los
adioses
A
lo largo de los últimos diez años Adriana
Lestido ha ido edificando una obra fotográfica de una
calidad y coherencia infrecuentes. Primero fueron las madres adolescentes,
después las mujeres presas con sus hijos. En su nuevo trabajo,
premiado con una beca Guggenheim y el Mother Jones
al mejor trabajo de fotografía documental, Lestido parece cerrar
el ciclo, retratando las historias de cuatro mujeres con sus hijas.
En diálogo con Radar, cuenta el
largo camino que desembocó en Amores difíciles,
el extraordinario audiovisual que fue aclamado en México y Suecia
y podrá verse a partir del 8 de setiembre en el Centro Cultural
Recoleta.
POR
MARTA DILLON
Primero levantó los muros. Después selló
los huecos, las galerías, los pasillos por los que caminaba su
dolor. Cicatrizó las heridas con las paredes de su laberinto
y, desde allí, desde el último recinto de su encierro,
empezó otra vez a desgarrar, con una sola pregunta. Adriana Lestido
comenzó hace once años a fotografiar mujeres que fueron
madres. Con tenacidad de arqueóloga rescató, a través
de su mirada, esos espacios íntimos destinados a perderse en
la marea del tiempo. Se internó en otras vidas para indagar en
ellas eso que había perdido, una emoción primera que la
ligara a la vida como un nudo más entre las generaciones. La
suya es la historia de una mujer en busca de su madre, una mujer que
necesita el espejo de su origen para comprender quién es. La
historia de una vida que reclama a su obra para que conteste, para que
muestre de una vez, qué es ser mujer, qué estar en el
mundo, por qué sentir con una nitidez que lastima el desamparo
de haber nacido.
Es que Adriana Lestido fotografía y arranca los velos de las
apariencias. No es la luz lo que imprime en su película sino
la emoción como algo vivo que vuelve intacta en cada una de sus
imágenes. Así fue en sus anteriores trabajos Madres
adolescentes (1988) y Mujeres presas con sus hijos (1993) y así
se suceden las fotografías en su último ensayo, Amores
difíciles (Cuatro historias de madres e hijas), como golpes de
martillo al corazón. Mazazos que derrumban cada máscara
para dejar expuesto al espectador al destino común de haber sido
hijos y también abandonados cada uno a su propio camino.
Hay cosas tan dolorosas que, por evitarlas, se evita todo. Pero
así se pierde el contacto con la vida. A través de mis
trabajos trato de pasar un muro, aunque siempre haya detrás otro
más. Así voy reconciliándome conmigo. Mis trabajos
me llevan para atrás en mi vida como la única forma de
ir tapando mis carencias más profundas: me muestran lo que más
me duele para poder pasar a otra cosa. En ellos está lo que soy
yo y lo que fueron mis padres y los suyos y así, dice Lestido.
Ahora que esta lista para exhibir este último ensayo que fotografió
y editó durante tres años ahora que teme ese momento
como una embarazada desea y teme el momento de su parto, Lestido
entiende que algunas preguntas han germinado en respuestas. Al menos
comprende que el camino que comenzó con las Madres adolescentes
siguió con Mujeres presas y desembocó en Amores difíciles
está guiado por el mismo intento: desanudar a la mujer de su
madre, para también ella separarse de su calidad de hija. Poder
darle la importancia que tiene a la relación con la madre es
una señal de madurez en una mujer. Hasta no hace mucho mi vieja
era eso, mi vieja, y creo que una mujer no es hasta que no termina de
resolver ese rollo. Es como no terminar de verse.
Verse significa también encontrar un lugar firme sobre los dos
pies, desde el cual poder mirar hacia atrás y hacia delante sin
tambalear, sin buscar otra huella más que la propia. Lestido
aprendió a mirarse, pero todavía le cuesta apropiarse
de lo conseguido: Mi origen humilde hace que me haya hecho realmente
desde abajo. De alguna manera también soy hija de mí misma.
