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Un anticipo de Mi siglo, de Günter Grass

La guerra y la paz

Los relatos que corresponden en Mi siglo a los cuatro años que duró la Primera Guerra Mundial están cubiertos por una serie de conversaciones imaginarias entre dos testigos privilegiados de aquella contienda sangrienta: el alemán Ernst Jünger y el suizo Erich Maria Remarque. Radar ofrece un fragmento de esa apasionante discusión entre un pacifista incorregible y un anarquista glorificador de la guerra.

Por Günter Grass

Después del esfuerzo repetido e inútil de dos colegas de nuestro Instituto, conseguí a mediados de los 60 inducir a los dos ancianos caballeros a un encuentro en un hotel suizo (...). El señor Remarque �que entonces tenía sesenta y siete años� me pareció más frágil que el vigoroso señor Jünger, quien acababa de cumplir los setenta y tenía un aire marcadamente deportivo. Nuestra primera ronda de conversaciones arrancó con dificultad. Mis �testigos de su tiempo� hablaron con conocimiento de causa de vinos suizos: Remarque elogió las variedades del Tessino y Jünger daba preferencia al Dole. Pero cuando cité el principio de una canción anónima que se cantaba con frecuencia en la Primera Guerra ��La danza macabra de Flandes��, comenzaron a tararear, primero Remarque y pronto también Jünger, aquella melodía lúgubre y melancólica: �En Flandes no hay suerte, cabalga la Muerte�. Después de algunos carraspeos, Remarque dijo que, en el otoño del �14 �él estaba todavía calentando el banco escolar, mientras los regimientos de voluntarios se desangraban en Yprés�, la leyenda de Langemarck, según la cual se había respondido al fuego de metralla inglés con la canción de Alemania en los labios, le había hecho una gran impresión. Sin duda por ello, muchos alumnos de bachillerato se habían presentado como voluntarios de guerra. Uno de cada dos quedó en el frente. Y los que sobrevivieron, como él, que de todas formas no había podido hacer el bachillerato, estaban echados a perder. Él, al menos, se consideraba un �muerto viviente�. El señor Jünger había reaccionado con fina sonrisa a las experiencias escolares de su colega y ahora calificó el culto a Langemarck de �sandez patriótica�, pero admitió que mucho antes de comenzar la guerra se había apoderado de él una gran nostalgia del peligro, el deseo de lo insólito (�aunque fuera al servicio de la Legión francesa�): �Cuando luego empezó, nos sentimos fundidos en un gran cuerpo. Sin embargo, incluso cuando la guerra mostró sus garras, la lucha, como vivencia interior, fue capaz de fascinarme hasta en mis últimos días de jefe de fuerzas de asalto. Reconózcalo, mi querido Remarque, en Sin novedad en el frente, su excelente primicia, hablaba usted, no sin emoción, de la fuerza de una camaradería entre soldados que llegaba a la muerte. No es que aquellos ancianos caballeros comenzaran entonces a pelearse, pero insistieron en ser de distinta opinión en materia de guerra. Mientras uno seguía considerándose �pacifista incorregible�, el otro exigía ser considerado �anarquista�. �¡Qué va! �exclamó Remarque�. En Tormentas de acero, era usted como un niño travieso en busca de aventuras. Reunió frívolamente una tropa de asalto para, con placer sangriento, hacer un par de prisioneros y, de paso, birlar un par de botellitas de coñac... Luego, sin embargo, reconoció que su colega Jünger, en su diario, había descrito en parte acertadamente la guerra de trincheras. (...) Nuestro siguiente encuentro fue en el Odeón, el venerable café en el que ya Lenin, hasta su viaje a Rusia con escolta de la Alemania imperial, leía el Neue Züricher Zeitung, mientras planeaba en secreto la revolución. Nosotros, en cambio, no mirábamos al futuro sino a tiempos pasados. Como elementos de prueba, los dos libros discutidos yacían sobre la mesa de mármol. Sin novedad en el frente se había difundido en una tirada mucho más numerosa que la de Tormentas de acero. �Es verdad �dijo Remarque�, resultó ser un éxito de ventas. Sin embargo, mi libro fue quemado públicamente en el �33 y tuvo que esperar sus doce años para llegar al mercado alemán. Mientras que su himno a la guerra, al parecer, estuvo siempre disponible. A eso calló Jünger. Sólo cuando yo traté de traer a colación la lucha de trincheras en Flandes, él lanzó al debate una palabra provocadora: �Y sin embargo �dijo�, en todos nosotros había un elemento vivo que espiritualizaba la desolación de la guerra, la alegría objetiva por el peligro, el impulso caballaresco de dar combate. El señor Remarque se rió a la cara de su interlocutor: �¡Qué va, Jünger! Habla como un jinete que monta su propio caballo. Esos cerdos del frente, con sus botas demasiado grandes y su corazón cegado, estaban completamente embrutecidos. Es posible que apenas conocieran el miedo ya, pero el temor a la muerte estaba siempre ahí. ¿Qué sabían hacer? Jugar a las cartas, maldecir, imaginarse mujeres yacentes de piernas abiertas y hacer la guerra. Es decir, asesinar por orden. �Todo eso es cierto, mi querido Remarque. Pero insisto: cuando veía a mis hombres en la trinchera, fusil en mano y bayoneta calada, y veía centellear los cascos a la luz de un proyectil luminoso, me llenaba una sensación de invulnerabilidad. Sí. Nos podían aniquilar, pero no vencer. Tras un silencio imposible de salvar �el señor Remarque iba a decir algo, pero lo apartó con un gesto� los dos levantaron la copa y, sin mirarse, se metieron entre pecho y espalda lo que quedaba en sus vasos. Un poco cohibida puse entonces sobre la mesa los libros de los dos, y les pedí una dedicatoria. Jünger se apresuró a firmar su libro bajo la inscripción: Para nuestra valiente Vreneli. Remarque firmó bajo una confesión sumamente clara: De cómo los soldados se convirtieron en asesinos. Todo había sido dicho. Los caballeros se pusieron de pie, evitaron ambos el apretón de manos y me rogaron que no acompañara ni al uno ni al otro al andén. Cinco años después murió el señor Remarque. El señor Jünger se propone, al parecer, sobrevivir a este siglo.