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Wynton Marsalis reformula a Stravinsky

Negro sobre negro

Ganó un Pulitzer. Fue tapa de Time. Es venerado y acusado por querer oficializar el jazz como música de Nueva York. Mientras tanto, Wynton Marsalis se da el lujo de abandonar el lugar de virtuoso de la trompeta para mostrarse como compositor clásico y �adaptador� de Stravisnky.

Por Diego Fischerman

Wynton Marsalis tiene el raro privilegio de ser más conocido que su música. Las clases en la televisión estadounidense, su cara en la tapa de Time, un premio Pulitzer por su oratorio The Blood On The Field, el podio de la Orquesta de Jazz del Lincoln Center (algo así como la orquesta oficial neoyorquina), sus opiniones en reportajes, una cierta altura impostada desde la que juzga, a los 38 años, la historia y la actualidad de la música popular, son seguramente los factores que llevaron a considerarlo uno de los hombres más influyentes de su país. Entre el jovencito de técnica impecable que asombraba al público como integrante de los Jazz Messengers de Art Blakey y esta especie de integración al establishment (que él no deja de considerar como un triunfo de la cultura afroamericana) media una de las carreras más impactantes que haya tenido alguna vez un músico de jazz. Y, como en los viejos tiempos, la carrera no sólo tuvo lugar en el terreno musical sino, también, a lo largo de la empinada pendiente de la lucha de clases. Si algo se puede decir con certeza acerca de Marsalis es que se ha convertido en un aristócrata. En esa escalada hay varios mojones. Uno es el haberse instalado como árbitro de la historia del jazz. Su función al frente de la Orquesta del Lincoln Center es, sobre todo, la de gran canonizador. En la programación de esa orquesta (en sus inclusiones pero particularmente en sus omisiones) puede leerse con precisión cuál es la genealogía que Marsalis diseña para sí mismo. Una genealogía en la que el nombre de Duke Ellington salta como si estuviera escrito con letras de neón. El primer dato lo ofrece el hecho de que Marsalis, a partir de la fundación de su septeto, se haya dado el lujo de abandonar el lugar de prodigio de su instrumento. A la manera de esos basquetbolistas geniales que siempre prefieren pasar la pelota antes que acertar el triple (los pases son magistrales, se entiende), él prefirió ocupar el lugar de demiurgo. El segundo dato estuvo siempre, como un as en la manga, en el hecho de ser catalogado como uno de los mejores trompetistas de música clásica. Hasta ahora, a pesar de la altísima sofisticación conseguida por algunos de los lenguajes musicales de tradición popular, nada parece tener un aura de prestigio equiparable al ser considerado por los clásicos como �uno de ellos�. Y ese galardón anfibio, que alguna vez ostentaron Benny Goodman o, desde el otro lado, Friedrich Gulda, a Marsalis le calzaba como un guante. El tercer dato �inevitable, dirían algunos� acaba de ver la luz y tiene que ver con los dos últimos discos en los que aparece el nombre del trompetista. En uno de ellos toca la Orquesta de Jazz del Lincoln Center junto a la Chamber Music Society de esa institución. La obra tiene casi el mismo nombre que la composición con la que Igor Stravinsky resolvió a la vez la carencia de músicos debida a la guerra (fue estrenada en 1918) y su salida del mundo de La consagración de la primavera. La historia del soldado era el nombre de la adaptación de un antiguo cuento ruso recogido por el libretista Ramuz, en el que un soldado cambiaba al diablo su violín por riquezas. En la versión Marsalis, el título es The Fiddler�s Tale (�La historia del violinista�) y se sigue punto a punto la de Stravinsky. �Si él está en Sol Mayor, yo estoy en Sol Mayor�, explica Marsalis. �Si él toma 22 compases, yo tomo 22 compases. Pero esto resulta difícil porque él escribía sobre la base de pequeñas células, montadas sin que haya un nexo evidente entre ellas. Y yo compongo teniendo en cuenta una línea de bajo, una melodía y una progresión armónica. En algunas partes �la Marcha, la Pastorale� no hubo problema. Pero cuando llegó el momento de la pieza para el pequeño concierto, tuve que dejar de lado todos los planes y permitir que, simplemente, la cosa tuviera swing.� La lista de los músicos que tocan allí es impactante: el propio Marsalis en trompeta, Ida Kavafian en violín, Milan Turkovic en fagot, David Schiffrin en clarinete. En el otro CD, la pieza de fondo es el Cuarteto para cuerdas Nº 1 de Wynton Marsalis, subtitulado �At The Octoroom Balls� y la interpretación está a cargo del Orion Quartet (Daniel Phillips y Tod Phillips en primer ysegundo violín, Steven Tenembom en viola y Timothy Eddy en cello). La obra se sitúa en una estética neoellingtoniana y, ostensiblemente, trabaja con materiales de tradición popular. Lo interesante no es tanto lo que tiene de original el cuarteto (que lo tiene) sino cómo esta obra termina siendo la continuación por otros medios del mismo Proyecto Estético Marsalis de siempre. Aquello que en los años inaugurales como profesional (con Art Blakey y con Herbie Hancock) y en sus primeros discos propios pasaba por una reivindicación convencida del hard-bop y luego por la relectura intencionada del antiguo modelo de improvisación colectiva patentado a principio de siglo en Nueva Orleans (su tierra natal), en estas obras clásicas se desenvuelve alrededor de la puesta en moldes prestigiosos (es decir clásicos) de riffs, escalas e inflexiones del blues y el jazz. El trasfondo sigue siendo el mismo: la canonización de la cultura negra norteamericana. Es más. En la aseveración de Marsalis, escuchada hasta el hartazgo en este año del centenario de Ellington, de que este autor es �el compositor más importante que tuvo EE.UU.�, se verifica una apuesta similar. Parte del ambiente del jazz estadounidense ama a Marsalis por esto. Es negro, exitoso, viste Armani y ha puesto al jazz, por primera vez en treinta años, en el primer plano (incluso en un primer plano comercial que parecía imposible hace apenas una década). La otra parte lo odia. Marsalis ofrece, dicen, una visión parcializada, reaccionaria y sumamente cristalizada del jazz. Una visión, aseguran, demasiado apta para paladares blancos. El mundo de los subsidios estatales, de la sede propia para su orquesta �encargada por el propio alcalde Giuliani y construida en pleno Columbus Circle�, de la oficialización del jazz como música de Nueva York, es un arma de doble filo. Por un lado permite una presencia del género impensable desde el territorio de los pequeños clubes del Village. Por el otro, parece llevar obligadamente a la pasteurización, a una pérdida de cierto salvajismo esencial. Lo cierto es que Marsalis, vanguardista a su manera (su búsqueda de la superación formal del esquema tema-solos-tema y su reemplazo por formas abiertas, por ejemplo, es casi una marca de fábrica), sigue tocando como los dioses y su música, más allá de las barricadas, está cada vez mejor escrita.