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Vida
y obra del criminal más astuto de todos los tiempos
El
crimen perfecto
Lo
único que quería era ser aristócrata. Montó
un emporio delictivo que solventara su fachada entre la nobleza londinense
mientras sus hombres robaban oro en California, diamantes en Sudáfrica
y lo que fuera en Europa. Si no hubiese devuelto el cuadro más
caro del mundo, 25 años después de haberlo robado él
mismo, nadie sabría quién fue Adam Worth. El Napoleón
de los ladrones cuenta la verdadera historia en que se basa El affair
Thomas Crown: una leyenda cuyas múltiples facetas inspiraron en
su tiempo a Dickens, Oscar Wilde, Arthur Conan Doyle, Henry James y T.
S. Eliot. Y, por si eso fuera poco, a La novicia rebelde.
POR JUAN IGNACIO BOIDO
La noche del 25 de mayo de 1876, Adam Worth entró a la Galería
Thomas Agnew, en la Old Bond Street londinense, descolgó La duquesa
de Devonshire pintada por Thomas Gainsborough más de cien años
antes, la enrolló hacia afuera para que no cuartearla, volvió
a salir por la ventana y se llevó el cuadro más caro del
mundo, que iba a esconder para mirarlo en la más absoluta soledad
durante 25 años, hasta el día que decidió devolverlo.
Hay historias que son como cajas chinas y otras como cajas fuertes: lleva
años antes terminar de abrirlas y ver qué es lo que esconden.
La historia de Adam Worth es un poco como las dos. Y acaba de ser abierta
por primera vez en El Napoleón de los ladrones, cuatrocientas páginas
que hacen honor a la vida y obra del hombre considerado el mejor ladrón
de la historia. El hombre que primero robó para hacerse millonario,
después robó por robar, después robó para
sus amigos, después robó por la mujer de su vida y al que
después le robaron todo. El hombre del que nadie hubiese sabido
nada, de no haber sido por el único botín que devolvió
en su vida.
EL
LADRÓN
Adam Worth o Wirth o Werth nació en 1844 en alguna
parte de Alemania. Al año la familia se instaló en Massachusetts.
A los seis años, un compañero de colegio le cambió
al niño Adam dos monedas viejas por una nueva. El padre lo fajó,
pero Worth aprendió entonces su primera lección: Cuanto
más brillante es la moneda, más fácil resulta la
falsificación. A los catorce años huyó de la
casa paterna a Nueva York. A los diecisiete, alegando veinte, se enroló
en el ejército de Grant, donde empezó a poner en práctica
el truco con el que haría su primera fortuna: el 25 de setiembre
de 1862 los registros oficiales daban por muerto a un tal Adam Worth,
mientras él ya estaba enrolándose en otro batallón
y cobrando la prima por sumarse a las filas, para luego desaparecer y
volver a enrolarse con otro nombre en otra ciudad y volver a cobrar. Cuando
lo atraparon, escapó cruzando a nado el Potomac, con grilletes
en las manos y en los pies, llegó hasta la avanzada de las tropas
sureñas del general Lee y volvió a enrolarse, a cobrar y
a volver a huir después.
En la Nueva York de 1866, se calculaba que había 200 mil delincuentes
sobre una población de 800 mil. Worth fundó un sindicato
de ladrones y financió con aquel capital del Ejército el
entrenamiento a la crema de la delincuencia norteamericana del siglo pasado.
Cuando su técnica para robar billeteras ya había entrado
en las páginas del Oliver Twist de Dickens, fue atrapado y fue
condenado a tres años de trabajo forzoso en las canteras de Sing
Sing, donde se quedó hasta aprender el arte de la nitroglicerina,
uno de sus sellos de fábrica desde su huida del penal, cruzando
en cadenas el Hudson. De vuelta al mando de su sindicato ahora financiado
por Marm Mandelbaum, la matriarca de la delincuencia neoyorquina
dispuso que no se usara la violencia en ninguno de sus golpes (Un
hombre inteligente no tiene derecho a llevar armas: siempre hay una solución
mejor mediante el rápido ejercicio de la mente). La otra
máxima que impuso fue: Es tan fácil robar cien mil
dólares como diez mil. El riesgo es el mismo. Por lo tanto, siempre
iremos por el botín más sustancioso. La Mandelbaum
tenía otros dos favoritos: Max Shinburn (o Schindle, o Sehindell),
talento de las cajas fuertes condenado a un eterno segundo plano detrás
de Worth; y Charles Bullard, niño rico en picada que conservaba
una devoción por el piano y la costumbre paterna de estafar a sus
propios abogados. En noviembre de 1869, Bullard y Worth robaron el Boylston
National Bank de Boston anticipando el modus operandi de los boqueteros
porteños: alquilaron el local de al lado, mantuvieron durante una
semana una vidriera repleta de tónicos orientales para la salud,
cavaron hasta las cajas de seguridad y se embarcaron a Europa con un millón
de dólares en el doble fondo de su baúl, mientras la prensa
celebraba un trabajo que, observado como un artista haría
con la obra deotro artista, es uno de los más hábiles que
hemos tenido la fortuna o la desdicha de publicar.
