Zen
& Aullidos & Autos & Drogas
& Personas Interesantes
El
senador McCarthy los consideraba el peor peligro para Estados Unidos.
Sus lectores los consideraban capaces de cambiar el mundo. Con los años,
Allen Ginsberg se reformuló a sí mismo con un Whitman
post-atómico. William Burroughs, como un Melville inyectado de
paranoia. Pero Jack Kerouac siguió igual a sí mismo: el
fósil de una década, considerado por la crítica
como un producto con fecha de vencimiento, aunque sus libros
sean hasta hoy los más robados en las librerías de Nueva
York. El 21 de octubre se cumplieron treinta años de su muerte.
A manera de homenaje, Rodrigo Fresán se sube al mito en movimiento
y analiza qué queda hoy de los beatniks y qué se perdió
en el camino.
POR
RODRIGO FRESAN
Burroughs
en Tanger (1961), Kerouac en San Francisco (1958),
Ginsberg en Nueva York (1957).
Para
empezar, algunas definiciones pertinentes. Mínimos parámetros
de tiempo y espacio. O instrucciones para demostrar que el movimiento
se demuestra andando. O formas útiles de información a
la hora de perderse encontrándose.
1) The Beats: Grupo de escritores con base en Nueva York y San Francisco
durante la última mitad de la década del 50. El término
beat fue primero utilizado por John Clellon Holmes en Go, su novela
de 1952, la primera descripción de personas y entorno del Movimiento
Beat. Allí, Jack Kerouac se llama Gene Pasternak y Neal Cassady
es Hart Kennedy. El nombre de la Generación Beat ha sido alternativamente
interpretado como beaten down (castigados), beatific (beatífico)
o sencillamente beat (latido, ritmo, pulso). Los miembros del grupo
profesaban un antagonismo hacia los valores de la clase media, el comercialismo
y la rutina, así como exaltaban los estados y visiones provocados
por la meditación religiosa, la experimentación sexual,
el jazz y las drogas (The Wordsworth Companion to Literature in
English).
2) En el camino (On the Road): novela semiautobiográfica
de Jack Kerouac publicada en 1957. Una de las más populares y
fundamentales declaraciones de principios del movimiento Beat cuenta
la historia de un grupo de amigos viajando por Norteamérica en
busca de nuevas e intensas experiencias. El caos, la excitación
y la desesperación de esta búsqueda aparece plasmado en
la particular forma de narrar del personaje Sal Paradise. Sal acompaña
a sus amigos en cuatro viajes a través del país y pasa
algún tiempo en Colorado, California, Virginia, Nueva York y
México. Varios de los personajes están basados en amigos
de Jack Kerouac: Dean Moriarty, el espíritu-guía del grupo,
es Neal Cassady; Carlo Marx es Allen Ginsberg (The Wordsworth
Companion to Literature in English).
3) El párrafo más citado de En el camino: Corrieron
juntos calle abajo, interesados por todo de esa forma en que se interesaban
por todo al principio y que más tarde se convirtió en
algo mucho más triste y perceptivo y vacío. Pero ahora
bailaban por las calles como campanitas, y yo fui tras ellos como lo
he hecho toda mi vida siguiendo a las personas que me interesan, porque
para mí las únicas personas son los locos, lo que están
locos por vivir, locos por ser salvados, deseosos de todo al mismo tiempo,
los que nunca bostezan o caen en un lugar común, y que arden,
arden, arden, arden como fabulosos y amarillos fuegos artificiales explotando
como arañas a través de las estrellas y en su centro ves
aparecer esa luz azul y todos sueltan un ¡Awww!.
