Diario
de un espectador durante el
Festival Internacional de Buenos Aires
Los
quince días que
conmovieron al mundo
Durante
dos semanas el Festival de Buenos Aires copó casi todos los teatros
locales y convirtió a la ciudad en un gigantesco escenario.
En un esfuerzo sin precedentes, un solo hombre de Radar se tomó
el trabajo de recorrerlo de punta a punta para registrar la euforia
por Gassman, la saludable demencia alemana, el mondo freak italiano,
los espectáculos de Peter Brook y Bob Wilson, las similitudes
entre Steven Berkoff y Enrique Pinti, el espíritu fiestero de
casi todas las compañías y el cholulismo argentino.
Por
Alan Pauls
Jueves 9, 20.30 hs, Teatro Opera
El festival se inaugura con un adiós, Laddio del matatore,
el espectáculo con el que se supone que Vittorio Gassman se despide
del teatro. Gassman es como Bergman: hace años que vienen proclamando
que abdican a sus respectivos tronos, y hace años que algo o
alguien los induce a arrepentirse. Las proclamas hacen pensar en esos
cartelitos que los empresarios teatrales pegan encima de los afiches
de las obras que producen anunciando: últimas funciones.
Una huelga municipal obliga a suspender el cóctel de lanzamiento
del festival. Hambrienta y con sed, la gente se abalanza sobre el Opera
en busca de alimento espiritual. Para entrar hay que atravesar un cordón
de manifestantes: son estudiantes de escuelas de arte que protestan
porque los edificios en los que estudian ya no existen o se caen a pedazos.
Todo es muy teatral, a tono con el evento: bombos, máscaras,
gente que anda en zancos, disfraces, caras maquilladas, narices y zapatones
de payaso. La composición de los volantes es mixta: el cincuenta
por ciento deplora promesas incumplidas y traiciones del Gobierno de
la Ciudad; el otro cincuenta publicita obras underground. ¿No
podían protestar en otro momento?, protesta una señora
que parece sintetizar el perfil standard del público del matatore:
más de 55, tapado de piel natural, tendencia a alzar la voz y
a abrirse paso a codazos. No. Siempre que hay un festival tiene que
haber una huelga. Es una ley inevitable. Los huelguistas aprovechan
la repercusión pública del festival para promover su lucha
y los organizadores del festival usan la carrera contra la huelga como
ingrediente épico. ¿Quién ganará: el festival
o la huelga?
21.15
hs.
Estamos adentro, pero el beat de los bombos llega nítido.
Todos tememos un poco por la salud del matatore. Una chica aparece en
el proscenio y nos previene, en perfecto italiano, sobre su fragilidad.
Difícil saber si sonríe tanto por simpática o por
aterrorizada. A las 21.20 Gassman sale a escena: alto, solvente, soberano.
El teatro, como se dice, se viene abajo. El espectáculo no es
estrictamente unipersonal, pero los dos actores que acompañan
al matador son tenues como hologramas. En un momento, Gassman incorpora
a su monólogo el sonido de los bombos. Dice: Si, si, credo
sentire il suono de quelli tamburini..., o algo por el estilo.
El teatro, que se había levantado, vuelve a venirse abajo. Tema
para una tesis de doctorado: ¿Qué clase de cosas
aplaude el público argentino?. Aquí y ahora, la
respuesta es obvia: aplaudimos no a un actor sino a su voluntad obstinada
de sobrevivir, de no morir en escena, lejos de su Italia natal, en un
remoto teatro del microcentro porteño. Aplaudimos conmovidos
lo mismo que nos revolcaba de risa al principio de La fiesta inolvidable,
cuando Peter Sellers, acribillado a balazos, seguía tocando su
trompetita.