Construí así mi camino y eso le da mucha solidez a mi
trabajo porque nadie me regaló nada, más allá de
que hubo muchos que me ayudaron. Pero, por otro lado, mi origen me hace
tambalear. Como si no me permitiera ocupar mi lugar: me cuesta creerme
los logros, siempre pienso que es una equivocación, sufro pensando
que va a sonar el teléfono y me van a decir que tal premio no
era para mí.
Haber sido la nena más pobre de una escuela pobre de Mataderos,
haber vivido su infancia entera en una pieza, con su papá preso,
nada de eso hizo dudar nunca a Lestido de que podía transformar
su destino. Y no hay equivocaciones posibles en los premios que mereció
su trabajo: dos veces consiguió la beca Guggenheim y en 1998
Amores difíciles recibió en Estados Unidos el premio Mother
Jones, el más importante del mundo para fotografía documental.
Aunque no sean documentos los que elabora Adriana: Sólo
cuento historias desde mis sentimientos, desde las cosas mías
que se despiertan como resultado de la experiencia, de la combinación
de la experiencia de las protagonistas y la mía. Así me
dejo llevar en el viaje que significa un trabajo, para que me vaya revelando,
acercándome a eso desconocido que, con suerte, cobra sentido
al final.
LA
TRANSFORMACION
Cuando terminó la secundaria, Lestido tenía unas pocas
cosas claras: su dificultad para hablar y cierta calidez entre las piernas
que le producía un profesor de matemáticas que también
daba clases en la Facultad de Ingeniería. Así fue como
se inscribió en esa carrera de la que no rindió ningún
examen: Fue en el 73. Empecé a militar enseguida
en la Vanguardia Comunista, y creo que sólo por eso me quedé
en la facultad: porque mi presencia era muy preciosa para el partido.
Era mujer en un mundo de hombres y militante. No me autorizaban de ninguna
manera el cambio a Psicología, que era lo que quería.
Aquel profesor también dejó de interesarle tan rápido
como su carrera y con la consigna de servir a la revolución consiguió
la venia para entrar en Enfermería (Siempre es útil
una enfermera), pero a este ensayo siguió otro error (Intenté
la proletarización, pero duré un día en una fábrica
textil) y otro ensayo: el magisterio. Pero tampoco. Se casó
con un compañero de militancia. Se separó un poco antes
de que desapareciera en 1977. Entonces, cuando todavía no sabía
si su compañero volvería, inauguró un cuaderno
de notas con una frase que, como un talismán, acompaña
su último trabajo: Vivir es, desde el principio, separarse.
Y así levantó su primera muralla, para tapiar una ausencia
insoportable.
Lestido tenía 24 años cuando sostuvo en sus manos, por
primera vez, una cámara durante un curso básico de fotografía
que se daba en la Escuela de Cine de Avellaneda. Desde el primer día
empezó a soñar que sacaba fotos. Y mientras estaba despierta,
lo hacía. Fotografió todo lo que la rodeaba, sus padres,
sus compañeros de oficina, sus amigos. Siempre me pasó
lo mismo con las fotos, uno ve cosas a través de la cámara,
por supuesto, y soy consciente hasta cierto punto de lo que veo. Pero,
cuando llega la foto, vuelve la percepción emocional del momento,
que invariablemente es más poderosa de lo que pude haber pensado:
siempre son mejores o peores de lo que creo en el instante en que las
tomo. Por eso las fotos, para mí, siempre son una revolución.
No, no era revolución lo que quería decir, sino revelación,
pero Lestido no puede más que reírse del equívoco,
tal vez porque eso fue lo que sintió cuando por fin se abrió
ante ella un camino, el suyo.
Fue la foto de una Madre de Plaza de Mayo abrazando a su hija la que
aceleró su ingreso en el fotoperiodismo. Pero a pesar de
que me formé en esa escuela, sobre todo en DyN, con un grupo
de fotógrafos de los que aprendí muchísimo, siempre
tuve claro que era un laburo. Lo mío iba por otro lado.