EL CREDO
Casi una religión. Un zen de polaridades invertidas. La escritura
en movimiento impone la idea del escritor en movimiento. Los beatniks
cuentan eso: ponen el movimiento por escrito y lo asocian al movimiento
de la pupila, de izquierda a derecha moviéndose por la página
como un automóvil a toda velocidad. La narración como
algo cinético e instantáneo. Escribir como se respira,
como se habla, como se piensa. Acción. Eso fueron los beatniks:
las ganas de no quedarse quietos habiendo nacido como simples
seres humanos durante la Depresión y habiendo nacido como trascendentes
e involuntarios revolucionarios después de la bomba atómica-
y de gritar su verdad en voz alta. Aullarla. El problema, claro, es
que esta forma de intimidad tribal no demoró (en realidad demoró
bastante: los libros tardaron en publicarse, En el camino estaba más
o menos lista y terminada varios años antes de su edición)
en ser convertida en moda, tema de discusión o simple apunte
generacional. La paradoja de que, cuando los beatniks se pusieron de
moda por primera vez, los beatniks, como grupo, ya se habían
esparcido por el planeta. Entonces, otra vez, a juntarse, a hacerse
los beatniks. Y ya nada volvió a ser lo mismo pero, de ahí,
también el que la idea beatnik sea una idea que no deja de reformularse
desde el vamos: porque es una buena idea, una idea tan primal comosofisticada;
porque el reflejo de salir para entrar en uno es viejo como el hombre.
Ulises era beatnik. Moisés también. Y Buda. Los tres siempre
en el Camino con C mayúscula.
Hoy, aquellos dictados beatniks tienen la ingenuidad de lo amateur y
la potencia de las hormonas adolescentes. Algo que, en realidad, sólo
podía inquietar a J. Edgar Hoover, director del FBI, quien los
consideraba una de las mayores amenazas para nuestro país,
tal vez porque beatnik se escribía parecido a sputnik. Pero ya
fue dicho: los beatniks aquellas buenas fotos siguen fotografiando
bien, siguen siendo una muy buena historia, siguen conservando cierta
pureza. Esa cualidad a la que aludía el sabio y ominoso William
Carlos Williams cuando dijo: Los productos puros de América
acaban volviéndose locos. O la que mencionó un Kerouac
un tanto irresponsable cuando se refería a las personas
interesantes.
LA TRINIDAD
Las entrevistas recopiladas y ordenadas cronológicamente en el
recién editado The Paris Review: Beat Writers at Work relatan
en preguntas y respuestas, a través de las voces de William
Burroughs, Allen Ginsberg, Robert Creeley, Jack Kerouac, Charles Olson,
Peter Orlovsky, Paul Bowles, Ken Kesey, Gary Snyder, Barnet Rosset y
Lawrence Ferlinghetti las idas y vueltas de novelistas y poetas
sin brújula que encontraron en la palabra beat un rumbo y un
estigma. Allí conviven la filosofía de la improvisación,
el monólogo anfetamínico de la máquina de escribir
y la derrota del ya no ser porque nunca lo fueron del todo. La evidencia
de que los beatniks eran una cofradía para los demás y
apenas un grupito de amigos para ellos mismos. El también flamante
y mucho más fashion volumen The Rolling Stone Book of Beats pone
aun más en evidencia esta realidad. La idea de un Dios desconocido
y caótico: el dealer y heroinómano Herbert Huncke, el
primero en escribir más o menos así, y el que contactó
y configuró a la Santísima Trinidad del asunto: la velocidad
silvestre de Jack Kerouac, la psicosis hermética de William Burroughs
y el alarido florido de Allen Ginsberg. Una tríada que ya
fue dicho no es más que la nueva encarnación de
un viejo monstruo. Porque, si se lo piensa un poco, también fueron
beatniks Herman Melville, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau,
Walt Whitman, Mark Twain, Jack London, Thomas Wolfe, Francis Scott Fitzgerald,
Ernest Hemingway y siguen las firmas. Estados Unidos es beatnik de nacimiento
y, casi al principio de En el camino, Dean Moriarty el cuarto
mosquetero Neal Cassady en el mundo real, el DArtagnan casi imberbe
que no puede cerrar la boca exclama: Hombre, ¡hay
tantas cosas que hacer, tantas cosas que escribir! Cómo empezar
a ponerlo todo ahí, sin inhibiciones literarias ni miedos gramaticales....
