Tom
Zé, el genio resucitado por David Byrne
El
eslabón perdido
Fue
el cuarto pilar del Tropicalismo, junto a Caetano, Gil y Os Mutantes.
Sin embargo, a los 50 años estaba a punto de irse a trabajar
a una estación de servicio en las afueras de San Pablo cuando
David Byrne compró por equivocación un viejo disco suyo,
creyendo que era un compilado de samba. Hoy, a los 62, Tom Zé
vive en Nueva York es un músico de culto para el mundo entero
y acaba de sacar una joya llamada Fabrication Defect, donde demuestra
que sigue siendo lo que siempre fue: un pensador que hace canciones.
Por
Carlos Polimeni
La
historia de la resurrección del bahiano Tom Zé bien podría
haber sido inventada por un publicista, o pensada por Woody Allen para
uno de esos films en que se da el gusto con el jazz. Pero es real, tanto
como la pesada noche que baja cada día sobre la polución
de San Pablo, y permite que centenares de sus coterráneos campesinos
del Nordeste agradezcan al señor haber vivido un día más.
La historia de la resurrección comienza en Río de Janeiro,
un día de 1986 en que el ex Talking Heads David Byrne ingresó
a una disquería para comprar, al azar, longplays de música
brasileña. Byrne es uno de los pocos artistas de la cultura del
rock anglosajón capaces de caminar las ciudades a las que lo
lleva su oficio hizo lo propio en Buenos Aires, unos años
después, durante un paseo por la calle Florida, saliendo
de los protocolos turísticos e incluso mimetizándose con
la gente. De hecho, en esa visita a Buenos Aires apareció en
una función vespertina de la sala Lugones para ver El ciudadano,
tras haber atado con un candado a un poste de la calle Corrientes la
bicicleta en que se trasladaba.
A Río no lo había llevado la música: estaba apoyando
la participación de su película True Stories en el Festival
Internacional de Cine. En esa disquería de Leblón, Byrne
que ya tenía entre cejas el proyecto del sello alternativo
Luaka Bop, compró ejemplares al azar, apuntando a los nombres
que más le sonaban del samba tradicional. Eso era para él
la música brasileña: aún no se había topado
con el Tropicalismo y apenas sí tenía nociones de la bossa
nova. Un vendedor le recomendó optar por antologías, para
hacerse una idea más panorámica de estilos y tendencias.
Entre el material por el cual Byrne pagó, se coló un disco
por error. Por el título Estudando o samba, el vendedor
seguramente lo confundió con una de las antologías que
estaba vendiéndole a ese turista tan heterodoxo. O quizá
fue el propio turista quien lo coló en el paquete, porque le
pareció interesante el arte de tapa.
En un departamento de Nueva York, meses después, Byrne puso aquellos
discos de vinilo en su bandeja. Un escalofrío de placer le recorrió
la espalda cuando la aguja empezó a recorrer los surcos de aquella
supuesta antología de samba. Miró la contratapa y descubrió
que se trataba de un disco solista de un tal Tom Zé. Cuando su
amigo brasileño-neoyorquino Arto Lindsay le dijo por teléfono,
un rato después, que ese trabajo era en realidad viejísimo,
Byrne no podía creerlo. Lo que escuchaba parecía un disco
del futuro, como lo eran diez años antes los de Kraftwerk, por
ejemplo. Quedé shockeado, escribió Byrne cuatro
años después, al recordar su topetazo con la música
de Zé. Estaba escuchando música que mezclaba los
sonidos del centro de Nueva York con el lirismo clásico del Brasil.
Byrne empezó a entender desde esa punta, algo sesgada, el concepto
de canibalismo cultural con que el Tropicalismo había comenzado
su batalla contra el pasado, a finales de los 60. Percibió que
Tom Zé era un emergente artístico de un país que
habla una lengua europea y está gobernado por blancos pero es
la segunda nación negra de la Tierra en cantidad de habitantes,
un país que se imanta noche a noche con las telenovelas pero
tiene a centenares de miles de indios viviendo en la selva sin electricidad,
un país que construyó de la nada una capital casi imperial
en el medio de la nada y, siendo básicamente un territorio de
injusticias, usa el canto casi como una forma de supervivencia. Un
país en el que el futuro pasó de largo, como escribió
Caetano Veloso.