Viernes
10, 20 hs, Teatro San Martín
Los alemanes están completamente locos, no hay duda, pero
¿en qué consiste su demencia específica? La Volksbühne
responde con Murx. Una velada patriótica. Simpatía perfecta
entre la sala Martín Coronado y la puesta de Christoph Marthaler:
la escena es un espacio público, tan público como la sala,
y tiene su misma luz antiteatral: plena, vulgar, como sin matices. Doce
desclasados zombies del poscapitalismo o espectros de la RDA
ejecutan rituales absolutamente imbéciles (prepararse un tecito,
anotar estupideces, asearse) mientras, más que cantar, son cantados
cada tanto por ráfagas de música nacional alemana. Hay
canciones infantiles, patrióticas, revolucionarias, fascistas.
Las melodías de cuna se vuelven amenazantes como himnos de guerra;
los himnos de guerra suenan dulces como cantilenas. El público
no para de toser. (Tema para otra tesis de doctorado: Del valor
sintomático de la expectoración en la representación
teatral.) Murx es algo que debe ser atravesado. Dos demostraciones:
una, que la demencia alemana se llama Realismo, y que el virus extraordinariode
Bertolt Brecht humor, opacidad, chatura, una estética que
ayuna de la belleza: una anestética sigue infectándola;
dos, que si el teatro alemán es el único lugar donde el
Realismo sigue gozando de estupenda salud, es porque el Realismo alemán
consiste simplemente en hacer que todo vaya a fondo. El tiempo, el aburrimiento,
la vulgaridad, la costumbre, la repetición. La nada. Sobre todo
la nada. ¿No es ésa la gran conquista del teatro contemporáneo:
el derecho a que arriba de un escenario no pase nada?
Sábado
11, 19 hs, Centro Cultural Recoleta
Federico León, el wunderkind de la escena nacional, presenta
un borrador en video del film que está realizando en los ratos
que le deja libres el ensayo de 1000 metros sobre el nivel de Jack,
su próxima obra, de estreno inminente. El productor de su incursión
cinematográfica es Martín Rejtman, el director de Rapado
y Silvia Prieto, que alguna vez supo ser su profesor de guión.
En los 30 minutos que dura el boceto, como en un film de Godard, una
pareja actúa y repite la escena de pareja por excelencia: la
separación. Los actores son el mismo León y Jimena Anganuzzi,
que en Cachetazo de campo elevaba el llanto con mocos a la categoría
de un éxtasis religioso. El régimen de la improvisación
recorre las escenas, que sin embargo giran alrededor de ideas muy fuertes:
cámara fija, tiempos llevados al límite, no concordancia
entre la imagen y el sonido. Los decorados cambian: un bar, una confitería
grasa, la barra de algo que parece una disco. Los amantes nunca hablan
de lo que les pasa; todo ya pasó: quedan detalles, secuelas,
todas las insignificancias el hambre, la plata, irse o quedarse
en un lugar, comerse un tostado que prueban que la vida sigue.
¡Yo no quería llorar, hoy!, se queja Jimena
en una de las primeras escenas que le toca actuar, como si León,
que por otra parte es su novio, la hubiera llevado engañada.
Sábado
11, 24 hs, Sportivo Teatral
Quince personas (más no entran) hacen cola en el pasillo
de una casa chorizo de Palermo Viejo. Todo empezando por la hora
tiene un aire ligeramente clandestino. Es el aire que alimentó
siempre la obra de Osvaldo Lamborghini, algunos de cuyos textos están
en el centro de Teatro proletario de cámara, un espectáculo
del Sportivo Teatral de Ricardo Bartis que crece en los márgenes
del festival. En una pieza o piecita, después de servir unos
vasos de vino, los actores, más que recitar a Lamborghini, lo
resucitan. Los versos del maldito cortan el aire, como dichos en un
trance, y el que nunca los leyó ahora los oye y los lee bien,
muy bien leídos, por el mismo dinero. La ropa, los muebles de
la piecita (ropero, bañadera), sobre todo la cadencia: todo alude
a los años 20, al tango, a una mala vida argentina que deforma
sus emblemas hasta volverlos siniestros. En boca de Adrián Fondari,
que las profiere pálido y envarado, como un Chucky de suburbio,
las Matinales de Lamborghini suenan como voces de la luna.
