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Crímenes
y
pecados
Después
de Mi vida es mi vida, Todd Solondz filmó una película por
lo menos seis veces mejor: el racconto de la infelicidad sexual de una
familia, coronado por un padre que no siente la menor culpa cuando abusa
de los amiguitos de su hijo. Tratando de esquivar la torpeza mediática
desatada en Estados Unidos cuando la película estuvo a punto de
no estrenarse, Radar sobrevuela los bordes de Happiness sin develar ni
una de sus muchas grandes escenas.
Por
Juan Ignacio Boido
En
el principio de Hannah y sus hermanas, a Woody Allen le prohíben
poner en el aire un sketch sobre abuso infantil. Parado en medio de un
estudio de televisión, media hora antes de que empiece su programa,
Allen pide explicaciones. El abuso infantil es un tema delicado,
le dicen. Él contesta: Lean los diarios, medio país
lo practica. Pero además es acusado de dar nombres.
Su defensa: Mentira, sólo decimos El Papa. El sketch
nunca se ve y Allen se va a las puteadas por el pasillo murmurando que,
en reemplazo, mandará el sketch gay de Reagan con el Cardenal.
Hannah es una película que tiene en su centro a tres hermanas y
a los hombres que orbitan a su alrededor, todos infelices declarados a
la caza de alguna forma de felicidad. El gag está puesto en uno
de los bordes de la película y pasa casi inadvertido, pero le sirve
a Allen para demarcar el terreno y mostrar cuáles son las zonas
oscuras de la infelicidad o la felicidad sobre las que no echará
luz: con los chicos, no.
Doce años después, parado en medio de un pasillo de October
Films y con el Premio de la Crítica de Cannes 98 en el bolsillo,
Todd Solondz escucha por qué un funcionario de Universal Pictures
se niega a estrenar Happiness, una película sobre tres hermanas
y los hombres que orbitan a su alrededor, todos abiertamente infelices
y resignados a no encontrar algo aunque sea parecido a la felicidad. Da
náuseas. No necesitaba ver una película sobre abuso infantil.
Y no creo que nadie necesite verla, escucha Solondz.
Doce meses después, se estrena Happiness.
Cuando se estrenó Hannah y sus hermanas, Solondz ya había
egresado como talento precoz de la carrera de cine en la New York University.
Había dirigido tres cortos (Feelings, Babysitter y Schatts
Last Shot) y había rechazado dos suculentos contratos por tres
películas que le ofrecían la 20th Century Fox y la Columbia.
Había estado a punto de debutar como stand-up comedian, pero el
día del estreno pasó lo siguiente: Tenía todo
listo: el guión, los chistes, la ropa; todo menos confianza. Cuando
hablé con mi madre y le dije que iba a debutar esa noche, ella
me contestó: Es mi obligación decirte que no sos tan gracioso.
Por supuesto, nunca subí al escenario. En el 86, dirigió
un corto memorable en TV para Saturday Night Live: Cómo me
convertí en una prominente figura artística en el panorama
cultural norteamericano del East Village. Cuatro años después,
debutó con su primer largo, Fear, Anxiety and Depression, una comedia
ambientada en la burbuja artística neoyorquina y protagonizada
por él mismo y Stanley Tucci. Las críticas lo destrozaron:
lo acusaron de querer ser Woody Allen sin entender a Woody Allen. Solondz
se impuso un ostracismo indefinido. Quiso abandonar Nueva York, pero los
Cascos Blancos lo rechazaron. Entonces se quedó en Nueva York y
consiguió trabajo enseñando inglés a extranjeros.
Mientras, desempolvó un guión de su época universitaria
en el que dejaba a un lado las veleidades de Manhattan y hacía
foco sobre la miseria suburbana y adolescente en Nueva Jersey. Consiguió
800 mil dólares y en 1995 volvió del ostracismo con Welcome
To The Dollhouse (acá estrenada como Mi vida es mi vida y cuyo
título original era Faggots and retards: Putos y retardados).
En ella, Dawn Wiener, una chica de 11 años con anteojos de nerd
y suerte de nerd, pero sin demasiadas luces, entraba a las patadas a la
adolescencia y al secundario. Gran película, grandes críticas,
grandes recaudaciones y ya nadie se acordaba de sus pretensiones a lo
Woody Allen. Después de Dollhouse, estaban todos muy interesados
en trabajar conmigo. Pero yo sabía que sólo necesitaba mostrarles
el guión de Happiness para que el teléfono dejara de sonar.
