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John Irving recapitula sus relaciones con el cine

Hacerse la película

Luego de sufrir al ver tres de sus novelas llevadas al cine y de dedicar 13 años a escribir él mismo el guión de Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra (recientemente filmada por Lasse Halstrom, con Michael Caine en el rol principal), John Irving recorre, en My Movie Business, sus complejas relaciones con el cine y se pregunta por qué lo trataron tan bien los directores que luego maltrataron su obra.

Por RODRIGO FRESAN

Fitzgerald, Francis Scott Fitzgerald es el nombre del mártir a invocar, siempre, cuando se trata de brindar el más perfecto ejemplo de los horrores sufridos por un escritor a manos de Hollywood. Ahí están los torturados bosquejos para las adaptaciones cinematográficas de material propio y ajeno, las reescrituras constantes, las humillaciones de los productores, los episodios vergonzosos en fiestas de Beverly Hills, la resaca imposible de compaginar, el inevitable ataque cardíaco de un corazón roto desde hacía años. Fitzgerald es el mejor ejemplo de un síntoma constante: los escritores y el cine nunca se llevaron bien. El inevitable duelo de un arte del siglo XIX con un arte del siglo XX: la necesidad de “esos que escriben” cuando el celuloide aprende a hablar. Hay días buenos y noches excelentes de vez en cuando; pero nunca hay que perder de vista el hecho de que, desde el vamos, todos pensaron que iba a ser un matrimonio difícil porque siempre estuvo claro que se trataba de un matrimonio por conveniencia. Los tiempos cambiaron, se pagan millones por un guión pero –en esencia– el comportamiento sigue siendo el mismo: el escritor como esclavo de luxe; el hombre de las ideas como eslabón débil de una cadena poderosa. El primero en terminar su trabajo y el último al que se llama para que vea cómo quedó la cosa. Y, por lo general, la cosa no quedó muy bien.
Dos escritores se disponen a ver una película. Uno de ellos se llama Kurt Vonnegut y supo ser, tiempo atrás, maestro del segundo, que se llama John Irving. La película se llama El mundo según Garp. Mientras las luces se apagan, Vonnegut le advierte a Irving –autor de la novela en que se basa la película– que se prepare para una experiencia traumática: “Es lo más parecido a ver cómo les cortan el pelo a tus personajes”, sonríe Vonnegut, que tuvo la suerte de que el ahora director de Garp, George Roy Hill, dirigiera tiempo atrás una perfecta adaptación cinematográfica de su Matadero 5. A Irving no le va tan bien. A Irving no le gusta demasiado el corte de pelo que les hicieron a sus personajes porque, bueno, les cortaron el pelo muy pero muy corto.
La escena anterior aparece en My Movie Business, las flamantes memorias cinematográficas de un escritor más cercano a la amplia y fundamentalista novelística unplugged del siglo XIX que a la sintética electricidad del celuloide o lo virtual. Irving es un escritor que no disfruta el cine (“No me gusta sentarme en enormes habitaciones a oscuras con un montón de desconocidos. Me gusta pasar de largo las partes aburridas y retroceder la acción para volver a ver las partes que me gustaron. El video ha hecho que mirar películas se parezca más a leer. Si no existiera el video, no vería ninguna película”). Un escritor al que no le gusta demasiado el cine y punto (“Después de Bergman, mi vida como espectador ha ido barranca abajo; apenas he ido dos veces al cine en los últimos diez años: La lista de Schindler y El paciente inglés. Y fui porque me cansé de que mis amigos me dijeran que eran mejores que los libros que las habían inspirado. Eran buenas, pero no mejores. Cuando me siento con ganas de ser director de cine, me pongo a escribir una novela”). Un escritor que no ha tenido demasiada suerte con sus traslaciones al cine (Garp, El hotel New Hampshire, Owen Meany –bautizado Simon Birch–) porque sus libros son largos y con muchos personajes, y la voz autoral y narradora juega siempre un papel importante. Lo mismo que ocurre con Charles Dickens –héroe supremo de Irving–, aunque el autor de David Copperfield tuvo mejor suerte en la pantalla y nunca se vio obligado a ver, indefenso y desde una butaca, cómo les cortaban el pelo a sus adoradas criaturas.
