Dolina
a calzón quitado
Turno
noche
En
el principio fue Demasiado tarde para lágrimas; desde
1993, La venganza será terrible. A pesar de esos
quince años de radio, a Alejandro Dolina le molesta que lo identifiquen
con el medio y se las ha rebuscado para que la literatura y la música
se integren noche a noche con su actividad menor radiofónica.
En diálogo con Radar, confiesa que la universidad de la
calle no le enseñó más que una o dos máximas,
y cuenta por qué está cansado de escuchar hablar a los
intelectuales sobre fútbol y prefiere contar a sus oyentes la
historia de los cruzados o las costumbres de los cátaros.
Por
Laura Isola
Desde
1985, cuando empezó con el programa Demasiado tarde para
lágrimas con Adolfo Castelo en Radio El Mundo, hasta estos
días con La venganza será terrible (ciclo
que comenzó en 1993 por FM Tango y hoy es el éxito de
la medianoche por Continental), el hombre perseveró en un estilo
que se asemeja a un culto entre sus oyentes. Nadie pierde la oportunidad
de decir por qué escucha (o dejó de escuchar) a Dolina,
ni de ensayar algunas de sus frases (citando o no la fuente). Los que
dejaron de escucharlo por cambios de costumbres (nocturnas) y luego
se reencuentran con la audición, se instalan en ella con la comodidad
de con que se retoma la conversación con un viejo amigo: sin
sobresaltos, con un subtexto de anécdotas en común y la
previsibilidad que da el conocimiento mutuo. Sin embargo, Alejandro
Dolina no acepta este pacto totalmente, ni se conforma con que lo definan
como hombre de radio: Lo que hago yo no se parece mucho a un programa
de radio. No es porque vuele más alto ni más bajo, sino
porque vuelo por otros cielos. La radio es esencialmente editorial:
estamos todo el tiempo escuchando leer noticias o comentarios sobre
las noticias, que en muchos casos equivale a menos que leerlas. Mi programa,
en cambio, no está vinculado a la realidad. Me parece que se
vincula a un ejercicio de la narrativa, o a las payadas de contrapunto,
o a un ejercicio de cierto surrealismo. Es una creación automática,
pero en pantuflas.
Tal vez la explicación se complete con la enumeración
de sus otras actividades, como las llamarían con
insistencia los que ponen su oreja en la radio para escucharlo cada
noche. O sus grandes amores, como le gusta definirlos al propio Dolina:
No creo que haga tantas cosas. Las diferentes facetas de lo que
hago están maquilladas pero pertenecen a lo mismo. Yo escribo
y soy músico, dos cosas innegables. Lo demás es una prolongación
de estas dos disciplinas... pero en ámbitos excéntricos,
como es la radio. Como escritor, Dolina ostenta 27 ediciones (cerca
de 250 mil copias) de sus Crónicas del Angel Gris, cuya primera
entrega data de 1988 y reúne las aguafuertes que escribió
en la década del 70 para diversos medios, en especial la revista
Humor (la edición corregida y aumentada del mismo libro apareció
en 1996 y es la que circula desde entonces). A principios de este año
publicó otro libro de crónicas, titulado El libro del
fantasma. Cuando se le dio por exhibir el Dolina músico
(no confundir con su personaje radial: el Sordo Gancé), el resultado
fue una opereta llamada Lo que me costó el amor de Laura, donde
logró que Serrat, Mercedes Sosa, Les Luthiers y Sandro, entre
otros, se juntaran para cantar sobre el desengaño amoroso y la
derrota (la opereta en cuestión se editó en forma de CD
doble con libro ad hoc, y lleva vendidos 55 mil ejemplares desde diciembre
pasado). La lista puede seguir, es cierto: a fin de cuentas Dolina hasta
hizo de Dios para el cine nacional, entre otros vicios y virtudes.
¿Por qué esa reticencia a verse como un hombre de radio?
Para mucha gente yo hago un programa de radio pero no me identifico
con eso. El programa es algo que hago con un goce cotidiano. Pero un
goce menor, en comparación con la música y la literatura:
es como la diferencia entre un asado y un gran amor. La radio podría
ser una amante, porque tiene esa comodidad y uno se compromete menos.
Pero, si puedo elegir, me gustaría que me vean cómo me
comporto en los grandes amores y no tanto en los asados.
¿Qué opina de los lugares comunes con los que se define
la radio?