El guión de Happiness tenía por lo menos seis historias
tan buenas como la de Welcome To The Dollhouse y por lo menos una mucho
mejor. Tanto, que parecía ser un problema. Pero cuando Solondz
mostró el guión, October Films, una filial de Universal,
hizo sus cuentas y, sin decir nada, la financió. Incluso aceptaron
sin insistir demasiado que Patricia Arquette se bajara de la película
y que John Goodman, Gary Sinise y Harrison Ford desecharan sucesivamente
el papel que terminó aceptando el desconocido Dylan Baker. Cuestiones
de imagen: para las estrellas, implicaba un riesgo excesivo hacer de pedofílicos;
Baker, en cambio, tenía mucho más resto para subir que para
bajar.
Happiness era, básicamente, una historia sobre personas a las que
les queda mucho por subir y muy poco resto para caer. Happiness es, como
puede suponerse, una película sobre la infelicidad. Joy (Jane Adams)
es una de esas personas que hacen de la gentileza una patología,
que le canta una canción al tipo que dos horas más tarde
le robará la guitarra. Trish (Cynthia Stevenson) es una idiota
que lo tiene todo: casa, auto, chicos, colegio privado y marido
psiquiatra. Helen (Lara Flynn Boyle) es la única que hizo algo
de su vida: consiguió ubicarse en el mapa literario como una poeta
atormentada por las violaciones, que se niega a dejar Nueva Jersey para
poder vivir en un permanente estado de ironía. El padre
de las chicas (Ben Gazzara) abandona a la madre (Louise Lasser) después
de cuarenta años de matrimonio. Hasta ahí, apocalipsis doméstico
en sordina. Pero enseguida empiezan a aparecer los demás y Solondz
hunde la cámara para mostrar la bestia caliente con forma de iceberg
sobre la que todos están parados. Un vecino de Helen obsesionado
por las guarradas telefónicas. Una vecina obesa que descuartiza
al portero que quiso violarla. El padre de las chicas y flamante divorciado
se descubre sin ganas de quemar los últimos cartuchos sexuales
en Florida (único momento que la película deja Nueva Jersey
para ocuparse del geriátrico de lujo en que se convirtió
Miami). Y los dos últimos escalones del infierno familiar: el hijo
de Trish variante más angelical y más oscura de la
Dawn Wiener de Welcome To The Dollhouse, desesperado por acabar
como el resto de sus compañeros de colegio acude a su padre. Y
éste, padre de familia, marido de Trish la que lo tiene
todo y psiquiatra montado en un crescendo sexual que estalla
en medio de la película, cuando se calienta hasta violar a dos
amigos de su hijo.
Happiness es una película sobre la infelicidad y sobre el sexo,
en la que cada uno de los personajes es literalmente infeliz antes y después
de acabar. Porque le cuesta, porque no consigue con quién, porque
acaba con el que no quiere o con un chico de once años dormido
a fuerza de somníferos. Con quien fuere, el precio es alto y el
esfuerzo es mucho. Por eso en Happiness todos transpiran. Jon Lovitz (el
novio de Joy) transpira mientras la novia lo deja. Marla Maples (una agente
inmobiliaria) transpira como carne sofocada por la cirugía que
no alcanza para conseguirle un segundo marido. Philip Seymour Hoffman
(el vecino obsesionado por las llamadas telefónicas) transpira
grasa todo el tiempo. Todos transpiran menos la Helen de Lara Flynn Boyle:
la frígida es la única que no transpira.
Happiness pasa, como las películas más multitudinarias de
Woody Allen, como la Pulp Fiction de Tarantino y la Short Cuts de Altman,
de un personaje a otro con el tempo justo. Así como John Waters
supo conseguir las mejores escenas con mierda de la historia del cine,
Solondz puede jactarse de las dos mejores escenas del cine con semen.
Pero la que dio náuseas en Universal, la que llevó a October
Films a devolverle la película a Solondz y que se las arreglara
como pudiera, fue el diálogo entre padre e hijo: Billy sigue sin
saber cuándo, cómo y dónde va a acabar, pero sí
sabe que en el colegio todos dicen que papá violó a dos
de sus compañeros. Entonces, en el living familiar, le pregunta
a su padre absolutamente todo lo que uno siempre quiso saber sobre un
pedofílico y nunca pudo preguntar.
