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Un secreto llamado The Magnetic Fields 

Las leyes de la atracción

El secreto mejor guardado del pop norteamericano se llama The Magnetic Fields, un grupo de un solo hombre que emprendió la tarea épica de componer un disco ¡triple! de canciones románticas. Con letras que rozan lo sublime y melodías que sólo pueden describirse como perfectas, 69 Love Songs es el mejor álbum de 69 canciones de amor de todo el milenio.

POR HERNAN FERREIROS

“Si no te hace llorar, entonces no es amor”, canta una de las vocalistas invitadas en el nuevo disco de Stephin Merritt. Lo mismo podría decirse de las canciones de amor: si no hacen llorar, no son lo que pretenden. El tal Merritt es tan desconocido como The Magnetic Fields, razón por la cual no tuvo el menor inconveniente en grabar bajo este último nombre el tour de force definitivo de la canción romántica: un disco que sale triunfante de todas las pruebas a las que pueda sometérselo, incluida la de llanto. El título es perfecto en su literalidad: 69 Love Songs. Porque de eso se trata: tres discos tres, con 23 temas de amor cada uno. Si el esfuerzo es a todas luces impresionante, aquellos que conocen la discografía de este músico admitirán que hay un truco: a lo largo de su media docena de discos –grabados bajo los alias The Magnetic Fields, The 6th., Future Bible Heroes o The Gothic Archies–, Merritt nunca compuso algo que no fuera una canción de amor. Todos los músicos terminan encontrando algo que hacen mejor que otros, un área de especialización. La de Merritt es el sufrimiento.
ABBA Y LOS CAMPOS MAGNETICOS
En su página de Internet (www.houseoftomorrow.com), Merritt cuenta que compone canciones desde niño: “Escribí mis primeros temas a los diez años, más o menos. Eran torpes imitaciones de mi banda favorita de entonces y de ahora: ABBA. Las letras mencionaban problemas maritales en un trasfondo de historia europea...” Basta escuchar casi cualquier tema de The Magnetic Fields para percibir que tal influencia continúa. Pero no precisamente en la letras. Al final de los 90, en plena era del sampling, Merritt todavía utiliza viejos sintetizadores, que dan a sus discos –y más notoriamente a Get Lost, de 1996–, un sonido de europop circa 1977. Los irresistibles ganchos, las melancólicas florituras, la impecable construcción de cada uno de sus temas parecen tomados de lo mejor de la banda sueca, cuyo nombre no sólo remite a las iniciales de Agnetha, Benny, Bjorn y Anni-Frid sino también a la perfección estructural de sus canciones. Stephin Merritt es la respuesta a la airada pregunta de todo oyente clandestino del Top 20: ¿por qué no puede aparecer alguien con talento para el pop más descaradamente comercial, adolescente y pegadizo, pero que tenga la inclinación de escribir canciones no necesariamente destinadas al comercio o a los adolescentes? Más que en ningún otro de sus discos, esa plegaria fue bien atendida en 69 Love Songs. Para entender su sonido hay que pensar en un experimento demente: un error de laboratorio que diera como resultado la monstruosa combinación de Laura Branigan y Cole Porter, de Gary Numan y Noel Coward, de Roxette y Phil Spector. “Mis canciones son chicle y música experimental, sin nada en el medio”, define a la perfección el músico.
Aunque Merritt siempre graba en una portaestudio de cuatro canales en su propia casa, sus discos no pueden ser llamados lo-fi. Desde el primero, Distant Plastic Trees (1990), hasta Get Lost, cada nuevo trabajo de The Magnetic Fields sumaba nuevas capas a un sonido siempre muy ornamentado: los arreglos se volvían más complicados, la instrumentación más densa. El último disco recorta todo lo que en los anteriores parecía sobrar. Aquí, las canciones se sostienen por su propio peso, con el grado de barroquismo estrictamente necesario para reconocer al disco como un trabajo de su autor. Es justamente grabar en su casa lo que le permitió desarrollar su estilo: “La grabación casera otorga la libertad para encontrar un método de producción propio, diferente del estandarizado con el que se hacen la mayor parte de los discos. Casi todas las grabaciones actuales tienen el mismo defecto: falso realismo. Estoy orgulloso de que, en mis álbumes, los instrumentos no suenen como se supone que deberían: es que las guitarras no son guitarras; los sintetizadores no son sintetizadores; las máquinasde ritmo no son máquinas de ritmo. Es muy difícil decir qué es cada cosa. Sólo se pueden identificar las notas”.
ESE CLICHÉ LLAMADO AMOR
Aparentemente la idea original de Merritt fue escribir 100 canciones de amor para un espectáculo de cabaret. Sin embargo, una simple suma de minutos hizo evidente que semejante presentación podría con la tolerancia de cualquier espectador, de modo que redujo sus ambiciones a la nada modesta cifra de 69. Si bien la cantidad es impresionante, es la calidad de las canciones lo que aparta al disco de la curiosidad Guinness y lo convierte en un evento. La variedad de estilos musicales recorridos es apabullante: el country (“Kiss me like you mean it”) sigue al tecno pop (“Long forgotten fairytale”), los polirritmos africanos en deliciosa parodia de la world-music (“World Love”, donde canta de Tokio a Soweto / viva la música pop) siguen al pop ultraliviano (“Washington D.C.”) y así durante tres discos. También hay rock, operetta, blues, gospel, canciones a capella y muchos otros géneros difíciles de etiquetar. “Más que verme como una especie de Burt Bacharach, considero que soy una especie de Cindy Sherman de las radios universitarias: disfruto encontrando clichés que la gente aún no había percibido como clichés”, dice Merritt en referencia a la gran fotógrafa norteamericana devenida cineasta. Está claro que el género más visitado por la música popular es la canción de amor. Pero más que exponer sus lugares comunes, Merritt intenta extender su rango, encontrar nuevas maneras de cantar al amor. Este disco prueba que se puede hablar de casi cualquier cosa y, al mismo tiempo, hacer una canción romántica. Los clichés que son desarticulados con venenosa ironía están en las letras, pero mucho más en la música (hay parodias del punk, de la música experimental, del country más lacrimógeno, del jazz). Igual que otro compositor de fama local también poseído por el demonio de la canción, las letras de Merritt exhiben una debilidad por el exceso de rima, pero en su caso, en lugar de ser obvia, es oblicua y disparatada (“Reno Dakota I’m reaching my quota / of tears for the year / alas and alack / you don’t want me back / Reno Dakota I’m no Nino Rota”). Es precisamente la rima lo que lleva al cantante (en “The Death of Ferdinand de Saussure”) a pegarle un tiro al lingüista suizo en nombre de HollandDozier-Holland (los compositores estrellas de Motown). Una curiosidad es que hay temas que celebran el amor hetero y otros el homo (“He’s a whole new form of life / and he’s going to be my wife”), cosa que desarticula el más viejo problema de la canción romántica: cuando no coincide el sexo de quien canta con el objeto de desvelo de la canción. En suma, 69 Love Songs no sólo es un tour de force por el género, sino también una reflexión sobre él. Puede que Leonard Cohen haya hecho la torre de la canción, pero Stephen Merritt construyó un palacio
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