En Londres conocieron a Kitty Flynn, una irlandesa de 17 años de
la que Worth y Bullard se enamoraron perdidamente y que siguió
encamándose con los dos incluso después de su casamiento
con Bullard. El ménage-à-trois delictivo saqueó un
par de casas de empeño y levantó campamento rumbo a París,
donde abrió el American Bar: cortina de humo para un casino ilegal
frecuentado por la crema de la delincuencia europea mientras codiciaba
lo poco digno de ser robado que quedaba en la Francia arrasada por las
tropas prusianas. Ahí Worth reclutó a los hombres con los
que durante dos años dejó en ridículo a los fabricantes
de cajas fuertes. Hasta que, en 1873, la policía allanó
el bar y los deportó a Londres. Worth pasó a ser Henry
J. Raymond (nombre de un senador norteamericano que había
muerto cuando era director del New York Times) y se decidió a conquistar
lo único que realmente le interesaba: las altas esferas de la aristocracia.
Compró una mansión y alquiló una casa para el resto
de la banda bajo el ojo inútil de Scotland Yard. A través
de terceros, organizaba trabajos para sus hombres: trazaba mapas, financiaba
herramientas, sincronizaba horarios, y cobraba un porcentaje de cada robo
con el que, en apariencia, no tenía nada que ver porque justo esas
noches estaba en alguna velada con algún caballero muy amigo del
jefe de Policía. También compró un barco de cuarenta
metros y 25 tripulantes con el que saqueaba puertos. Financiaba casi cualquier
robo que tuviera lugar en un radio que abarcaba Canadá, Francia,
Jamaica, Sudáfrica y Brasil. Pero sólo trabajaba con los
que él mismo había entrenado: Entre los ingleses había
algunos tipos duros y leales, capaces de hacer bien su trabajo, pero la
mayoría era una pandilla de inútiles.
Así y todo, el éxito traía sus bajas: en 1874 el
escape de su banda de una cárcel turca se había fagocitado
buena parte del capital y desatado diferencias entre la tropa. Kitty,
la mujer que compartía con Bullard su mejor amigo ahora ahogado
en litros de whisky dejó a sus dos amantes para irse a Nueva
York (donde Bullard y Worth seguían sin poder entrar, todavía
buscados por el robo en Boston). Desolado, con su mejor amigo al borde
de la cirrosis, abandonado por la mujer de su vida y perseguido por Sctoland
Yard, Worth entró un día en la Galería Agnew y decidió
robarse el cuadro más caro del mundo. El motivo: aquel retrato
de una duquesa pintado por Gainsborough en 1785 se parecía asombrosamente
a Kitty.
EL
CUADRO
La mujer del cuadro era Georgiana, hija mayor del primer duque de Spencer,
trataría de Lady Di, y considerada por una encuesta nacional de
1776 la mujer más hermosa y perfecta de la nación.
Militante activa del laissez faire sexual, Georgiana compartió
techo y cama con la amante de su marido hasta quedar embarazada del futuro
primer ministro del imperio, Charles Grey. Deshonrado, el duque desterró
a Georgiana de la mansión familiar e hizo desaparecer el retrato.
La duquesa murió en 1805, a los 48 años, casi sin pelo,
sin un centavo y con una nota en la mano: Antes de condenarme, recuerden
que a los diecisiete años era una belleza admirada por todos.
Nada se supo del cuadro hasta que en 1841, tres años antes de que
naciera Worth, el marchand John Bentley se lo topó sobre la chimenea
de la sala de una maestra de escuela jubilada, tapado por una capa de
mugre. La única duda que quedaba el retrato original era
de cuerpo entero; el que colgaba sobre la chimenea mostraba a la duquesa
hasta las rodillas quedó despejada cuando la abuela explicó
cómo había serruchado y quemado las piernas para que el
cuadro entrara sobre la chimenea. Cobró 56 libras por la tela que
el marchand vendería a diez mil a un comerciante de sedas. Cuando
éste murió, su colección se subastó. El 6
de mayo de 1876, el conde de Dudley, el barón Ferdinand de Rothschild
y sir William Agnew compulsivo coleccionista dueño de una
galería en Old Bond Street, con aparición estelar en El
retrato de Dorian Gray de OscarWilde se sacaron los ojos con los
mejores modales. Ganó Agnew. Y se lo vendió por mucho más
a Junius Spencer Morgan, multimillonario norteamericano y padre de J.
