (la posibilidad de ser las dos cosas es más bien remota), decidimos contradecirnos. Nos ponemos a escribir malas obras de teatro para tener una buena excusa para salir de casa, para no estar solos”.

PRIMER ACTO
Lo que nos lleva a Don DeLillo y a las obras de teatro de Don DeLillo. Un escritor solitario. Pocas entrevistas, pocas fotos, pocas ganas de conocer gente. Alguna vez entregó tarjetas con su nombre y, bajo él, una inscripción que lo decía todo: No me interesa hablar. “Silencio, exilio y un poco de malicia”, definió alguna vez su credo para los periodistas Tom LeClair y Larry McCaffery. A Don DeLillo no le interesa hablar. A sus personajes sí: “Hay cincuenta y dos maneras de escribir diálogos que suenen fieles al modo en que la gente habla; diálogos saltarines, afilados, un poco hostiles, diálogos que sean casi obsesivos a la hora de resultar graciosos más allá de cualquiera circunstancia”, contó DeLillo a la hora de su entrevista con The Paris Review. A Don DeLillo no le interesa conocer gente (“los escritores toman grandes medidas para asegurar su soledad y luego son los primeros en sabotearlas; no es mi caso”) pero a sus personajes sí: conocer gente y hablar mucho. DeLillo es un gran escritor técnico a la hora del diálogo porque es un escritor al que le gusta jugar con los lenguajes especializados de un campo reconocible y con las atípicas conversaciones que se derivan de ellos al implantarles un virus extranjero. “Los lenguajes especializados pueden ser muy hermosos. Misteriosos y a la vez precisos... Rilke dijo que había que volver a nombrar el mundo. Volver a nombrar sugiere un renacer, una inocencia”, dijo DeLillo. Así, su obra novelística como un nuevo y gran lenguaje especializado construido a partir de viejos lenguajes especializados. Así, Americana (1971) se apropiaba del lenguaje de la televisión y del documental; End Zone (1972) fusionaba la jerga críptica del fútbol americano con la claridad nuclear de la guerra atómica; Great Jones Street (1973) aullaba el grito primal del rock; Ratner’s Star (1976) llevaba al frecuentado territorio y al lenguaje común de la novela de iniciación el idioma exacto de las matemáticas duras, la astronomía de altura y la ciencia como ficción; Players (1977) hace comulgar a la novela de crisis matrimonial con crisis terroristas; Running Dog (1978) hace que la ética –o la falta de ética– periodística se acueste con el sexo hard con la excusa de la búsqueda un film porno-casero con Adolf Hitler como protagonista; The Names (1982) revisita la idea del norteamericano en el extranjero fundiéndolo con la novela de espionaje; White Noise (1985) es la autopsia a la novela de suburbio abierta con el frío bisturí de una catástrofe universal donde el ruido blanco de los artefactos domésticos arrasa con todo y todos; Libra (1988) relaciona a la novela política y pública con el héroe existencialista en la ambigua figura del supuesto magnicida Lee Harvey Oswald; Mao II (1991) se explaya en la imposibilidad del rol ermitaño de un escritor salingeriano como anomalía en un época donde lo privado tiene que ser público para ser privado; Underworld (1997) es la novela total de DeLillo: un poco de todas las anteriores para plasmar –con todos los colores posibles, con todas las gamas que hay entre el blanco y el negro– un gigantesco fresco histórico donde una legendaria bola de baseball de un legendario partido de baseball se convierte en Santo Grial y donde los famosos descienden en tumultuosa cruzada al inframundo de los desconocidos. ¿O es al revés?

SEGUNDO ACTO
Don DeLillo surge de Thomas Pynchon. Los dos han probado ser capaces de sostener una obra sin traicionarse ni traicionarla. Los dos son escritores de la paranoia en todas sus formas. Siempre hay una conjura, hay alguien que sabe más y domina por prepotencia de conocimiento. En el teatro –y en el teatro de Don DeLillo esta sensación de agobiante afuera cobra una forma todavía más amenazadora– la estética de DeLillo –sus paisajes reducidos a puro diálogo– se convierte en una suerte de experimento de laboratorio donde el teatro se presenta como otro lenguaje especializado. No es casual que los escenarios de sus dos obras, The Day Room (1986) y Valparaiso (1999), compartan la necesidad de ambientes controlados –hospitales, estudios de televisión, aviones– donde el lenguaje se convierte en algo casi parecido a una especie animal.