El otro lado fue Hospital Infanto Juvenil, su primer trabajo en una
institución: Fue un ensayo intuitivo porque no tenía
idea de qué se trataba, no tenía un discurso, sino simplemente
quedaban algunas fotos por sí mismas. Fotos que señalaban
el mapa de una huida: Mi mamá me decía que tenía
problemas, me quería convencer de que me hiciera un electroencefalograma,
decía que yo debía padecer alguna epilepsia leve, o una
disritmia... Ella basaba su teoría en mis ausencias, en que estaba
siempre en mi mundo, qué sé yo. A lo mejor tengo algún
problema, pero nunca me hice ese electro y nunca me lo haré.
¿Para qué?, podría agregarse. Si, de todos modos,
Lestido sentía que era un hilo delgado el que la separaba de
esos niños y jóvenes en el encierro. Estuve un año
fotografiando ahí, no porque me lo propusiera sino porque sentí
naturalmente que tenía que estar ahí adentro para poder
sentir lo que ellos sentían, para poder ver algo más allá
de la apariencia, para poder hacer algo que tuviera sentido para mí.
Pero de alguna manera ése fue un trabajo muy infantil, muy ingenuo.
Y Madres adolescentes es un trabajo adolescente.
La maternidad como tema, como impulso y necesidad, llegó
después de la muerte de su madre, esa mujer inestable a la que
no se podía contradecir porque entonces no había límites
para la ira. Cuando estaba bien todo era pura armonía.
Pero se rayaba de nada. Básicamente, mi vieja era infeliz. Era
una mujer sensible, inteligente, pero nunca pudo desarrollarse y las
circunstancias no la ayudaron. Vivía con una insatisfacción
permanente y, con los años, todo empeoraba en lugar de mejorar.
Eso la fue apagando y enloqueciendo. Eso también permitió
que la hija, Adriana, no pudiera salir nunca de la tensión de
la relación. Y que la archivara con su muerte en el último
codo del laberinto de los dolores escondidos. Porque cuando se planteó,
dos años después, trabajar sobre la maternidad, ella misma
se pensaba como madre: buscaba quedar embarazada y no lo conseguía.
Había tenido un aborto cuando era casi adolescente, antes de
la desaparición de su marido, y venía de retratar a las
madres adolescentes en un hogar otra institución
siguiendo ese mapa de escape de los destinos que había esquivado.
Mi primer trabajo maduro son las presas. Que, más allá
de que ahora ya lo sienta lejos, me sigue representando. Mujeres
presas con sus hijos recorrió el mundo. La muestra arrastró,
intacta, la misma crudeza que Lestido padeció durante el año
en que las fotografió y compartió sus vidas, presa ella
también con sus presitas. Con las que pasó
noches en la cárcel y noches en que las veía desde su
cama, pinchadas a la pared, a la espera de que hablaran, de que los
vacíos entre las imágenes terminaran de completar ese
relato sobre el desamparo; sobre el destino de todo hijo de tener
que padecer la condena de su madre; sobre la cárcel interna de
tantas mujeres que lo único que pueden tener es hijos; sobre
las cosas a las que en definitiva vuelvo todo el tiempo, como
escribió en 1993, cuando presentó su muestra en Buenos
Aires. Ahora estoy en paz con la parte mía que sigue reclamando
una madre, decía entonces, me llevó unos cuantos
años y decisiones tan importantes como no tener hijos. Llegó
el momento de salir afuera a ver qué pasa, ver otros paisajes,
otros cielos, aunque quizá tenga que volver a lo mismo una y
otra vez.
Sí, Lestido tuvo que volver a lo mismo, porque a pesar de que
el viaje que significa para ella cada trabajo le mostró algunos
puertos, enseguida necesitó buscar otros. O, mejor, el primero:
el puerto de partida. El entendimiento de un trabajo se va modificando
con el tiempo. Ahora creo que con las presas entendí más
cosas que tienen que ver con mi origen. No tanto con el ser mujer sino
con mis raíces. Porque, bueno, siempre era la más pobre,
mi destino estaba más cerca de las presas que el que tengo. Eso
se me hizo más carne, saber que podría haber sido una
de ellas. Pero eso ahora, cuando lo terminé, creía que
lo que había alumbrado era mi decisión de no tener hijos,
rebelándome ante la condena de esas mujeres que no podían
decidir, porque eso es estar preso, y ellas lo estaban desde mucho antes
de llegar a la cárcel.