Buena pregunta.
EL DOGMA
En The Rolling Stone Book of Beats hay una foto reveladora. En blanco
y negro y gris. Ahí están Kerouac y Ginsberg, en 1959,
hojeando uno de los tomos de En busca del tiempo perdido de Proust con
la mirada abstraída y sonámbula que otros dedican a una
revista pornográfica o a la nómina de los caballos que
corren esa misma tarde. La foto no es casual. El libro mucho menos.
A las horas del último delirio del alcohol y del rencor
Kerouac fantasiaba en ordenar su obra como si se tratara de una vasta
leyenda, como una saga épica y kilométrica. No pudo ser
porque, básicamente, los editores ya estaban en otra y los libros
de Kerouac eran cada vez más confusos, resentidos y, sí,
adultos como el derrotado y doloroso Big Sur, pero adultos
en el peor sentido de la palabra para algo que se suponía no
debía envejecer sino mantenerse por siempre joven y en la carretera.
Sólo los contaminantes y polucionados Ginsberg y Burroughs se
las arreglarán para convertirse, el primero, en poeta summa cum
laude y avatar de los tiempos cambiantes, una especie de Walt Whitman
aggiornado; y el segundo en meta-Melville, hermético profeta
virósico yapocalíptico. Los dos saltarán de la
idea del viajero iluminado a la del vagabundo eléctrico, o piedra
que rueda, y no dudarán a la hora de aparecer en clips de Bob
Dylan y U2, o en películas de Gus Van Sant o en discos de Laurie
Anderson y Paul McCartney. Kerouac no. A Kerouac no le sale bien eso
del cambio y la adaptación a una nueva era. O no le da la gana.
Kerouac es un dinosaurio de nacimiento. Kerouac se fosiliza en un tiempo
y en un lugar del que no puede escapar: se convierte en un hombrepieza-de-museo.
Así y todo, su obra a diferencia de la ya señalada
modernidad perpetua y por momentos un tanto compulsiva de Ginsberg y
Burroughs aparece más como legado arqueológico que
como lava viva y ardiente. Un despacho sin vuelta desde ese tiempo perdido
donde dos personas interesantes se sacaron una foto mirando un libro
de un escritor francés.
EL INFIERNO
Al principio de Contra Saint-Beuve ensayo crítico y novela
inconclusa de Marcel Proust aparecen, ya, la clave de todo y los
peligros de una buena lección aprendida de memoria para recitarla
con el fanatismo de quien sabe todo y no entendió nada. Allí
se lee: Cada vez le doy menos importancia al intelecto (...) El
intelecto puede llegar a ocupar el segundo puesto en la jerarquía
de las virtudes siempre y cuando sea capaz de proclamar antes la supremacía
del instinto. Ginsberg traduce a Proust y lo adapta a su jingle
tantas veces citado: La primera idea es la mejor. Burroughs
declara: Empecé a escribir porque no tenía otra
cosa mejor que hacer. Kerouac que quería ser un gran
escritor más que cualquier otra cosa en este mundo; que creía
en cierta perdurable disciplina en los fondos de lo súbito; que
reescribió una y otra vez y sometió a varias correcciones
su gran novela confiesa, casi al final de En el camino: No
tengo nada que ofrecerle a nadie salvo mi propia confusión.
El tiempo pasa. David Bowie entrevista a Burroughs. Ginsberg quien
ya había tenido la precaución de sacarse una foto escribiendo
Aullido se fotografía con Bob Dylan junto a la tumba de
Kerouac, quien fotografiaba muy bien al principio de la historia, como
paradigmático all-american boy en uniforme de fútbol,
y fotografiaba muy mal como bailarín etílico y enseguida
demodé en fiestas del Village o en el hogar de su madre en Florida.