Hay un lugar común que es muy dañino: el que dice
que la radio tiene más magia que la televisión porque
la percepción es incompleta. Eso de que no se ve y, al imaginar
eso que no se ve, uno se compromete más. Me parece una de las
liviandades más tremendas que he oído y no me explico
cómo ha hecho tanta carrera. Si se piensa así, sería
mejor una radio apagada: entonces uno podría imaginar lo que
no ve y lo que no oye. Es como creer que una frase no oída de
una obra de Shakespeare es mejor que la que él escribió.
Francamente no creo que tenga tanta virtud la imaginación del
espectador.
¿Cómo definiría el tipo de humor que practica cada
noche en su programa?
Hay una confusión en el distrito humorístico del
programa: muchos creen que consiste en burlarse de lo que dicen las
revistas femeninas. Pero no es así. Burlarse de una revista femenina
sería lo siguiente: Señora, si usted está
triste mírese al espejo y sonría, y luego ¡ja-ja,
qué estúpido! No, lo que buscamos en las revistas de ese
tipo es un estímulo inicial: a partir de allí empezamos
a construir unas historias que a veces salen graciosas y otras veces
estúpidas. Pero no decimos: mire qué tontas que son las
revistas femeninas o qué consejos inútiles que dan. A
partir de la frase cómo actuar en caso de incendio,
por ejemplo, se puede aplicar este protocolo al incendio de un teatro
y empezar a imaginar distintas alternativas para los que están
haciendo la obra: 1) abandonar el escenario; 2) acelerar el trámite
y suprimir párrafos; y 3) la combinación de distintas
actitudes, alguien que se va y otro que se queda. Por ejemplo, digamos
que Romeo se ha quedado: el párrafo de amor se transforma en
el de un loco hablando solo. Esta estupidez que acabo de inventar no
tiene casi nada que ver, ya, con el punto de partida, ¿me explico?
¿No se aburre de la rutina del programa, después de quince
años?
Siempre me preguntan si no estoy cansado de hacer lo mismo durante
tanto tiempo. Esto es mentira: no es el mismo programa. Sin embargo,
se llama igual, empieza igual y sigue igual. Pero eso es como decir
que todos los pianistas son iguales porque son señores que se
sientan ante el piano y ejecutan unas notas. En ese sentido y sólo
en ese sentido son iguales. Como si la definición del Quijote
fuera trescientos gramos de papel y doscientos de tinta.
VERLE LA CARA AL PUBLICO
La costumbre se transformó en rito: desde los tiempos de El Mundo,
cada noche la emisora se llena de gente que va a ver su programa. A
pesar de cierta heterogeneidad, hay un común denominador en los
oyentes-asistentes: Viene un público muy heterogéneo
pero la mayoría está compuesta por muchachos de entre
15 y 30 años que estudian o estudiaron y tienen algo que ver
con los libros. Hay más chicos, que se divierten con la parte
humorística, y señoras más grandes, a las que les
gusta cuando toco valsecitos. O muchachas que vienen por la cara de
Rolón (uno de sus colaboradores) o la mía, incluso.
LA DEMAGOGIA DEL APLAUSO
Bukowski detestaba a sus lectores y no puede endilgársele a Lennon
la idolatría torpe de algunos de sus fanáticos. ¿De
qué manera Dolina regula y advierte la fascinación que
ejerce sobre su público?
Para los escritores, los lectores son una ausencia permanente
y pueden pasar toda la vida sin verlos. En cuanto al mundo del espectáculo,
el odio de un animador al público es imposible, porque está
obligado a tratar bien a la gente durante el ejercicio de su función.
Sin embargo, yo trato de detectar la idolatría acrítica.
El aplauso es una demostración de afecto y también es
una aprobación y un juicio estético. Pero confundir ambas
cosas es gravísimo. Sobre todo cuando el público acude
(como diría Borges) con un previo fervor, dispuesto a aplaudir
hasta el saludo. Es muy peligroso este asunto, porque la gente aplaude
cualquier cosa que uno dice y uno empieza a creerse mejor de lo que
es. Esto es inevitable: por lo tanto, hay que hacer maniobras de descuento
y de reducción. Sólo en este sentido es peligroso, porque
después hay que tener gestos de amabilidad con la gente que te
saluda por la calle y los que van al programa: así fue que comencé
amistades y alguna relación sentimental con alguna muchacha.
Lo que, en sus palabras, equivale a levantarse minas...
No, no es que uno vaya a levantarse minas. Después de todo,
todos conocemos mujeres, por ejemplo, en el lugar de trabajo. Lo que
pasa es que el empleado de correo conoce a seis o siete minas que trabajan
con él y un tipo que trabaja en un lugar como el mío conoce
más.