EL
ENCUENTRO
Ella asegura que no fue algo que buscara, que sólo eligió
madres e hijas según la edad de las últimas, pero en ninguna
de las cinco historias que comenzó a fotografiar una de
ellas quedó en el camino y no se editó había
un padre presente. Eran mujeres solas, tres de ellas solteras, que tuvieron
a sus hijas siguiendo un deseo individual: ya no como una cárcel
más sino, en todo caso, como un refugio. Mujeres que tienen la
determinación de ser ellas mismas, a veces a costa de los hijos,
a veces sin saber siquiera de qué se trata. Pero ya no serán
exclusivamente madres: por voluntad, sí, pero también
por necesidad. A esas vidas elegidas por un azar en el que es imposible
creer interrogó Lestido con su cámara, ya con la conciencia
del intento: Comprender algo de la relación madre e hija,
que para mí fue siempre un misterio. Porque con mi vieja compartimos
un amor-odio muy marcado y creo que es una constante en esa relación
compleja que marca a la hija como ninguna otra cosa. La idea era
mirar ahí y entender. Salir de las instituciones hacia lo cotidiano,
hacia lo invisible de tan repetido, eso que nos convierte en personas
comunes: darles la leche a los hijos, bañarlos, descansar, trabajar.
A esas emociones se entregó Lestido, a la vida en común
entre una madre y su hija. Entre ellas y también con el hombre
ausente, porque en la hija está la huella de su paso, como en
la fotógrafa es inevitable leer la huella de sus ausencias: de
su madre y de Willy, su marido desaparecido. Con ellos se encontró
Lestido, casi de sopetón, cuando creía que estaba todo
perdido.
Me acuerdo un día, creo que iba por la mitad del trabajo,
hacía un año y medio que laburaba, estaba rodeada de millones
de fotos, había fotos en la mesa, por el piso, por todos lados
y me desesperó tener todas esas imágenes y que yo siguiera
sin poder sentir, sin poder sentirla a mi vieja. Había perdido
su memoria emocional. Y, si esto no me servía para recuperarla,
no me servía para nada. Podía ser un laburo bárbaro,
pero si no me volvía la emoción me importaba tres carajos...
Y fue muy fuerte porque el primer recuerdo que tuve fue ese domingo
en que ella me despidió, que yo me iba en el colectivo y ella
me saludaba desde abajo y el colectivo se iba y mi mamá me decía
chau con la mano, eso volvió con toda la emoción. Hasta
entonces tenía sólo la imagen, como una cáscara
vacía. Ese domingo helado de 1983, dos horas después
de aquella despedida, la mamá de Adriana estaba muerta. Pero
ahora ella había derribado un muro, había recuperado su
dolor, pero también su memoria. Y entonces el trabajo empezó
a tener sentido, más del que ella esperaba. Y mucho más
aún del que esperaban sus protagonistas. Lo que se me hizo
más evidente fue la sexualidad en la relación madre e
hija. Se me hizo clara la simbiosis: la necesidad de la separación
y la sexualidad como encrucijada. Creo que la sexualidad activa de la
madre ayuda a la hija a separarse, la expulsa a su ser mujer. Y a veces
las madres la ocultan justamente para no despertar la sexualidad de
la hija, por temor. Hay algo de lo que soy consciente. Hasta ahora siempre
estuve fotografiando mujeres y relacionándome con hombres, la
mayoría de mis amigos son hombres. Y creo que ahora necesito
fotografiarlos. Así como también he empezado a formar
amistades con mujeres.
A Willy no lo buscó, pero su ausencia se levantó ante
ella como el siguiente muro que necesitaba atravesar. Una de las protagonistas
de estas cuatro historias la llevó a ese encuentro sin saberlo,
siguiendo los rastros de su madre, también desaparecida. Juntas,
las dos, se encontraron una mañana enterrando un cuerpo que llevaba
veinte años muerto, el cuerpo de alguien más, un compañero
rescatado de una fosa común. La cita para empezar ese cortejo
fúnebre en el que un H.I.J.O. así, con puntitos
cargaba los huesos de su padre como a un bebé en brazos fue en
la esquina de la casa en donde Adriana había vivido con Willy.