De los tres, Jack Kerouac murió primero, después de que
lo hiciera su amigo/personaje/doble Neal Cassady. Como Rey y Mesías
de los Beatniks, Kerouac muere por los pecados de los otros, por no
querer ni poder convertirse en el cliché novedoso
y transgresor en que han mutado sus camaradas de armas. Kerouac no apoya
revoluciones como Ginsberg (a quien le señala que envolverse
en una bandera norteamericana es una falta de respeto, eso no
es un trapo, Allen), ni delata conspiraciones paranoicas como
Burroughs. A Kerouac le cae bien el senador McCarthy y punto. es decir:
Ginsberg como el propagandista de masas, Burroughs como el artista para
iniciados y Kerouac como el mártir. Mal reparto, pésimo
negocio. Buenas intenciones, pocos reflejos. Kerouac es parodiado por
Norman Mailer, condenado por Truman Capote (eso no es literatura;
es dactilografía), olvidado por la intelligentzia que lo
consideró siempre un producto con fecha de vencimiento. En el
camino figura cinco semanas en la lista de best-sellers y a otra cosa.
Casi enseguida, Kerouac se va a vivir con su madre y es aterrorizado
por jóvenes hip que llaman a su puerta de noche para ir a fumar
marihuana y escuchar jazz. A veces lo visitan amigos y reporteros de
la catástrofe; graban su voz como en los sótanos de NY
y Frisco, cuando el chico maravilla canturreaba haikus con fondo de
jazz o leía párrafos de En el camino (esas grabaciones
hoy se venden en coquetos y tumultuosos compacts de la compañía
Ryko). Al final, Kerouac apenas se mueve. Pero habla mucho: sus pronunciamientos
de monarca en el exilio, de Próspero sedentario y sediento de
alcohol en el centro desu propia tempestad, se parecen demasiado a los
de Marlon Kurtz en Apocalypse Now: Odio a los putos... Odio a
los judíos... Odio a las hippies... Joe McCarthy es mi hombre...
Hombre, yo soy el Todo. Estoy en paz. Soy un Buda catatónico...
Ahora vivo con mi mamá... Pero soy Buda... Tengo mil quinientos
dólares y ése es mi pasado y mi futuro y mi bastón...
¿Qué otra cosa tiene uno, además de su bastón?...
No hay que hacer demasiados planes... No tengas miedo... Nunca van a
arrojar la Gran Bomba... Están peleando por ti... Tienen que
proteger esas plantaciones de bambú... Las necesitan para fabricar
nuestros bastones.
A veces vuelve a ser dueño de esa claridad terrible de quien
ha visto demasiado: Yo no estaba intentando crear ningún
tipo de nueva conciencia o algo por el estilo. No teníamos demasiada
capacidad para el pensamiento abstracto y, en realidad, no éramos
más que un grupo de chicos tratando de encamarse todas las veces
que se pudiera. Nunca existió nada parecido a una generación
Beat. Todo eso de la Generación Perdida de Fitzgerald y Hemingway...
Todo el tema me aburre. Pásame ese vaso, le dijo Kerouac
a un grabador que pasaba por ahí.
Los que lo conocieron bien dicen que Jack Kerouac tenía una memoria
asombrosa, que nunca olvidaba algo, que se acordaba absolutamente de
todo. Cuando el memorioso no soporta más la incapacidad de alcanzar
la amnesia, se acuerda de escribirse la muerte más ignominiosa
para un samurai be-bop, el final más sórdido para un bardo
zen-timental. Jack Kerouac se derrumba frente a su televisor viendo
un programa llamado The Galloping Gourmet el 21 de octubre
de 1969, en San Petersburg, Florida. En el entierro, alguien que puede
ser Burroughs, puede ser Ginsberg, recuerda divertido que la verdad
es que a Kerouac nunca le había gustado conducir automóviles.
Agosto
de 1964: Kerouac, dos amigas y muchos vahos etílicos
en la casa que alquilaba su madre en Northport.