VULGATA
Cada programa de Dolina comienza con una reflexión. Los temas
son infinitos y complicados: mitología clásica, literatura
provenzal, los cátaros, el regreso del héroe, Las Cruzadas.
El elemento que los une es la divulgación: a partir de los conocimientos
(eruditos, en muchos casos) del conductor, se cuentan historias, se
relatan sucesos, se narran anécdotas y se ejemplifica y se compara.
No se obvian las fechas ni las precisiones espaciales, pero no para
agobiar al oyente sino para informarlo. Dolina practica
este género como uno de los mejores y no le tiene miedo a la
palabra divulgación.
¿Sabe que, en francés, divulgación se traduce como
vulgarización?
Es cierto que, cuando a alguien le decían que era un divulgador,
no era un halago. Además, cuando alguien tiene un programa de
radio y escribe libros (es decir, una actividad sencilla y otra más
compleja), es inevitable que se lo reconozca más ampliamente
por la más sencilla. Ahora, también es cierto que el pobre
tipo está toda la vida tratando de que pongan atención
en la más compleja. Imagínese si Martín Palermo
escribiera unos maravillosos haikus... ¿quién se lo reconocería?
La tarea de divulgación es una tarea que, si tenemos un poco
de suerte, puede tener algo de pensamiento. No es repetir lo que dice
un libro de historia sobre un período, sino hacerlo en consonancia
con una línea de pensamiento. En los comienzos el programa era
más sencillito: no tenía este espacio de reflexión.
Tuve que acostumbrar a la gente a un código. Si en ese tiempo,
un desconocido como yo se ponía a hablar acerca de las relaciones
entre el amor y el arte en el medioevo, hubieran dicho qué petulante.
Por eso fui pidiendo permiso: para no parecer un maestro ciruela ante
un aula desierta.
¿De manera que la verdadera vulgarización usted la ve
en el modo en que los medios hacen hoy los géneros
populares?
El mercado y los medios de hoy razonan de la siguiente manera:
toda complejidad limita el número de nuestros espectadores. Por
lo tanto, se simplifica: el conocimiento que necesitan los oyentes o
espectadores es mínimo. Se nos impone marchar a la velocidad
del más lento. El mundo económico de hoy está manejado
por gerentes que se fijan menos en la prosperidad del sistema que en
el mantenimiento de sus puestos. Por eso no sacan el pie del acelerador
y por eso no pueden tener una visión más general. En el
mundo del espectáculo pasa lo mismo: no le pueden dar al público
algo más complejo porque necesitan una respuesta inmediata, y
si baja el rating los echan. Por eso triunfan fórmulas sencillas
y simples como la bailanta, la cumbia, el humor del tipo que te va a
dar la mano y te la saca y los chistes que yo contaba en el colegio
con relativa suerte.
FUNES,
EL MEMORIOSO
El Funes de Borges ejemplifica que la buena memoria no es sinónimo
de agudeza. Sin embargo, no somos mucho más que eso. Pero la
memoria tiene, injustamente, una mala prensa: porque se relaciona con
la educación blanda, se dice que es malo estudiar de memoria.
Lo que es malo es estudiar de memoria solamente, pero ¿de qué
otra manera se estudia un poema o el nombre y la fecha de nacimiento
y muerte de San Martín o la fórmula del helio? La educación
blanda ha generado algunos disparates: nosotros no les damos datos sino
les decimos dónde buscarlos. ¡Qué maravilla! Dónde
van a ir a buscar datos sobre Borges: ¿mirando un árbol?
El disparate más gracioso que he oído sobre esta clase
de educación es: la escuela no informa sino que forma. Lo que
parece sinónimo de enseñar a ser buenas personas... ¡Bueno
sería que les enseñaran lo contrario! Pero esta clase
de lugares comunes son aceptados sin meditación previa. Lo que
nadie dice es que el refrán Yo no te doy pescado sino que te
enseño a pescar funciona con la pesca pero no con el conocimiento.