My Movie Business requiere del lector un inapelable compromiso: hay que ser fan de Irving y hay que estar de su lado en la lucha contra las fuerzas infernales y burocráticas del Séptimo Arte. Todo el asunto gira alrededor de la casi infinita escritura y reescritura que hizo Irving del guión de la próxima a estrenarse The Cider House Rules –basada en sunovela publicada en castellano como Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra, dirigida por Lasse Halstrom y protagonizada por Michael Caine- que ya recibió muy buenas críticas en el pasado Festival de Venecia. El libro tiene algo de via crucis, de martirio sin anestesia, de parto con dolor. Lo que no significa que My Movie Business sea uno de esos libros vengativos y rencorosos. Todo lo contrario: Irving tiene abundantes parrafadas de admiración y afecto para los directores y guionistas que lo trataron bien y maltrataron su obra (con excepción de los responsables e irresponsables de Simon Birch, cuya película Irving boicoteó desde la prensa, y que en estas memorias brillan con una ausencia más elocuente que mil palabras). Así, por las páginas del libro desfilan los que cruzaron la recta final y estrenaron (George Roy Hill con Garp y Tony Richardson con El hotel New Hampshire), los que se quedaron por el camino (Irvin Kershner y su proyecto de filmar Liberando a los osos, y Martin Bell intentando Escaping Maharashtra, el docudrama que más tarde se convertiría en la novela de Irving Un hijo del circo) y los diversos candidatos para llevar a la pantalla The Cider House Rules: Philip Borsos (director de El zorro gris), Wayne Wang (director de Cigarros y El Club de la Buena Estrella) y Michael Winterbottom (director de Jude, el oscuro) hasta llegar a Lasse Halstrom (autor de la extraordinaria Mi vida como perro). En otras palabras, cenas y almuerzos y martinis y todo eso, con irónica música de fondo: “There’s no business like show business...”.
Lo principal de My Movie Business son los capítulos donde Irving –luego de mostrarse feliz porque esta vez el guión lo va a firmar él y va a ser un buen guión, un texto respetuoso de su novela– se enfrenta a la inevitabilidad de las reglas del juego: un curso de trece años en el terrible arte de descartar escenas, matar personajes, reformar tramas, aprender del sentido práctico de directores y productores para acabar traicionándose a sí mismo, mirando a cámara en un brevísimo cameo como guarda de estación de tren que despide y le da la bienvenida a su héroe con una sonrisa agridulce pero sonrisa al fin, fundiendo a negro.
Pero acaso lo mejor de My Movie Business –que, al igual que el guión de Irving, será próximamente editado en español por Tusquets– es que obliga al recuerdo y la relectura de Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra, una de las más trabajadas, sombrías y polémicas novelas del autor, cuyo argumento gira alrededor de la práctica del aborto y cuya historia cuenta las vidas del obstetra y adicto al éter Wilbur Larch (inspirado en el increíble y formidable abuelo de Irving, cuya vida real se cuenta al principio de My Movie Business) y del huérfano, discípulo y futuro obstetra Homer Wells. En 1985, año de su publicación en Estados Unidos, la novela –donde Irving se acerca como nunca al último y más sombrío Dickens– causó considerable debate, y eso también es parte de lo que Irving recuerda ahora sin ira pero con sabiduría: “Dejemos que los médicos practiquen su medicina y los fanáticos religiosos practiquen su religión, pero que la practiquen entre ellos. La libertad religiosa debería funcionar en dos direcciones: deberíamos ser libres para practicar la religión que elijamos pero, también, ser libres de que no se practique la religión de otros en nuestras personas (...) Durante una firma de ejemplares de The Cider House Rules, una mujer se me acercó y, con aire condescendiente, me dijo: Usted no entiende. Nosotros sólo queremos que la gente sea responsable de sus hijos. A lo que le contesté: Si ustedes esperan que la gente sea responsable de sus hijos deberían darles el derecho de decidir si quieren o no tener hijos”.
Años después, quién sabe, la saga de un médico abortista tal vez se lleve –sería justo, después de tan largo embarazo– un Oscar 2000 al mejor guión adaptado. Entonces John Irving subirá al escenario, agradecerá a los agradecibles, saludará a los saludables y, esté dónde esté, Francis Scott Fitzgerald será un poco más feliz, un poco menos triste.

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