¡Awww!
LOS EVANGELIOS
Hoy los tres están muertos. Dos de ellos murieron no hace mucho,
casi juntos, en 1997, largos años después de haber sido
proclamados miembros de la American Academy of Arts and Letters y considerados
tesoros nacionales. Ginsberg, dicen, ensayó una rutina budista
para morir durmiendo y feliz apenas le diagnosticaron un cáncer
terminal. Burroughs, cuando todo parecía indicar que viviría
para siempre, dejó escrito un texto para ser utilizado en su
web-site donde, a la hora señalada, se leyó: Aquel
a quien llamaban el Sacerdote ha encontrado finalmente la manera de
desprenderse de su caparazón terreno o algo por el estilo.
Kerouac cumplió esta semana tres décadas bajo tierra,
disfrutando, demasiado tarde, de que ya no se recuerden sus ingenuidades.
Sus libros, dicen, son los que más se roban en la librería
Barnes & Noble de Union Square, la más grande de Nueva York.
Ahora que los tres están muertos, sus contemporáneos evangelizan
y los discípulos se emocionan, esos apóstoles pueden llamarse
Richard Brautigan, Ken Kesey, Patti Smith, Barry Gifford (autor de una
ejemplar biografía oral de Kerouac y habitual colaborador de
David Lynch), Hunter S. Thompson, Lester Bangs o Dennis Johnson. Ahora
se rescatan las memorias de las novias y las hijas. Ahora se filman
demasiadas road-movies, tan cosméticas como aquella versión
fílmica de Los subterráneos con Leslie Caron y George
Peppard que tanto hizo sufrir a Kerouac entonces. Ahora salen los libros
conmemorativos, las biografías reveladoras. Ahora se escuchan
otros aullidos. Las entrevistas del Paris Review prologadas con cierto
admirativo desdén por el joven y pynchoniano escritor Rick Moody
(Soy un escritor de los 90 y no tengo opción a la hora
de golpear una y otra vez a una oración hasta matarla. Diez,
veinte, treinta, cuarenta veces, hasta convertirla en una perfecta pasta
y después escupirla de la mejor manera posible... Esa supuesta
espontaneidad que los escritores beatniks profesaban y defendían
despiertan algo de envidia feroz); elmosaico de textos y fotos
de The Rolling Stone Book of Beats donde se hace presente el fanatismo
cool de Johnny Depp, quien pagó una pequeña fortuna por
un impermeable de Kerouac que salió a remate (Había
encontrado a los maestros, la banda de sonido y la motivación
justa para mi vida); el encendido mono-tono de Lou Reed (Burroughs
fue el tipo que volteó a patadas la puerta de la literatura.
Un auténtico héroe norteamericano); los recuerdos
de Kurt Vonnegut (Allen me preguntó: si yo no soy el establishment,
¿entonces quién lo es?). Por ahí se apunta
que alguna vez intentó filmarse En el camino con Montgomery Clift
como Kerouac/Paradise y James Dean como Cassady/Moriarty: claro, no
pudo ser por razones de fuerza mayor. Los derechos hoy los tiene Francis
Ford Coppola. La novela se consigue en tu librería amiga.
EL CAMINO
Ahora, también, es la hora de las revisiones, de pasar en limpio,
de releer sin prisa, de volver a viajar a Nueva York, San Francisco,
México, Tánger, París. Ahí están:
el célebre Aullido de Ginsberg, el famoso Almuerzo desnudo de
Burroughs (ese título, lo mejor del libro, se le ocurrió
a Kerouac), los versos en llamas y los experimentos herméticos.
Y ahí está una novela titulada En el camino. El paradigmático
libro de culto, si lo hay. Un gran libro, por encima de todo y de todos.
Un libro peligroso y raro porque como sucede con Proust
abrirlo es recuperar una época y un sentimiento que ya no son
pero que siguen siendo ahí adentro. Un libro que lo mismo
ocurre con El gran Gatsby se vende cada día más.