En Tom Zé encontró todo eso: el reflejo de un país
que se deliró, expresado con nervio musical y un dominio absoluto
de los difíciles ritmos del nordeste. Pero, además, en
un abrazo con muchas otras experiencias culturales contemporáneas,
que incluyen la poesía concreta, la música atonal y los
jingles publicitarios. Todo eso pasado por una licuadora, claro, y colado
por la ironía del que se divierte con lo que no tiene remedio.
Estudando samba no era viejísimo en 1986: sólo
había sido grabado diez años antes. Hoy, trece años
después de ese momento como de guión depelícula,
en que Byrne lo descubrió de casualidad, Tom Zé es uno
de los niños mimados de la vanguardia musical neoyorquina. Por
un raro, pero típico proceso de colonización de los gustos,
ese descubrimiento anglosajón ha deparado un re-descubrimiento
de su obra en el Sur de América. Ya saben: sale una nota en el
New York Times de un músico que siempre estuvo al alcance de
la mano, cuyos discos se pudrieron en las bateas, y una manada de críticos
sudamericanos se convierten en expertos difusores de la maravilla que
hasta ayer ignoraban, siempre pendientes de lo que mañana será
viejo de toda vejez. De todas maneras, es un proceso comparativamente
bueno: mucho peor sería que lo ignoraran para siempre. (A propósito,
¿cuándo publicará el New York Times notas sobre
los uruguayos Eduardo Mateo y Alfredo Zitarrosa, sobre los argentinos
Dino Saluzzi, Liliana Herrero y Alejandro Del Prado, cuándo una
sobre la brasileña Adriana Calcanhoto o la chilena Javiera Parra?)
Mientras Byrne descubría en Nueva York en 1986 lo que los brasileños
se habían empeñado en ignorar, el señor Antonio
José Santana Martins cumplía cincuenta abriles y, como
el uruguayo Mateo que se murió solo, adicto, pobre y entristecido
había decidido que la lucha era vana. Muy poco antes del disco
que le abriría las puertas de Byrne (que fueron las del mundo),
en plena dictadura militar brasileña Tom Zé había
publicado el genial Todos os olhos en la tapa se veía un
ojo que, en realidad, era una bolita en el agujero de un culo, con perdón
y, después, Correio da Esteao do Bras y Nave María. Pero
ésa era la segunda parte de su carrera, cuando la censura del
gobierno había terminado por desalentarlo. Como conviene a las
historias de los perdedores salvados por milagro al final del último
round, Tom Zé había estado antes muy cerca de la gloria,
sólo que la dejó pasar de largo, por motivos que se desconocen
pero son fáciles de suponer.
Zé fue en 1968, la cuarta pata del Tropicalismo, si se considera
a Caetano Veloso, Gilberto Gil y Os Mutantes como las tres primeras.
Allí está, con cara de nada, y sosteniendo un bolso en
la mano, en las fotos del disco colectivo que fue el lanzamiento del
movimiento: Ou panis et circencis. Y es suyo uno de los temas, Parque
Industrial, en que tocan todos los nombrados más Gal Costa.
En este trabajo fundacional, lleno de desprolijidades y divagues conceptuales,
demagógico y destinado a atraer la atención más
que a gustar, es difícil encontrar algo del espíritu más
bien oscuro, oblicuo de Tom Zé. Sin embargo, Zé que
es mayor que Caetano había secundado con entusiasmo la
idea de Gil y Veloso de dejar Bahía y bajar a San Pablo (Sampa)
para dar batalla artística. Su entusiasmo mermó, muy poco
después, cuando comprendió que aquel espíritu de
alegre patota festivalera poco tenía que ver con su temperamento,
reconcentrado y abstracto. Su cara en las fotos de la época parece
decir: Aquí estoy, sí, pero a un costado, y con
el equipaje en la mano. Ya me voy. Y así ocurrió.
