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Crónicas de la era (Mary) McCarthy

Hannah y su hermana

En 1937 John Passos anticipaba: “Es curioso. Después de la guerra, Nueva York. Nadie puede escapársele. Nueva York es la capital ahora”. La correspondencia entre Hannah Arendt y Mary McCarthy, recientemente publicada en castellano con el título Entre amigas, permite acceder al mundo privado de la escena cultural neoyorquina, cuyos combustibles eran indiscriminadamente las vernissages, los piquetes, las páginas del New Yorker, los textos de Trotsky y mucho martini.

Por ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Marx y Engels se reían del socialista Karl Kautsky porque no bebía cerveza ni probaba ningún alcohol. El tiempo demostró que tenían razón. Kautsky, convertido en diputado socialdemócrata cuando estalló la Primera Guerra Mundial, acabó por votar los presupuestos armamentistas en el Parlamento alemán. La anécdota circulaba en la Norteamérica en las décadas del 30 y 40, y era una fábula sin moraleja sobre un dilema que no era tal para los neoyorquinos. Las cartas de Mary McCarthy y Hannah Arendt son una prueba contundente. La escritora y la filósofa que nunca redactaron un diario dejaron aquí el registro de esa vida. Por detrás, se entrevé una escenografía de meeting halls, hoteles de tercera donde se hacían bailes para recaudar fondos, cocktail parties y cenas, frenéticos viajes en taxi, marchas, piquetes, posters de Trotsky y muchos martinis.
No sólo Arendt y Mc Carthy sino también el resto de sus compañeros ignoraban que vivían a cuenta: cada uno de estos regocijantes eventos sociales y socialistas podía ser el motivo de una citación ante el comité senatorial de actividades antinorteamericanas en los 5O. (Un comité frente al cual, sorprendentemente, nadie defendió el derecho constitucional de ser comunista o trotskista.) Pero la caza de brujas y las listas negras no podían divisarse en la América del New Deal, del final histérico de la Era del Jazz, de la victoria sobre el nazismo. La que había recibido a Hannah Arendt, filósofa, emigrada, judía y también alemana: era de Königsberg, la ciudad de Kant y de Rosa Luxemburgo.
Entonces como ahora, los oráculos predestinaban en las incertidumbres: en los 30, vivieron la euforia de una revolución posible, contagiada por una Unión Soviética a la que todos, incluso –o especialmente– los viajeros cada vez más numerosos, conocían sólo de segunda mano, la que sobredeterminaba el espíritu del tiempo. Pero ya la decepción por los procesos de Moscú y la Guerra Civil Española mitigaron un entusiasmo que parecía no reconocer otros límites. Todo esto resuena, asordinado, pero como un tema musical que no se abandonará nunca, en Entre amigas, la correspondencia que arranca en 1949, cuando Mary tenía 37, y Hannah 43 años.
La concepción hedónica de la militancia política impregnaba los proyectos culturales. El programa de la Partisan Review, tal como había sido reconstituido ya en 1937, combinaba el radicalismo político con el vanguardismo artístico, precisamente cuando había sido abandonado en Rusia por las piedades del realismo socialista. McCarthy y Arendt se conocieron en una fiesta. Y en aquellos años, y en muchos que siguieron, el grupo de Partisan Review-Commentary-New Republic-New Yorker-politics-New York Review of Books vivía en fiestas.

LA HERMANA MUERTA
La vida francesa de Simone Weil (19O9-1943) ofrece tal vez el más seguro contraste con la experiencia de la política de las dos neoyorquinas por adopción, Arendt y McCarthy (que era de Minnessota). No es quizás casual que Elizabeth Hardwick y Susan Sontag, las hijas bastardas de la McCarthy que se siguen peleando por una herencia sin testamento, hayan escrito sobre ella. Weil descubrió muy tempranamente (en 1932) los males stalinistas, y ya por entonces había descubierto los del colonialismo. No hablaba en los cafés de la alienación: tenía un conocimiento de primera mano por su trabajo en la Renault. Y sin embargo, y a pesar del estilo brillante con el que escribió acerca de todo esto, qué difícil que era. Los granjeros para quienes trabajó no querían acercársele porque nunca se lavaba las manos o cambiaba de ropa, y estaba siempre hablando sobre la pobreza, las deportaciones y el martirio de los judíos. Cuando le ofrecían queso crema, lo rechazaba, diciendo que los niños indochinos estaban hambrientos. En los treinta y cuatro años que le llevó morirse de hambre, pasó de la abjuración del judaísmo a un amor nunca consumado por la Iglesia Católica; y de una filosofía política que mezclaba a Marx con Descartes, a una teología que mezclaba a Platón, Pitágoras y los gnósticos.