Y ese dato, casual si alguien puede creerlo, despertó otra vez
su memoria. Igual que en el caso de su madre, el rescate de la emoción
exigía también un duelo, uno que aparece en la última
historia de Amores difíciles y en el que Adriana se reconoce.
Porque todos los duelos son el mismo. Entonces Lestido actualizó
sus documentos, sacó un pasaporte con su apellido y ya no el
de Willy sino el del hombre con quien se casó en 1995, el hombre
que es su compañero. Y empezó una lenta reparación
que ahora la deja pensar de nuevo en su propia maternidad y que, sabe,
sólo puede hacerse mirando de frente los escombros de su experiencia.
EL
TESTIGO
Adriana es mujer y fotografió mujeres. Y esas mujeres se reunieron
una noche a ver qué había quedado de ellas. Porque la
experiencia de ser fotografiada se parece demasiado al despojo. En un
mundo de dos, un tercero que saca fotos se lleva demasiadas cosas. Y
lo peor es que las devuelve, en papel, como la prueba ineludible del
esfuerzo y la angustia que trae arrastrar el peso de los días.
Porque la mirada de Lestido no está al acecho sino que se abre
a una percepción emocional que sólo cobra sentido cuando
los líquidos hacen resurgir la imagen en el papel y el mismo
sentimiento que se escapó entonces vuelve a golpear el corazón.
Como una maza. Y son una revelación. Me hiciste mierda,
dijo Eugenia, una de las fotografiadas, mamá de una nena que
era una beba cuando empezó el trabajo. Lo dijo riéndose,
y la risa se contagió al resto de las madres y las hijas que
estábamos ahí esa noche. Porque quien esto escribe formó
parte de ese viaje para la fotógrafa y para las fotografiadas,
que durante tres años recibimos en cajitas esos instantes que
nunca vemos, los que nos dejan desnudas, sin máscaras, a la intemperie
de nuestras dificultades. ¿Quién quiere realmente verse
así?
Se me están rebelando (¿revelando?), dijo
Adriana esa noche de alcohol y pizza y lágrimas. Esa noche, alguna
reconoció haberse cortado el pelo para modificar lo que veía
en las fotos, otra contó que consiguió que reconocieran
a su hija para aliviar su angustia, una tercera que se enfrentó
a su hija con un montón de verdades ocultas porque la cámara
mostró que la niña ya las sabía. No hubo rebelión
esa noche, hubo un amor espontáneo surgido de Amores difíciles,
hubo un hablar de partos y de orgasmos como puntos comunes aun
pidiendo disculpas a las hijas presentes y hubo la certeza de
que nunca volveremos a ser las mismas. Porque la mirada nos atravesó
y fijó en el tiempo un puñado de imágenes. Y en
ellas estamos vivas, respirando el mismo dolor y la misma alegría
que nos permiten enfrentar al mundo todos los días. Como mujeres
que hemos parido mujeres y aprendido a los tumbos que no es posible
reparar del todo el abandono que padece todo hijo. En esas imágenes,
como un camafeo, hay una emoción intacta que nos devuelve, a
la fotógrafa y a las fotografiadas, al misterio que encierra
esta fuerza, esta garra que nos sujeta a la vida, a pesar de todo.
Después de esa noche, para mí el ciclo estuvo cerrado,
dice Adriana y cita una frase de otro fotógrafo, Richard Avedon,
sobre las imágenes que tomó de su padre: Al principio
él accedió simplemente a que yo lo fotografiara, pero
pienso que después de un tiempo comenzó a querer que lo
hiciera. Comenzó a confiar en eso, y yo también, porque
era la forma que los dos teníamos de forzarnos mutuamente a reconocer
lo que éramos. Y fotógrafa y fotografiadas aprendimos
a reconocernos, aunque nunca más volveremos a ser las mismas.