Caetano y Gil, a los que había deslumbrado con sus satíricas
y politizadas canciones iniciales entre ellas Rampa pra
o fracaso, que presentó en 1960 en un programa de televisión
que se llamaba Escada pra o sucesso lo dejaron partir
como John Lennon y Paul McCartney a Pete Best. Sólo que en este
caso no se trataba de un baterista sino de un pensador que hacía
canciones que, a su vez, preanunciaban la música industrial que
recién en los 70 los europeos empezarían a desarrollar.
Tal vez, con maldad, pueda pensarse que la mejor analogía es
la de la ida de Brian Jones de los Rolling Stones y del mundo. Sólo
así, sacándoselo de encima, podían Mick Jagger
y Keith Richards llegar a ser los dueños del asunto.
Tom Zé grabó, entre 1968 y 1972, tres discos con su nombre
(ni siquiera se molestó en ponerles Tom Zé I,
Tom Zé II, Tom Zé III). Y, cuando
los popes del tropicalismo, que iban convirtiéndose en Brasil
en estrellas pop, debieron partir al exilio en Inglaterra después
de meses de persecuciones policiales, él se refugió en
uno de sus largos exilios interiores. En San Pablo se sintió,
inevitablemente, uno más de losemigrados del nordeste pobre de
su país, luchando en una ciudad enorme por un pedazo de pan pero,
a la vez, seguros de que no morirán deshidratados, como ocurrirá,
tarde o temprano, con otros miles que viven el desierto. Sólo
hago música pensando en eso, afirmó años
después: El ritmo del nordeste es Dios deshidratado.
En el momento en que Byrne lo ubicó en Brasil y le propuso que
trabajaran juntos en el lanzamiento de un compilado suyo para el mercado
internacional, Tom acaba de decidir que se mudaría del estruendo
de San Pablo para trabajar como encargado de una estación de
servicio en Irará. Byrne quedó impactado porque Zé
hablaba inglés casi sin acento: no sabía que se trataba,
en rigor, de uno de los músicos brasileños más
cultos de la historia. Además de inglés, Zé había
estudiado composición en Bahía, desde finales de los 50
a 1967, con dos maestros suizos y uno alemán. Los suizos eran
Ernst Widmer discípulo de Igor Stravinsky y Bela Bártok
y Walter Smetak conocido por el diseño de sus instrumentos
improbables y el alemán era Hans-Joachin Kollreuter,
un experto en las teorías de la atonalidad. Zé, en realidad,
era un experto en Beethoven y Schoenberg que se había maravillado
con los músicos populares y metido en la azarosa tarea de unir
puntas, particularidad que llamaba mucho la atención a Caetano
y Gil, que eran músicos intuitivos, sin formación académica.
Mi verdadero maestro fue Jackson do Pandeiro, decía
sin embargo Tom, emergente claro de la época en que Bahía
era la ciudad más moderna de Brasil. Jackson fue el Domingo Cura,
multiplicado por mil, de Brasil.
¿Qué hacía por entonces Tom? Canciones adornadas
con sonidos de licuadoras, lavadoras, sierras eléctricas, sirenas,
bocinas, timbres, máquinas de escribir o botellas. Y las grababa
experimentalmente, en una especie de gesto casual. Sus letras expresaban
una decisión similar, acercándose paso a paso a la poesía
concreta, de fuerte influencia en los autores brasileños de los
últimos cuarenta años. Lo curioso es que hoy sigue haciendo
lo mismo; sólo que, en lugar de ser una especie de inadaptado
social en un país periférico, se ha convertido en un profeta
de las nuevas tendencias anglosajonas. Es que cuando en 1990 salió
el disco que Byrne planeó para presentarlo a la humanidad, Tom
Zé se mudó a Nueva York, cuyo ruido ambiental le recuerda
incesantemente a San Pablo. Entusiasmado, concretó incluso un
videoclip inclasificable, más moderno que todos los más
modernos juntos, de su tema Um ¡Oh! e um ¡Ah!,
que habría grabado en rigor catorce años antes, en el
disco descubierto en Leblón por su mecenas norteamericano.