P. Morgan, el futuro hombre más rico del mundo. El pacto entre
Agnew y Morgan era que la venta y el precio permanecerían en secreto
hasta terminada la exposición en la galería Agnew. Pero
Worth se lo robó antes.
EL
POLICIA
Arthur Conan Doyle hizo aparecer el cuadro en la novela sherlockiana The
Valley of Fear (1914), basada casi hasta el plagio en The Molly Maguires
and the Detectives, de Allan Pinkerton (1877), luego de que el creador
de Sherlock Holmes hablara toda la noche con el hijo de Pinkerton en la
cubierta de un transatlántico que iba de Nueva York a Londres.
Treinta y nueve años antes de que T. S. Eliot rindiera su sentido
homenaje a Worth con el Macavity de su Old Possums Book of Practical
Cats, Conan Doyle confesó a un amigo haberse inspirado en Worth
a la hora de crear al profesor Moriarty, el único antagonista al
que Sherlock Holmes reconoce como su par intelectual: Es el hombre
que pervierte a Londres, pero los ciudadanos nunca escucharon hablar de
él. Mi horror ante sus crímenes se ha perdido en mi admiración
por su categoría. Ese hombre es el Napoleón del Crimen,
el organizador de casi todo lo que pasa inadvertido en esta ciudad. Posee
un cerebro de primer orden. Permanece inmóvil como una araña
en el centro de la tela, pero la suya tiene mil radios, y reconoce la
vibración de cada uno de ellos. Actúa poco. Se limita a
trazar los planes, pero sus agentes son numerosos y están espléndidamente
organizados. Inductor principal de tales agentes, no es atrapado jamás.
Ni siquiera despierta la menor sospecha. Parece imposible encontrar evidencia
que lo pueda llevar ante una corte.
A lo largo de las cuatrocientas páginas de El Napoleón de
los ladrones, Ben Macintyre rastrea el fantasma de Worth en sus múltiples
apariciones literarias. Pero considerando que la fuente principal
de Macintyre fueron las seis carpetas rebosantes de fotos, informes, recortes
y libros que durmieron noventa años en los archivos de la Agencia
Pinkerton el verdadero fantasma que recorre El Napoleón de
los ladrones es William Pinkerton, socio en partes iguales con su hermano
Robert de la agencia de detectives creada por su padre, ancestra directa
del FBI, encargada de seguridad de Abraham Lincoln y perseguidora de Jesse
James, Butch Cassidy y Sundance Kid. Así como Moriarty necesita
de Holmes para que el mundo conozca sus golpes magistrales y Holmes
necesita de Watson para que los lectores conozcan la lógica impecable
con que se resuelven los casos, Worth termina necesitando a Pinkerton
para que cuente su historia.
Para
algunos, Worth robó el cuadro por el increíble parecido
de la duquesa con Kitty (en una foto tomada por el gran Nadar después
de mucho suplicar en los bajos fondos parisinos, Kitty sonríe como
una versión regordeta de la duquesa). Para otros, Worth lo robó
como revancha contra la clase para la cual siempre sería un recién
llegado y de la que siempre estaría a punto de caer. Como fuere,
después del robo, Pinkerton que venía persiguiendo
a Worth desde el golpe al banco de Boston cambió diametralmente
la relación con su presa más preciada. Sabía que
había sido Worth. Y sabía también que Worth no pensaba
vender el cuadro.
Con Scotland Yard mordiéndole los talones, el falso Henry
J. Raymond empezó su peregrinaje cargando un baúl
de doble fondo. Durante dos años se divirtió mandando cartas
a la galería, en las que incluía pedazos minúsculos
de la tela. Pero, si pensaba recuperar a Kitty con el cuadro, se equivocaba:
la ex ladrona había mutado en madama y luego en esposa del tarambana
bursátil Juan Terry, hijo del dueño de media Cuba por ese
entonces. Fue el tiro de gracia para la vida sentimental de Worth. De
vuelta en Londres, se casó con una chica que no sabía quién
era su marido. Sus viejos compadres caían como moscas mientras
él lograba aggionarse alas alarmas y al teléfono como implacables
enemigos del ladrón en fuga. Amplió su coto privado de caza.