Analía Couceyro deja caer desde lo alto del ropero el Porchia
estaba loco, de Sebregondi retrocede, y después, reducida
o amplificada a una boca y a una dicción, de las más perturbadoras
que se recuerden, arremete con ¿Yo soy el hombre?.
Y está El niño proletario, esa mezcla de confesión,
relato y manual de instrucciones donde un niño burgués
cuenta en primera persona cómo golpea, viola y mata a un niño
proletario. El extraordinario Luis Machín recoge el guante de
la primera persona y lo cuenta todo. Su relato podría ser una
confesión, pero el personaje lo aprovecha para recordar lo que
sucedió, y a la vez aprovecha que recuerda cada detalle para
ir decidiendo si lo que hizo está bien o mal. El monólogo
está antes de la moral, y esa anterioridad la moral está
por verse es estremecedora, casi insoportable. Machín dice
su texto apoyado contra una escalera, fumando con la boca apenas entreabierta,
en una especie de media voz glacial, filosa, perfectamente controlada
que,como la de Frank Sinatra, ni siquiera parece detenerse para respirar.
¿Cuánto hacía que un actor argentino no daba miedo?
Viernes
17, 21 hs, Teatro San Martín
Sigo al pie de la letra el consejo que me dieron y después
de una semana de abstinencia teatral voy a ver la Orestea de Romeo Castellucci.
En el lobby del San Martín proliferan los rumores: es el
director más importante de Europa, hay un mogólico
en escena, en Roma formó una compañía
de teatro infantil y se la prohibieron, también hay
un burro, un caballo, dos gordas y monos, muchos monos. Agregar:
un hombre sin brazos, un anoréxico altísimo y varios micrófonos
que distorsionan las voces. Al revés de lo que pasaba con Murx,
la sala conspira contra la puesta de Castellucci. Sus alaridos, sus
convulsiones, su pulsionalidad sucia, sus freaks y su política
general de shock piden a gritos un galpón abandonado, una estación
de tren, un hospicio en ruinas, cualquier cosa menos la elegancia distante
de la Martín Coronado. El escenario está lejos, muy lejos,
y los efectos de la Compañía Raffaello Sanzio se disipan
en una especie de triángulo de las Bermudas que hay entre la
escena (que crepita) y el público (que bosteza). Aunque desoída,
la exigencia de Orestea pone sobre la mesa una sutil incomodidad que
recorre la selección del Festival: el criterio de un teatro demasiado
teatral, demasiado cómodo en su identidad consensuada,
demasiado apegado a espacios y protocolos reconocidamente teatrales.
La política anti-sistema de Castellucci, cuyos efectos sólo
pueden medirse por la tensión que establecen con la institución
teatral, queda como atrapada en la red de seguridad del festival, que
termina estetizándola y neutralizándola. Si Orestea decepciona
no es por un exceso de ultraje sino de belleza.
Domingo 19, 21 hs, Teatro Alvear
Después de monologar durante una hora y media, con los tres
únicos respiros que le conceden un farol que se quema en escena
y un celular que suena dos veces (Debe ser mi agente), Steven
Berkoff termina de precisar las vagas intuiciones sobre los unipersonales
que me había inspirado Gassman. Todo unipersonal es un unipersonal
de Enrique Pinti. No importa quién lo haga, si Rudy Chernicoff,
Hugo Varela, Vittorio Gassman o Steven Berkoff: es Pinti, siempre Pinti.
Esa vocación satírica, esa relación inmediata con
lo que sucede en el instante de la representación, esas falsas
versatilidades, esa mística del Actor Solo (mezcla de náufrago
y de centinela), esa ideología de la Esencialidad (un actor,
una luz, una muda de ropa negra, un espectador: ¿qué más
hace falta para que haya teatro, eh?), esa vocación optimista...