El siempre maligno crítico James Wolcott se hizo un espacio en
Vanity Fair para reconsiderarlo y volver a ponerlo en el lugar que le
corresponde. El libro permanece. Sigue siendo un virus poderoso. Eso
es lo importante, a treinta años de la muerte de Jack Kerouac:
la diferencia que hay entre los protagonistas y la obra. Uno puede leer
que Jack Kerouac era un masturbador compulsivo, que amaba a los perros
y a los gatos, que una vez le pagó a una mujer en Portugal para
que lo dejara mirarla a los ojos por una hora. Uno puede leer el ingenuo
y juvenil ensayo de John Clelon Holmes titulado The Philosophy
of the Beats, escrito in situ, cuando todo estaba por hacerse.
Uno puede leer las elegías en serie que le dedicó una
y otra vez Ginsberg, con amor de amigo y astucia de negociante. Uno
puede leer la página en The Fifties -voluminosa historia de una
década que cambió al mundo donde el periodista David
Halberstam resume así la historia: Fueron los primeros
en protestar lo que consideraban blando, conformista y ajeno a todo
propósito cultural y social dentro de la clase media norteamericana.
Fueron guerrilleros urbanos que acabaron claudicando con el éxito
y la fama. Uno puede leer todo eso y desorientarse, como víctimas
del paisaje que se ve por las ventanillas de un auto que se mueve demasiado
rápido. La escritora Joyce Johnson en sus memorias beatniks
tituladas Minor Characters concluye, sin tanto afán sociológico
y acaso con más dolorosa verdad: Los beatniks no buscaban
ni lucharon por nada, más que el derecho de permanecer niños
para siempre.
Lo de antes, lo de siempre: queda En el camino. La punta y el iceberg.
Otro de los productos norteamericanos que se volvió loco pero
sigue siendo puro.
EL PARAISO
En el camino termina triste, con una elegía por la América
perdida, la tierra donde permiten que los niños lloren.
Pero es una tristeza literaria, escrita por un literato con ganas de
parecerse a Peter Pan. Es un final triste escrito por alguien feliz.
Muchos han leído En el camino, pocos han leído el otro
mejor libro de Jack Kerouac. El otro mejor libro
de Jack Kerouac se llama, como se ha dicho más arriba, Big Sur.
Fue publicado en 1962. Es el relato de la Gran Desilusión, del
Derrumbe, de la Grieta. El perfecto equivalente a El Crack-Up de FrancisScott
Fitzgerald, aquel otro escritor-fósil consagrado y destruido
en su tiempo por la etiqueta de certero cronista de sus tiempos.
Big Sur es, también, la contracara de En el camino: la fuga agónica
de Kerouac y la ambigua náusea por el propio mito. Ahí
está Kerouac en la cabaña de su amigo Lawrence Ferlinghetti
frente al Pacífico, tratando de no beber y de escribir algún
que otro poema sobre la Naturaleza como fuerza redentora de lo que sea.
Aguanta dos semanas. Huye a San Francisco, donde se cruza con demasiados
fantasmas de navidades pasadas. Se mueve con la inevitable inercia de
un muerto en vida. El libro termina triste en serio, triste sin
atenuantes con un párrafo conmovedor, y desesperado, y
demasiado parecido a la señal de auxilio de un barco que acaba
de descubrir en la práctica la teoría de hundirse: Buscaré
mi pasaje y diré adiós un día florido y dejaré
atrás San Francisco mientras vuelvo a casa por la otoñal
América y todo volverá a ser como lo fue en el principio...
Simple y dorada eternidad bendiciéndolo todo... Nada ocurrió,
ni siquiera esto... El niño crecerá para convertirse en
un gran hombre... Habrá adioses y sonrisas y en suaves noches
de primavera yo estaré en el jardín bajo las estrellas...
Algo bueno resultará de todas esas cosas... Y será dorado
y eterno... Nada más que decir.