En los siguientes nueve años Tom planeó y editó
apenas otros dos discos, que ahora son cubiertos de elogios en todas
partes. El primero, en 1992, en los estudios de Prince, con los músicos
de Prince, presentando material inédito de toda su carrera, con
el título The Hips of Tradition: The Return of Tom Zé.
El título, seguramente de Byrne, remite a la lógica de
Aníbal Troilo, en el recitado de Mi barrio: Si
yo nunca me fui, siempre estoy volviendo. El otro disco, grabado
cuando cumplió 62, salió este año y se llama Fabrication
Defect: Com Defeito de Fabricaçao. Así, en dos idiomas.
Y es una obra mayor, en algún punto relacionable con algunos
temas de Caetano a principios de la década, como Fora da
orden y O cu do mundo. Zé entabla en este disco
que se consigue en disquerías argentinas, lo mismo que
los dos anteriores una discusión contra la dominación
del Tercer Mundo por parte del Primer Mundo, dedicándole una
canción a cada uno de los aspectos posibles en esa discusión.
¿Por qué, si el Primer Mundo es mejor ironiza
los del Tercer bailamos mejor, cogemos mejor, cantamos mejor? El
Tercer Mundo tiene una población enorme que crece rápidamente,
plantea. Esas personas han sido convertidas en especies de androides,
casi siempre analfabetos. Ha ocurrido en Brasil y ocurre en el Tercer
Mundo en general. Pero esos androides revelan defectos innatos: piensan,
bailan y sueñan, cosas muy peligrosas para los amos del Primer
Mundo. Tener ideas componer, por ejemplo es un desafío.
Y pensar siempre va a considerarse una afrenta. Es con este discurso
que lellega la bendición de los medios del Primer Mundo. Un
nuevo Frank Zappa, cree descubrir la revista Rolling Stone (de
allá, no de acá) pifiando en el ejemplo, a lo Palermo
en una mala tarde. The New York Times lo presenta como la estrella que
faltaba del mundo latinoamericano, acercándolo peligrosamente
a Jennifer López y Ricki Martin, de los que está separado
por trillones de galaxias al cuadrado. Y siguen los descubrimientos:
Spin, Billboard, The Village Voice, Les Inrockuptibles (de allá,
no de acá). Poco después la nueva generación llega
ansiosa al banquete de su obra, se lo devora y comienza a remezclar
sus temas, que van a parar a un compact (con edición simultánea
en cassette y vinilo) llamado Postmodern Platos. Ahí se estorban
los chicos diez por parecer más ocurrentes que el señor
que se niega a parecer abuelo: Sean Lennon, John McEntire, Amon Tobin,
Sasha Frer-Jones y The High Llamas, entre otros.
La música brasileña, que es siempre accesible, parece
fácil pero es en realidad un universo complejo de zonas y subzonas,
de grupos y subgrupos, incluso de universos paralelos que no se tocan,
aunque desde afuera pareciera que sí. Así como no se entiende
el Caetano de hoy sin pasar por la aduana de la secuencia Carmen Miranda-Orlando
Silva-Joao Gilberto-The Beatles-Tropicalismo-Negación del Tropicalismo-Nuevo
Tropicalismo (y faltan varios eslabones) o es imposible entender cabalmente
a Marisa Monte sin el árbol genealógico en cuyas ramas
anteriores están Elis Regina y Gal Costa, está claro que
Tom Zé es el padrino de una serie clave de aportes a la ampliación
del registro de posibilidades de la canción. Paralamas, Arnaldo
Antunes, Adriana Calcanhoto y Lenine (que se insinúa como una
nueva estrella posible de la MPB) son como sus hijos adoptivos en esa
tarea, aunque éstos la asumen menos radicalmente, ya que todos
tienen y Zé nunca tuvo perspectiva de mercado. Caetano
acaba de presentar a Lenine a la sociedad internacional, al elegirlo
como su aparcero en una actuación en París en La Maison
de la Musique, subyugado por un cachorro de artista que parece haber
devorado toda la obra de Tom Zé antes de dar sus primeros pasos.
Tom Zé es el eslabón perdido de la evolución histórica
de a maior música do mundo. O era, hasta aquel día en
que Byrne se llevó a Nueva York el disco equivocado.