Ya no puedo asistir a un unipersonal sin oír una voz interior,
probablemente psicótica, que me susurra a ritmo de vals el célebre
adagio pintiano: Quedan los artistas.... Como buen actor
inglés, Berkoff es un ventrílocuo extraordinario: apenas
un médium que la Gran Tradición Actoral usa para manifestarse
y, a la vez, para escarnecer las tradiciones espurias (el cine, Hollywood,
Al Pacino) que pretenden hacerle sombra. El tema del one-man-show los
villanos de Shakespeare no podía ser más adecuado
para esa mezcla de frivolidad, gimnasia y sarcasmo que es la máquina
Berkoff. El chiste de la noche: ¿Se fijaron que cuando
suben a recibir el Oscar todos los actores de Hollywood dicen: No
puedo creerlo, no puedo creerlo? ¡Claro! ¿Cómo
van a creerlo si no lo merecen?.
Martes
21, 19 hs, Teatro San Martín
¡Brook, Sacks, Brook! El hombre que confundió a su
mujer con un sombrero. Hay tanta gente que la Casacuberta parece Woodstock,
y los acomodadores caminan como garzas esquivando cabezas. Los cuatro
actores de la obra ocupan sus lugares: un japonés (Yoshi Oïda),
un africano de dos metros de altura (Sotigui Kouyaté), un inglés
(el formidable Bruce Myers), un nativo de Rarolandia (David Bennent,
alguna vez protagonista de Eltambor de hojalata). A su manera, Brook
también trabaja sobre un casting freak, como Castellucci, pero
en el sentido inverso: no para impactar con las diferencias sino más
bien para armonizarlas en el equilibrio tolerante de una filosofía
multicultural. En The man who como inmediatamente bautizó
a la obra la pereza bilingüe argentina todos hacen todo.
Todos son enfermos y médicos, y la diferencia entre unos y otros
es tan conceptual tan marcada como la que separa a un delantal
(médico) de la parte de arriba de un pijama (enfermo). No hay
progresión dramática: cada escena es un caso, cada caso
un test, cada test una breve y fulgurante performance física.
Es como si el teatro, de golpe, se abstuviera limpiamente de representar
y, vampirizando cierta lógica teatral de la inspección
médica, despojada y clínica, se limitara simplemente a
presentar. Detrás de cada anomalía (el hombre que perdió
la propriopercepción, el que sólo tiene conciencia de
la mitad derecha de su campo perceptivo, el que no tiene ninguna noción
de experiencia, etc.) no hay nada, ninguno de los dramas psicológicos,
interiores, que el espectador está acostumbrado a
inferir para explicar los comportamientos inusitados que contempla en
escena. No hay más que una lesión, un accidente orgánico:
algo que se acerca peligrosamente a la falta total de sentido.
Miércoles 22, 22 hs, algún lugar de Palermo Viejo
Una pareja da una fiesta para agasajar a algunos huéspedes
europeos del festival. La invitación telefónica
es peligrosamente amplia: la voz no tarda en correr. La noche promete
ser un modelo de integración cultural. Todo es charla, intercambio
de ideas y proyectos, hasta que Omar Chabán saca
a bailar a Silke Bake, la delegada del festival de Berlín. Si
el piso fuera de madera le sacarían viruta. Se arma el baile.
Clandestino, de Manu Chao, encabeza el top five de la noche. Pero los
agasajados se van apenas pasada la medianoche y llega el turno de los
elencos, que van cayendo por horas. De una a dos, los brasileños;
de dos a tres, los chilenos; de tres a cuatro, los franco-argentinos
de La confesión. Los dueños de casa calculan cuántos
elencos faltan y tiemblan. A las tres y media, aprovechando que los
invitados polemizan sobre qué disco poner, el dueño de
casa recupera el control del equipo de audio y pone a Sinatra con Jobim.
