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Vale decir



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Un inédito de Doris Dorrie

Mi amiga

En el marco del Primer Festival de Cine Alemán que organiza el Goethe en el cine Lorca entre el 4 y el 10 de noviembre, llegará a Buenos Aires la genial Doris Dorrie, para presentar su nueva película: ¿Soy linda? Este relato pertenece al libro de ese título y exhibe el cinismo encantador que caracteriza a la directora de Nadie me quiere.

POR DORIS DORRIET
raducción: Claudia Baricco.

Mi amiga me llamó, ven enseguida, me dijo. Su novio, Karl, estaba tirado debajo del árbol de Navidad. ¿Y yo qué puedo hacer?, preguntó él con una sonrisa maliciosa. La otra coge mejor, es así. Por Dios, me dijo mi amiga, ¿oíste eso? ¿Oíste eso?
Yo estaba embarazada. Mi amiga me vendó los ojos con un pañuelo y me condujo hacia dos sillas con sendos almohadones. Siéntate, me dijo. Yo me senté con todo cuidado en una de ellas. Entonces dio un golpe con las palmas y exclamó: ¡es una niña, hurra! Debajo del almohadón sobre el que me había sentado había una tijera. Debajo del otro, un cuchillo.
Mi amiga pasaba en su auto, de golpe se detuvo en medio de la calle, saltó del asiento y vino corriendo hacia donde estaba yo, con los ojos que se le saltaban y los cabellos flotando en el aire como una estela. ¡Nos vamos a casar!, exclamó. ¡Imagínate, nos vamos a casar! Mi amiga es actriz, pero no demasiado buena. Trabaja en series de televisión y, por lo general, hace de mejor amiga de la protagonista, lo que le preocupa. Me llama por teléfono cada vez que aparece en algún programa, y al final me vuelve a llamar. ¿Y?, pregunta. Estuviste bien, como siempre, le respondo. Bah, dice ella, el papel era una mierda.
Mi amiga me llamó, ven enseguida, me dijo, ven enseguida. Karl, antes su novio y ahora su esposo, estaba tirado en el sillón frente al televisor encendido. Lo siento, dijo él, simplemente..., simplemente no funcionó. ¿La misma mujer?, le pregunté a mi amiga. Ella asintió. ¿Qué piensas hacer?, le pregunté a él. Mi amiga lloraba. Me mudo, respondió él, mañana mismo. Durante días ella no atendió el teléfono. Yo le dejaba largos mensajes en el contestador automático. Es un cerdo, le decía, no te merece, que se vaya al diablo, no lo necesitas. ¿Qué se cree? No te puede hacer esto. Ya verás cómo vuelve de rodillas, cuando se haya aburrido de la otra en la cama.
Mi amiga nunca respondió mis mensajes. Fui a su casa; los vidrios estaban pintados de negro. Después de un rato de tocar el timbre con insistencia, finalmente me abrió. Estaba vestida de negro y la casa era como un paisaje en ruinas después de un bombardeo. Había pintado todas las cosas de él con un aerosol de pintura negra para auto: sus trajes, su televisor, sus libros, hasta un envase de su yogur preferido, que tenía en la heladera y que ella le había comprado. Recién se fue esta mañana temprano, me dijo mi amiga, escuchó todos tus mensajes en el contestador.
Las dos nos echamos a reír con una risa histérica y nos pusimos a fumar, aunque ya hacía años que habíamos dejado. Ahora soy una vieja y estoy sola, me dijo ella, y él es joven y no está solo. No digas pavadas, le respondí. Y los dos tenemos la misma edad, dijo ella, ¿no es extraño?
Me encontré con Karl en la calle; iba con una mujer petisita y delgada y empujaba un cochechito con un bebé regordete con un chupete de colores. Oh, hola, exclamó él, ¿cómo estás? Bien, le respondí, bien, creo... No le conté nada de esto a mi amiga. Después de Karl, se enamoró sucesivamente de un repostero alemán, de un cantante de rock italiano de veinticinco de años, y de un turco, campeón mundial de boxeo asiático. El boxeador fue el que más me gustó de todos; tenía cabellos largos, siempre recién lavados, y podía ser muy divertido. Amaba tiernamente a mi amiga; la llamaba de todas partes desde su Mercedes negro. Lo dejé porque no tenía mi nivel intelectual, dijo ella. Eres una idiota, le dije yo.