Peleaba y ganaba subastas a los Rothschild y los Hirsch, habitués
de su mesa en el hipódromo. Compró una casa exclusivamente
para fiestas. Saqueó el Mediterráneo con su barco, California
a caballo y cargamentos de diamantes sudafricanos en tren. La habilidad
de sus hombres obligó al gobierno inglés a instalar en los
bancos y las oficinas de correos las rejas entre el cajero y el cliente
que durarían hasta por lo menos 1950. Mientras tanto, Worth seguía
mirando el cuadro. Lo escondía abajo del colchón y dormía
encima. Lo embalaba en el baúl cada vez que viajaba. Hasta que,
antes de viajar a Bélgica para sacar a Bullard de la cárcel,
lo guardó en un galpón.
Cuando llegó a Bélgica, Bullard ya había muerto,
por una negligencia de Schinburn durante un robo. Completamente desquiciado
por la muerte de su mejor amigo a causa de su máximo rival, Worth
intentó robar un transporte de caudales y fue atrapado. La noticia
llegó al instante a Londres, donde su mano derecha se ocupó
de liquidar, en medio del escarnio, la fortuna de Worth, depositar en
un manicomio a la desolada esposa y enviar a los hijos del matrimonio
a Estados Unidos, con el hermano de Worth. La sentencia fue de siete años
porque no se pudo comprobar que él fuera Adam Worth (los únicos
que podían probarlo eran los Pinkerton, quienes se negaron a poner
a disposición del jurado las cinco carpetas acumuladas sobre él).
EL CASO
Cuando Worth salió de la cárcel, a los 53 años con
hemorragias crónicas a causa de las torturas, Kitty había
muerto. Ni se imaginaba que, cincuenta años después, la
novelista Rosemund de Zeer Marshall best seller de la época
publicaría una vida y obra de la amante de Worth, titulada Kitty,
que sería filmada por Michell Leisen a pedido de la Paramount,
con Paulette Goddard en el protagónico (en el afiche de promoción
la Goddard posaba exactamente igual a la Duquesa) y que generaría
una versión aún más corregida y adecentada de la
misma historia en 1965, con el título de La novicia rebelde.
Ya no quedaba nadie de la vieja guardia salvo William Pinkerton. En enero
de 1899 sin un peso, después de una serie de robos fallidos,
con un cuadro imposible de vender y sospechado de tenerlo, Worth
entró en la oficina de Pinkerton en Chicago. Tres días y
tres noches de catarsis y rara empatía sellaron un pacto entre
caballeros. Pinkerton se convertía en el negociador entre Worth
y los hijos de Agnew: veinticinco mil dólares por el cuadro lo
único robado que el ladrón nunca consideró propio
a cambio de la autorización para contar la historia de cada uno
de los robos de Worth, cuyo botín total, después de treinta
años de actividad, ascendía a cuatro millones de dólares
de entonces.
Fue el mismo Worth disfrazado quien entregó el cuadro al hijo de
Agnew en las oficinas de la Pinkerton. Antes de que Agnew padre volviera
de vacaciones, sus hijos ya se lo habían vendido a J. P. Morgan,
repitiendo la operación secreta que habían sellado ambos
padres veinticinco años antes (la compra de Morgan inspiró
a Henry James a escribir The Outcry: vida y obra de Breckenridge Bender,
nuevo rico yanqui dispuesto a saquear el patrimonio artístico inglés.)
Pero antes de ser entregada a su nuevo dueño, La duquesa de Devonshire
se exhibiría en la Galería Agnew. Allí fue donde
Pinkerton vio a Worth por última vez, parado frente al cuadro y
llorando casi imperceptiblemente. El día que descolgaron La duquesa
para transportarla a la mansión londinense de J. P. Morgan, Worth
cayó en cama. El 8 de enero de 1902, el día que La duquesa
fue finalmente depositada sobre la chimenea de Morgan, Worth murió
en su minúscula casa de Camden. Según Pinkerton tutor
de los hijos de Worth desde la muerte del padre, los 25 mil dólares
cobrados por el cuadro habían sido escondidos abajo del colchón,
en el mismo lugar en el que durante años durmió La duquesa.
Pero cuando los hijos entraron en la casa de su padre, no había
nada: la mismanoche en que murió Worth, su casa había sido
saqueada por ladrones anónimos. Worth sería enterrado como
Henry J. Raymond, el apellido robado al magnate neoyorquino y que heredaron
sus hijos. En cuanto al cuadro, recién volvería a ser expuesto
en 1960 por Mabel Ingalls, nieta de Morgan. Mucho después, en 1994,
en una alborotada subasta en Sothebys, a un tal señor Smith
lo compró en 256 mil libras. Smith, se supo, era representante
del actual duque de Devonshire.
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