Algunos pulóveres se desperezan. La pista empieza a ralear. El
dueño de casa monta guardia delante del equipo con los brazos
cruzados sobre el pecho, como los patovicas de las discotecas.
Jueves 23, 20 hs, Teatro Avenida
Un recrudecimiento del conflicto municipal obliga a suspender algunas
funciones. Felices por el franco inesperado, un par de elencos aprovechan
para ver Perséphone, de Bob Wilson y el público argentino
para pedir autógrafos. Adentro, contraste total entre la sala
y la puesta: el barroco español del Avenida contra la pureza
high tech de Wilson. Esta vez, sin embargo, todo fluye: no hay nada
que el eclecticismo estético de Wilson no pueda absorber. Esa
capacidad de asimilación es la que lo emparenta con el discurso
de la publicidad, tan hiperactual que siempre parece estar reciclando
algo del día anterior. Cosas que desfilan por mi cabeza durante
la obra: una botella de Gancia, un Alfa Romeo, un traje de Hugo Boss.
Tengo la impresión de que si pudiera meterlas en el escenario,
todas esas cosas se freirían en el acto, como papas-bastón
en aceite hirviendo. Perséphone es pulcra y enceguecedora como
una contratapa de Vogue, y Wilson con su inconcebible alter ego
musical, Philip Glass parece ahora una versión sosegada
de Peter Greenaway. De Einstein on the beach hasta hoy, mucha agua pasó
bajo el puente de la imagen. Wilson alguna vez la usó para deshacer
el teatro, pero la imagen siguió adelante, se multiplicó,
se adueñó del mundo y deshizo a Wilson.
Domingo
26, 17 hs, Teatro Alvear
El festival agoniza. Todo el mundo se prepara para la fiesta de
cierre, a partir de las 24, en Tago Mago, una especie de carpa muy cerca
de donde se estrelló el avión de LAPA. Poca gente en el
teatro. Flota un clima de exclusividad y desazón muy parecido
al que reina en los supermercados de las ciudades balnearias la primera
semana de marzo, cuando el grueso de los turistas acaba de irse y los
repositores de mercadería aún no han llegado. Todo el
mundo espera la obra de Trisha Brown, que el programa anuncia en primer
término. Aparece una bailarina canosa que gira, se despoja de
algo de ropa, se detiene frente a un ventilador de pie y por fin se
mueve alrededor de una silla, mientras suena una voz de mujer que recita
un texto poético-filosófico. Un nuevo vistazo al programa
confirma que no es Trisha Brown sino Noemí Lapzeson, y que la
voz que se oye, tropezando en varias oportunidades con la palabra signo,
es su propia voz. Tropezón no es caída. Luego dos bailarines
una japonesa, un norteamericano ejecutan sucesivamente la
coreografía que Jennifer Müller imaginó para las
Obras Completas de Tracy Chapman. Todo tiene un aire precario y apurado,
como de valija hecha a último momento. (Idea para otra tesis
de doctorado: los bailarines son una forma de vida detenida en medio
de su evolución, cuando todavía no sabían si querían
ser peces y nadar, ser aves y volar o ser reptiles y reptar.) La tercera
es la vencida: simple, nítida, anti-seductora, la obra de Trisha
Brown, apuntalada por la música y el vestido diseñados
por Robert Rauschenberg, es un breve bloque de felicidad que sosiega
los ánimos caldeados del público. A la salida, Omar Chabán
se niega a hacer comentarios sobre el espectáculo. Prefiere derramar
elogios sobre la fiesta de cumpleaños de Javier Lúquez,
celebrada el jueves 23 en el Tatersaal del hipódromo de Palermo.
De cada tres chicas había una lindísima, dice.
Y la comida, bárbara. ¿Dónde
queda Tago Mago?, pregunta alguien con desgano.