Estábamos sentadas a la vera de un lago mirando chapotear a mi hijo. Niños con alitas salvavidas de colores nos rodeaban como insectos. En alguna radio cercana se escuchaba Je t’aime. Nosotras cantábamos: Je vais et je viens entre tes reins. Viens, maintenant viens! y nos revolcábamos de risa en nuestras lonas. Cerca de nosotros las madres inflaban alitas salvavidas, encremaban a sus niños con bronceador y hojeaban la revista femenina Amiga. Yo también quiero tener un hijo, me dijo mi amiga. Y luego agregó: Karl me llamó, me extraña mucho, sobre todo extraña nuestras charlas... Tuvo un hijo con ella, imagínate. ¡No, no puede ser!, le dije yo. Y a mí siempre me decía que no quería tener hijos, dijo ella, y se largó a llorar, se puso de pie y salió corriendo hacia el agua. Yo me quedé mirándola. Tiene mucho mejor cuerpo que yo, pensé, no es madre.
Yo no quería saber quién había sido en mis vidas pasadas, pero mi amiga me insistió tanto, que al final fui. La vidente parecía la hermana gemela venida a menos de Liz Taylor: tenía los cabellos teñidos de negro y batidos en una especie de nido gigante, no importaba qué movimiento hiciera, no se alteraba en lo más mínimo. Llevaba aros de oro, una blusa atigrada de tela brillosa y un pantalón atigrado. Su pareja, un hombre de negocios egipcio de traje con chaleco, estaba sentado en un sofá también de tapizado atigrado. Si ustedes lo desean, él se retira, dijo Liz Taylor segunda. Oh, no, respondió mi amiga, sin pensarlo un instante, no molesta en absoluto. Él es la reencarnación de Alejandro Magno, dijo Liz II, por eso es que a menudo está tan intranquilo y entonces tiene que volver a irse de viaje. Yo lo sé, y lo dejo, ése es el secreto para una buena relación. ¿Perdió algo, un monedero, su billetera?, preguntó entonces dirigiéndose a mí. No, le respondí yo, no se trata de mí, sino de mi amiga. Mientras la vidente hablaba con mi amiga sobre sus vidas pasadas, yo tuve que esperar afuera. Alejandro Magno se pudo quedar.
Consideré a Karl como a un amigo, me dijo, ése fue el error. Tal vez el sexo no tenga nada que ver con el amor. Cuanto menos conozca uno al otro, más excitante es, porque un cuerpo desconocido es un cuerpo inocente. Cuando uno ve el cuerpo del otro todo el tiempo, resulta un poco penoso, pues uno lo conoce en toda su lastimosa cotidianeidad. Pero además me volví perezosa. ¡Toda esa historia! ¡Tanto esfuerzo! En lugar de todo eso, ¿no darán algo bueno en la televisión? Muchas veces lo pensé, en serio. ¿Nunca lo piensas? Claro que sí, respondí yo, claro. ¿Ves?, dijo ella.
Mi amiga le dio una cachetada a un crítico en plena calle. Él había escrito que ella no tenía nada de encanto y que su sex appeal era comparable al de un portaequipajes. La cachetada le costó más de mil marcos de multa, pero en poco tiempo la hizo más famosa que todos los personajes que había hecho.
La llamé por teléfono, ven enseguida, le dije, ven enseguida, si no lo haces, voy a abandonar a mi familia y no voy a volver nunca más. No digas estupideces, me respondió ella, no lo harás. Paso a verte después de mi terapia respiratoria. Cuando por fin la tuve frente a mi puerta, yo ya me había olvidado de todo, las lágrimas se me habían secado y sólo la piel del rostro se me notaba un poco tensa. ¿Ves?, dijo ella. La odié por eso.
Mi amiga se enamoró del gerente de una sucursal de un banco de Bad Tölz. A partir de ese momento comenzó a usar el traje típico bávaro, el Dirndl. Casi no la reconocí. ¿Cómo puedes ponerte eso?, le pregunté. El amor, respondió ella con una sonrisita burlona. Ya no sé quién eres, le reproché. No es más que un vestido, me respondió ella. Y así, cuando visitamos a sus padres, yo soy una más de ellos. Cuando el gerente de lasucursal la abandonó y se fue con una cajera del banco, mi amiga me invitó a un picnic en un terreno baldío. Bebimos champagne, y quemamos el Dirndl.

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