Por esa escena, Solondz se quedó sin distribuidora, estrenó
la película en los pocos cines independientes que se atrevieron
a hacerlo y tuvo que salir a dar explicaciones por un guión que
escribió a partir de historias reales, tomadas de los diarios y
grabadas de la TV: No me interesa la pedofilia en sí. La
película no es sobre una perversión, sino sobre personas
que intentan conectarse. En esa escena, el padre confiesa ser un depredador,
pero, como todos los depredadores, quiere a su hijo. Espero que cuando
la vean, no piensen que están viendo monstruos. Son personas reales
que lidian con la soledad, el aislamiento y la alienación como
todos nosotros, y que a veces atraviesan situaciones hilarantes. Por eso
hice la película: porque lo que me conmueve muchas veces me da
risa, y viceversa. Por
otro lado, no usé nada que no apareciera todos los días
en los medios: las celebridades cuentan cómo fueron abusadas, los
talk-shows y los documentales discuten sobre los problemas de los chicos
que matan o que son violados. Yo sólo recorté, grabé
y armé un show deslumbrante. Aunque no creo que nadie se anime
a usar la palabra deslumbrante para mi película, porque la diferencia
es que yo le doy crédito al espectador como ser pensante. No creo
que haya que andar repitiendo Violar está mal, como si eso estuviera
en discusión. Lo interesante es explorar las mentes que cometen
esos crímenes y entender cómo sufren exactamente.
Muy pocas veces Woody Allen deja Manhattan y muchas menos veces deja de
ser Woody Allen. Algo que complica las cosas para los jóvenes cineastas
intelectuales neoyorquinos. A casi cinco años de aquellos cinco
años de ostracismo, Solondz borró casi todas las pruebas
de un parentesco por entonces demasiado evidente y soltó amarras.
Happiness fue emparentada al Terciopelo azul de Lynch, a la inteligencia
estática de Hal Hartley, a la provocación amanerada de Crash
y cruda de Kids, al cine independiente de Don Roos (Lo opuesto del sexo)
o Todd Haynes (Velvet Goldmine). Además, la Happiness de Solondz
se acerca mucho y sin que le tiemble el pulso a la brillante escatología
de John Waters. De un John Waters dedicado a encender la cámara
en esa zona a la que vuelven muchos de los empleados sonrientes con que
se cruza Woody Allen en sus hipocondríacas vueltas a la manzana:
los suburbios. (Nací en Nueva Jersey, y la verdad es que
nunca crecí con un sentido de comunidad suburbana. Primero lo noté
en mi familia y después en las de mis amigos. En Estados Unidos,
uno tiene una hermana en Milwaukee y un hermano en Los Angeles. Encima,
Nueva Jersey es uno de los lugares más horrendos del mundo.)
Como la Manhattan de Woody Allen y el Brooklyn de Spike Lee, Solondz bien
podría reclamar el derecho a llamarla New Jersey. Pero fue Happiness.
Un título que echa luz sobre ese lado cada vez más oscuro
en el que cada día más norteamericanos trasnochados empiezan
a los
tiros para despertar al resto de la pesadilla que es el sueño americano:
Nunca pretendí que el título fuera irónico.
Sólo quería distinguir entre la verdadera felicidad y eso
con lo que generalmente la confundimos. No somos realmente felices porque
nos compremos algo o nos acostemos con alguien. Eso, en el mejor de los
casos, funciona como paliativo temporal, pero después todo vuelve
a ser como era. De tanto que los usaron para casi cualquier cosa y con
los peores propósitos, ni siquiera queda la noción de valores
familiares. Por eso la felicidad se vuelve tan difícil de
definir. Digamos que me gustaría poder hablar de la felicidad como
una actitud permanente y tolerante hacia otras personas. Por eso es que
Happiness aspira a mostrar esas capas en nuestras vidas que no siempre
estamos dispuestos a ver. Quise mostrar esas personas que no sólo
las ven sino que viven en ellas. Mostrar que puede haber personas con
las que simpatizamos que pueden cometer atrocidades y sentirse felices
mientras las cometen. Aunque después vuelvan a ser infelices.
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