Dijo Don DeLillo: “A veces me pregunto si existe algo de lo que no provengamos. ¿Existirá otro lenguaje mejor, más claro? ¿Habrá que esperar hasta después de la muerte para oírlo, para hablarlo? ¿Lo conocíamos antes de nacer? Si existe la vida en otras galaxias, ¿cómo se comunican entre sí esos seres, cómo sueñan? Lo indecible señala las limitaciones del lenguaje. ¿Habrá algo todavía no descubierto en relación al discurso? ¿Hay algo más? Quizá sea por esto que en mis libros hay tanto balbuceo. El balbuceo puede ser un discurso frustrado o la forma más pura del discurso, una suerte de alternativa depurada. Una vez escribí un cuento que termina con dos bebés balbuceando juntos en un auto. Fue a partir de algo que yo viví, una escena apabullante, conmovedora, inolvidable. Sentí, al verlos y escucharlos, que esos dos bebés compartían un saber. Estaban conversando, comentando cosas, escuchándose mutuamente. Estoy seguro de que así era. Y, por encima de todo, estaban experimentando un gran placer. La filología es interesante porque sugiere que existe otra manera de hablar, que hay un lenguaje muy diferente oculto en algún lugar del cerebro, un lenguaje que me interesaría encontrar algún día”.
Mientras tanto y hasta entonces –entre el idioma tecnológico de la enfermedad y los medios de comunicación y la sofisticación primal de bebés dueños de un conocimiento supremo– ahí están, como mapas de un planeta nuevo, las obras de teatro de Don DeLillo.

INTERMEDIO
Las obras de teatro del escritor norteamericano Don DeLillo -hay que decirlo– son buenas obras de teatro. También son obras de teatro pequeñas y fáciles –teatro de cámara para grupo experimental, nada que ver con un Pulitzer o un Tony– en el sentido de que no arriesgan nada más que sus guiños a Ionesco, a Beckett y a Godard. Son, también, curiosamente atemporales, veloces, infecciosamente digeribles pero poco nutritivas. Fast-food teatral. El equivalente a Neil Simon en lo aparentemente transgresor. Don DeLillo es el más conservador de los escritores modernos. A diferencia del ya mencionado Thomas Pynchon, y de William H. Gass, William Gaddis, John Barth, John Hawkes, Robert Coover, Donald Barthelme, John Gardner (escritores de la llamada Super-fiction que lo preceden) o de los más jóvenes que lo siguen –David Foster Wallace, Rick Moody, Donald Antrim, Ken Kalfus, George Saunders & Co.– Don DeLillo, entre unos y otros, aparece como alguien eminentemente legible y claro. Alguien que tiene una historia para contar y la cuenta bien. Su vanguardismo cerebral es relativo y –cuando se lo propone– alcanza picos de sentimiento casi intolerables. Lo mismo ocurre con sus obras de teatro. Hay momentos donde se demuestra que la emoción amenaza la eficacia de lo que parecía un simple chiste contado con talento. Es entonces cuando uno se pregunta cuál es el idioma que habla DeLillo y en qué academia aprenderlo. “La escrituraes una forma concentrada del pensamiento”, dice DeLillo como único pista. DeLillo dice, también, que no cree en un lector ideal y que lo primero que se le ocurre es una escena o una idea para un personaje. “Es visual, es technicolor”. Después, enseguida, nos deja solos.

TERCER ACTO
Las obras de teatro de Don DeLillo no tienen tercer acto. Dos actos y a otra cosa. The Day Room –su primer acto– empieza en el ala de un hospital psiquiátrico donde los pacientes ejecutan y vuelven a sentir, con diálogos que van de lo inspirado a lo banal, el viejo cliché de serán estos médicos verdaderos profesionales o dementes que han tomado las instalaciones mientras oímos formidables parrafadas sobre la necesidad de generar “un cuerpo de palabras digno de la gravedad del mal” y sobre “pacientes que son como aviones despegando”. El segundo acto revela la existencia de un grupo de teatro subversivo –el grupo Arno Klein– que actúa sin anunciarse en cualquier sitio y cualquier país. Sus obras cambian la vida de las personas, la experiencia es trascendente: “La gente viaja grandes distancias. Apasionados del teatro. Atraídos por un rumor o un suspiro. Finalmente llegan. Ni señal de Arno Klein. La gente se vuelve un poco loca. Sabemos que están cerca. Podemos sentirlos. ¿Dónde estarán ahora?”, dice alguien. La fama del grupo Arno Klein ha trascendido las fronteras, sus fans no escatiman esfuerzos para perseguirlos a lo largo y ancho del planeta y, comprendemos, lo que vemos ahora son los preparativos de la obra espontánea que ha sido el primer acto. The Day Room termina, entonces, en el momento exacto, con Arno Klein adoptando el papel de paciente y preparándose para actuar.