VIDAS PARA LEERLAS
La correspondencia dice poco, en suma, sobre las existencias de Hannah y de la que llegó a ser su hermana y su albacea. Pero es mucho lo que ayuda para reconstruir las vidas paralelas de otros, a través de una perspectiva doble que nunca es bifocal. Otros preferentemente intelectuales, varones y heterosexuales, a los que Hannah y Mary dedicaban un interés casi excluyente: los Auden, los Spender sólo merecían ser llamados “mariquitas” o “trolos”, como al pasar. Pero el deseo narrativo, que demuestra que el chisme es la mejor literatura, se anima con los Cal & Dwight & Philip & el odioso Lionel & Harold & Alfred & Saul.
Las dos saben insultar de manera directa. Hannah detestó que le dieran un doctorado honoris causa junto a la antropóloga Margaret Mead, a la que llama Mead a secas. Hay que nombrarla así, recomienda, “no porque sea un hombre, sino porque no es una mujer”. Mary es igualmente nítida al explicar la renuncia del poeta alemán Hans Magnus Enzensberger, un ídolo de la izquierda, a la Wesleyan University en protesta por Vietnam. “El hecho es que Enzensberger no se fue a Cuba, sino que está dando conferencias en California. Y de ahí, seguirá enseñando en Australia, en Tahití y en otros paraísos paganos, y después volverá a Berlín (Occidental). Su esposa está parando en lo de Nathalie Sarraute, que es por quien lo sé. Nathalie piensa que todo es una comedia deshonesta. Pero no lo cuentes por ahí. Na-thalie cree que Masha, la joven esposa, se lateó con Wesleyan, y que ‘Magnus’ también estaba aburrido”.
Muchas veces, sin embargo, la alusión es oblicua, elíptica, sin descripciones directas, aunque rica en inferencias, como la narrativa de Ivy Compton-Burnett o de la misma Sarraute, esas novelistas que Mary admiró e hizo admirar. Las vidas se completan, sobre todo, si se lee esta correspondencia junto con los ensayos y la prosa ocasional de Mary McCarthy (la que va de Sights and Spectacles, 1958, y On the Contrary, 1961, hasta Occasional Prose, 1985, ya muerta Hannah).

LOS SANTOS VARONES
Al intelectual Lionel Trilling, neoyorquino y judío, le horrorizaron las revueltas estudiantiles de 1968. Desde el fin de los 20 y la Depresión, sus mutaciones habían sido las de muchos intelectuales norteamericanos. Había desembocado en el conservadurismo, sin privarse de los rigores, los austeros placeres y las estridencias anticomunistas. No obstante, Trilling conservaría en su decantación conservadora ideales que habrían de extrañarse en la Nueva Izquierda académica, y que estarían también entre aquellos que los neoconservadores reivindicarían para sí en los reaganianos ochenta: un énfasis en la cotidianidad, una prosa lúcida y pública. La izquierda se había refugiado en la universidad, y adoptado, como sin advertirlo, los ademanes untuosos, eclesiásticos, gregarios que antes se identificaban con la elite del poeta anglocatólico y fascista T. S. Eliot.
Otras carreras son menos lineales, pero quizás no menos previsibles en sus zigzagueantes avatares. “Un riesgo para la seguridad de todos”, llamó Irving Kristol a Dwight McDonald, quien fue un esteta en los 20, un camarada de ruta y un trotskista en los 30, un pacifista, antiestalinista y anarquista (“anarchocynicalist”) en los 40, cuando fundó la revista politics, un crítico de la cultura de masas y elitista cultural en los 50, un activista contra la guerra de Vietnam en los 60, para concluir en las barricadas de Columbia, en la primavera del ‘68. Uno de los mejores prosistas norteamericanos, que no vaciló en adoptar el lenguaje de la Guerra Fría. Ridiculizó a Henry Wallace en la campaña presidencial de 1947: “A diferencia de Hitler, Roosevelt y otros demagogos modernos, no se puede decir que Wallace sea un experto manipulando multitudes”. Wallace era “un instrumento de la política exterior soviética”; los rusos, por lo demás, “un pueblo primitivo y semiasiático”.
Nadie creía que Fred Dupee, el más literario, mandarinal de los lectores, graduado en Yale como MacDonald, fuera editor de New Masses, la más encendida, decididamente proletaria de las revistas. Ahorró varios años para comprar una dentadura postiza. La policía se la rompió: se había obstinado en ponerse en primera línea en el ‘68, con sus estudiantes, en Columbia.