EL
GRAFICO
Mi paso por la gráfica coincidió con la época
del Proceso y se dio una reacción humorística y política
de la que soy inocente, porque no voy a venir a decir ahora que fui
valiente por haber escrito en la revista Humor. Eso más bien
fue una casualidad, porque se juntaron tipos de muchísimo talento
que no tenían mucho que ver entre ellos, sólo por ese
carácter de resistencia. La democracia hizo que, lo que antes
se podía encontrar en la revista Humor, se pudiera encontrar
en todas partes: la prosa de Satiricón empezó a irrumpir
hasta en Para Ti. Lo que puedo asegurar es que nunca he sido periodista
y fui un pésimo redactor publicitario. Hay cosas que hago muy
mal, además de programas de radio y escribir libros. No podría
entrevistar a nadie, porque siempre estoy de acuerdo con el otro por
cortesía y no sé qué preguntar. No podría
hacer lo que hacen ahora, eso de prepotear al tipo para que diga alguna
barbaridad y publicarla como título. Por ejemplo: Te voy
a meter una trompada.
¿Cómo funciona el compromiso en su caso?
Odio usar la palabra compromiso. La oigo y me imagino
una fiesta de compromiso. De ningún modo me puedo imaginar al
artista firmando contrato con la realidad o las cuestiones socioeconómicas.
Todo eso sucede sin que el artista se lo proponga: ¿cómo
se puede hacer para eludir el contexto que a uno le ha tocado vivir?
Tampoco es que el artista comprometido piense, cuando se sienta a escribir:
Caramba, me voy a comprometer un rato. Pero hay quienes
lo hacen.
¿Esta forma suya de pensar la relación arte-política
es así desde siempre?
Sí, creo que es una cosa que viene resuelta de antemano.
Hasta el mismo Hauser ha escrito un libraco sobre esto (Arnold Hauser,
Historia de literatura y el arte) y en un momento dice: ¿Sabe
qué, don? La relación existe, lo que no podemos es saber
cuál es. Claro que lo dice cuando uno se ha comido tres
cuartas partes del libro, ya. Eso es como admitir que los astros influyen
en nuestra vida pero no podemos decir cómo. Lo que pasa es que
esa relación no siempre se da de la misma manera. Lo que no se
puede sostener es el determinismo: que, frente a cuestiones políticas
similares, el artista reaccione de la misma manera. Como tampoco se
pueden circunscribir los estímulos del artista, que son miles,
a unos pocos que da la realidad o la lucha de clases.
Ese enfoque puede ser tildado de conservador...
Esta no es una actitud conservadora. Por el contrario: si confundimos
las actitudes estéticas con las revolucionarias, el régimen
establecido está de fiesta.
POLEMICA
EN EL FUTBOL
Lo voy a decir con mucho respeto porque me parece un pensamiento
muy duro: cuando empezó esto de hablar o escribir sobre fútbol,
pensé que los intelectuales argentinos habían captado
en este tema algunas señales para pensar el comportamiento de
la sociedad, o habían dado con algunos tipos sociales para indagar
psicológicamente. Me pareció bien que nuestra elite de
escritores hubiera puesto los ojos en otros mundos, hasta entonces inexplorados
por ellos. Pero después me di cuenta de que no era así,
y que la insistencia en ese asunto no hacía más que reemplazar
a otros. Me parece que los intelectuales argentinos hoy hablan mucho
de fútbol y poco de otros asuntos, y tal vez lo que delata eso
es que su formación se hizo más entre revistas El Gráfico
que entre libros. Si realmente no hablan de Uno se puede pasar una vida
sin mencionar la literatura provenzal o sin hacer nunca jamás
una reflexión erudita, pero me llama la atención que no
la hagan los que tienen como profesión el intelecto y la reflexión.
Esto no se trata de un asunto relacionado con el elitismo sino con la
competencia cultural, y las páginas deportivas no parecen el
mejor lugar para formarse.
¿Cuál es el mejor lugar para hacerlo?
Mi formación es autodidacta, por desgracia. A mí
me hubiera gustado muchísimo estudiar Letras pero estudié
Derecho. Los agujeros que me quedaron los tuve que llenar con lecturas
por mi cuenta. No me vanaglorio de mi autodidactismo porque es como
jactarse de una falla enorme. Es una de las cosas que cambiaría
si naciera de nuevo. En suma, creo que el mejor lugar para formarse,
lamento decirlo, es la universidad. ¡Dónde quiere que vaya
uno a aprender matemática! ¿A los boliches? ¡Y que
no me vengan con eso de la universidad de la calle! Yo estuve mucho
en la calle y no me enseñó nada. Salvo una mínima
preceptiva ética, que se reduce a una o dos máximas: que
la solidaridad es esa incomodidad que le impide a uno disfrutar si hay
otro que sufre; y que el hombre, para ser hombre, no tiene que ser batidor.