Valparaiso comienza comparando la terminología del tráfico aéreo –el idioma seudomecánico e internacional de las personas en el aire– con el delirio de los enfermos. Michael Majeski viaja hacia Valparaiso (Indiana), y Michael es constantemente interrogado –para atrás y para adelante– por un entrevistador que no deja de hacerle preguntas sobre detalles nimios como si escondieran una inevitable trascendencia. Por algún extraño error o motivo, Michael termina en Valparaíso (Chile) –previo paso por Valparaiso (Florida)– donde “todos me dicen Miguel. Estoy aprendiendo español por casetes”. La idea es que –“a pedido de las autoridades”– Michael haga de un pequeño error un gran error. “Por interés humano. Por la belleza y el equilibrio” del acto en sí. Su viaje se convierte en viaje fundamental, en épica moderna para los medios. Michael es súbitamente célebre. El entrevistador aspira a crear “un largometraje documental. Un autorreferencial super-vérité en el que todo lo que hace a la creación de un film es el film. Todo lo que conduce al y sale del film es el film. Incluyendo al film. Un film que se consume a sí mismo mientras el espectador observa. Michael Majeski. Un film que se pregunta cuál es el verdadero viaje. Su largo vuelo hasta el fin del mundo o lo que ha experimentado desde su retorno. Grabamos cada sílaba. Filmamos cada poro de su cuerpo. Lo seguimos por aeropuertos, hoteles, baños públicos. Porque éste es el tema. Éste es el objeto. Nos apoderamos de cada momento suelto y lo perseguimos hasta su último temblor. Porque es más, es menos, es mejor, es más veloz, es verdadero”. Es, también, un poco demasiado parecido a The Truman Show o EdTV. El segundo acto de Valparaiso es puro Michael, 100 por ciento en vivo, desde un perturbador programa de televisión donde los conductores sucumben a parrafadas confesionales o emiten mantras del tipo “Fuera de cámara las vidas no son verificables” mientras un coro recita las instrucciones para el despegue como si se trataran de cantos gregorianos, de plegarias atendidas. Michael, por su parte, aparece entusiasmado con firmar autógrafos en pasajes de desconocidos, haber sucumbido a “una fiebre de mapas, tengo mapas por todas partes”, feliz de dejarse la barba y haber mejorado las relaciones sexuales con su mujer –Livia, quien una vez lo quemó con uno de esos cigarrillos de plástico para dejar de fumar–. Allí, frente al público y las cámaras, Michael oirá cómo Livia admite estar embarazada del entrevistador. Enseguida, los acontecimientos dejan de tener importancia y todo se convierte en lenguaje, en idioma, en el sonido de las palabras que pueden configurar el balbuceo de dos bebés o los parlamentos de otra de las representaciones secretas del Grupo Arno Klein. Valparaiso –la psicosis de la vida real como espectáculo– termina con la letanía precisa y ordenada de cómo proceder en caso de la despresurización de la cabina del avión; The Day Room –el espectáculo como psicosis de la vida real– termina con las instrucciones para construir un casco-caja-visor casero de eclipses “tan atractivo en sí mismo que son muchas las personas que se lo dejan puesto para siempre a la espera del próximo eclipse; hay quienes aseguran que es más interesante y educacional cuando no hay eclipses y se lo quitan sólo cuando se produce uno y miran directamente al sol”.
Y eso es todo.
Casi.
En la tapa del libro The Day Room hay un eclipse, en la tapa del libro Valparaiso hay un avión en pleno vuelo y en una entrevista a Don DeLillo de setiembre de 1979 se habla de otra de sus obras de teatro, la primera. Se llama The Engineer of Moonlight y no figura en ningún currículum o biografía de Don DeLillo. ¿Conjura? ¿Conspiración? ¿Complot? ¿El idioma especializado de todo lo que desaparece? Sin embargo, en esa entrevista incluida en un libro de entrevistas a escritores titulado Anything Can Happen: Interviews with Contemporary American Novelists, Don DeLillo habla sin problemas de ella. Cuenta que trata sobre un matemático caído en desgracia y que se basa “en el comportamiento de la gente en determinados ámbitos. La obra es exactamente eso. Gente que habla, gente inmóvil, gente yuxtapuesta a los objetos. Lo que conecta a esa gente es, de alguna manera, el conmovedor poder del amor”.
Eso.
En algún lugar, dos bebés que no saben quién fue Henry James ni les importa saberlo conversan en su idioma privado acerca de todo esto.