MI MUNDO PRIVADO
En la novela de Owen Johnson, Stover at Yale (1911), el sophomore (estudiante de segundo año) Hugh Le Baron pasea al joven Dink Stover por el campus para enseñarle cómo medrar en la universidad. “Uno podría pensar”, le dice, “que el mundo empieza fuera del college. No es así; empieza acá mismo. Necesitarás hacerte los amigos que te puedan ayudar, aquí y afuera”. En los años de la guerra de Corea, John Gregory Dunne escribirá en su entrance essay a Princeton que quería entrar ahí para hacer los “contactos” que habrían de ayudarlo el resto de su vida. Este aprendizaje hará, con éxito, Hannah Arendt. Hoy la cátedra que lleva su nombre en la New York School está ocupada por otra emigrada, Agnes Heller. Y en aquel aprendizaje, como prueba la correspondencia, su mejor maestra era quien mejor había denunciado el mundo de las relaciones, de los amigos de los amigos.
El protagonista del relato de Mary McCarthy Retrato del intelectual como hombre de Yale tiene todas las seguras e ilícitas ventajas de la normalidad. Es el hombre medio sensual, cuya adhesión a la izquierda no puede atribuirse acríticamente a ningún pequeño desarreglo, a ningún resentimiento explicable y secreto para los que dosis masivas de democracia funcionen como antídoto y bálsamo. A diferencia del proletariado, quienes han nacido en las clases altas –parece decir McCarthy– pueden ser democráticos por libertad y no por necesidad. Pero a estos prestigios de desclasado voluntario se suman los de los honores académicos en la universidad del Este norteamericano y los de la tradición gentil. Por cierto, algo de inadecuación habrá en su vida, pero las aristas más filosas no lo cortarán. Cuando firma un documento que apoya al creador del Ejército Rojo, ve cómo sus compañeros son acosados por los stalinistas, quienes sin embargo a él mismo le ahorran todo acoso. Consigue siempre, casi sin proponérselo, pero sin inocencia, el compromiso de una vía intermedia, que los extremos no rechazan sino que reclaman. El desenlace de la historia es previsiblemente alcohólico, inesperadamente parco y sobrio en su ausencia de argumentación, en su empecinada linealidad de fácil descenso al infierno del tedio y la banalidad suburbana; es una historia de los 40 que presagia a Doris Day –o a la impaciencia frente a Doris Day– y los 50 (the movies are better than ever!). Es la narrativa de un fracaso escrita sin complacencia, ni derroches de buena conciencia y de rectitud. Cuando Edmund Wilson –el marido de McCarthy cuya presencia hercúlea es una fuerza de gravedad en la correspondencia– reseñe la historia de otro fracaso intelectual, The Rock Pool (1936) de Cyril Connolly, señalará cómo el autor sacrifica nuestra simpatía por el héroe al hacer que su caída sea tan rápida y completa que sólo pueda movernos a una risa horrorizada. A pesar de las reiteraciones en su antipatía por el feminismo de las que la correspondencia da prueba, McCarthy arroja una luz cruel pero no engañosa sobre las peculiaridades del matrimonio burgués, la desigualdad impuesta a las mujeres, el infantilismo de la heterosexualidad masculina.

FILOSOFIA Y LETRAS
En la correspondencia, Mary y Hannah tratan de identificarse la una con la otra, como el prisionero del campo de concentración quería ponerse el uniforme de su guardián. La filósofa desairada por el nazi Martin Heidegger quiere ser mundana y chismosa; la Estela Canto neoyorquina, triunfante en su feliz promiscuidad, demuestra que ha leído a sus clásicos filosóficos: de hecho, son suyas algunas de las mejores críticas a Arendt, como señaló, en otro contexto, Martin Jay. A medida que pasan los años, y que la vida infiere sus injurias habituales al cerebro y al corazón, Hannah y Mary son más tiernas, más solícitas la una con la otra, más hijas de puta.
Es que la ficción de McCarthy es riesgosamente filosófica. Todas sus novelas (desde A Charmed Life, 1955, tan celebrada por Bioy Casares, hasta Birds of America, 1970, tan plagiada por Lorrie Moore, y Cannibals and Missionaries, 1979) producen habitualmente un estremecimiento único. Están siempre corriendo peligro, avanzando por un desfiladero desde donde amenazan deslizarse al abismo de las parábolas y de las alegorías, o de los panfletos que prefieren travestirse. Como una heroína de la novela gótica, Mary McCarthy sale airosa pero transformada. En el intelectual de Yale le interesa, y quiere que nos interesemos, por lo que tiene de general y no de específico, por un valor de representatividad y significación que sin embargo es presentado bajo las especies más concretas. Del personaje pueden deducirse invariantes históricas del intelectual norteamericano –su incapacidad para la renuncia, su busca de conciliar contradicciones–, sin que su naturaleza concreta quede aniquilada por las presiones del tipo sociológico, vencidas finalmente por la evocación de las presencias físicas, los objetos y los acontecimientos. Es curioso consignar que cuando se conocieron en 1945, Mary fue provocativa y Hannah, mentirosa. Así lo cuenta Carol Brightman, biógrafa de Mary y también editora de la correspondencia. Mary dijo que sentía piedad por Hitler, “que buscaba el amor de sus víctimas”. Hannah le reprochó que dijera eso delante de ella, “que había estado en un campo de concentración”. Las dos sabían ya que en Nueva York –y no sólo ahí– nadie atiende a nada que sea dicho sin exageración.