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La joven guardia

En febrero de 1958 un oscuro periodista llamado Pierre Billard usó la expresión Nouvelle Vague (Nueva Ola) para hablar del hartazgo ante el cine francés de un grupo de jóvenes que escribía en la legendaria revista Cahiers du cinéma. Al año siguente, el hasta entonces crítico François Truffaut estrenaba Los cuatrocientos golpes y se ponía a la cabeza de un pelotón de cineastas como Godard, Rohmer, Demy, Resnais, Chabrol y Rivette. Cuarenta años después, Alan Pauls recorre la historia del movimiento que, en siete años, cambió la manera de filmar y ver el cine.

Por Alan Pauls

La Nouvelle Vague – al menos su identidad pública, visible, confesa– empieza con la escena de un robo. A la salida del cine, donde pasaron un par de horas sustraídas al colegio, dos chicos en plena edad del pavo, uno con un gabán demasiado “adulto”, el otro –versión teenager y parisina de Marlon Brando– con una campera a cuadros, se detienen ante la cartelera de un cine, roban una foto y huyen. Tanto la foto que roban como la escena que los muestra robando pertenecen al cine. La foto robada es de Un verano con Monika (1952), la película de Ingmar Bergman. Es un fotograma que combina –si fueran distintos, si no fueran un mismo y único deleite– los goces de la cinefilia y los del erotismo adolescente: cerrando los ojos, con los primeros botones del suéter cuidadosamente desabrochados, la bella, joven, desafiante Monika (Harriett Andersson, actriz fetiche de Bergman en los años 50) deja que el sol se derrame sobre sus mejillas, su pecho y sus hombros con una indiferencia soñolienta, como si supiera que en cada rayo de sol viajan miles de miradas de hombres pasmados por el deseo. La escena del robo pertenece a Los cuatrocientos golpes, la película de François Truffaut que en 1959 hizo furor en el Festival de Cannes y proclamó ante el mundo una evidencia inquietante: una banda de jóvenes parisinos, armados sólo con una forma nueva del erotismo –la cinefilia– acababan de tomar el cine por asalto.
Difícil imaginar un trozo de cine más denso y significativo que esa secuencia de Los cuatrocientos golpes. Truffaut, sin embargo, la filma con la ligereza despreocupada que merecería una travesura sin consecuencias. (Ese contraste será una de las marcas estéticas más fuertes de la NV.) Todo está ahí: el relato de iniciación y la autobiografía (Antoine Doinel, el héroe del film, es el álter ego de Truffaut), la infancia, la relación fundante y clandestina con el cine, la idea fuerte –que la NV impuso y que nunca abandonará, aun cuando haya sido la última en sostenerla– de que la única manera de inventar una cultura es apropiarse por la fuerza de una tradición. La foto que roba el pequeño Antoine no es cualquier foto: es el plano de un film que hasta los críticos más lúcidos de París, en ocasión de su estreno, en 1954, habían confundido con una “peliculita de bombachas”. Cinco años después, proyectado en una retrospectiva Bergman que organiza la Cinemateca, Un verano con Monika le hace decir a Jean-Luc Godard: “¿Cómo pudimos haber sido tan ciegos?”. Robando la foto del cine, Antoine y Truffaut reparan el desliz y reconocen la extraordinaria modernidad de esa lección sobre el cuerpo y la mirada que es el film de Bergman. El de Monika es un cuerpo ingrávido, libre, por fin contemporáneo, y no es casual que Godard lea en él la “profecía genial” de una las diosas de la NV, la Brigitte Bardot de Y Dios creó a la mujer. Es un cuerpo que se permite todo, incluso –o, más bien, sobre todo– lo que el cine de los años 50 menos está dispuesto a tolerar: una mirada a cámara. Sobre el final del film, Harriett Andersson mira a la cámara de frente, con toda la escandalosa provocación de la inocencia, durante treinta segundos, y ese plano completamente libre cambia la historia del cine. Bergman viola tres tabúes al mismo tiempo: un tabú de puesta en escena, que ordenaba que los actores jamás miraran al objetivo de la cámara; el tabú que pesaba sobre la posición del espectador, que hasta entonces puede identificarse pero no participar de la ficción; y un tabú moral, porque Monika mira a los ojos del espectador en el momento en que acaba de dejarse seducir por un desconocido. “Hago lo que quiero”, parece decir con la mirada, “y ustedes no tienen ningún derecho a juzgarme”. Si hubo algo llamado Nouvelle Vague fue porque Truffaut, Godard y otro puñado de aprendices de cineastas (Claude Chabrol, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Jacques Demy) se atrevieron a sostener la mirada de Monika. La sostuvieron y la hicieron pasar, como contrabandistas o como enamorados, y convirtieron su frontalidad, su desprejuicio y su impertinencia en los principios de una nueva manera de hacer películas. Truffaut le reconoció todo su valor iniciático en la escena del robo de la foto de Los cuatrocientos golpes. Godard la exaltó dos veces; primero como crítico, cuando escribió que el plano final de Monika “convierte al espectador en testigo del desprecio que ella, eligiendo el infierno contra el cielo, siente por sí misma” y era “el plano más triste de la historia del cine”; después como cineasta, cuando sobre el final de Sin aliento Patricia, el personaje de Jean Seberg, mira a cámara como Monika y, sin vacilar, imprime el dibujo sórdido de su traición en los ojos mismos del espectador.



Hace un año en Marienbad (Alain Resnais). Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy).
Sin aliento (Jean-Luc Godard). Tres crestas de la ola que cambió la historia del cine.

A fines de los años 50, cuando pasan al largometraje, Godard, Truffaut y sus secuaces no son estrictamente “jóvenes”. Truffaut es el más precoz: tiene 26 años cuando empieza el rodaje de Los cuatrocientos golpes; lo siguen Chabrol, que tiene 28 cuando estrena El bello Sergio, y Godard, que en la época de Sin aliento orilla los 29. Después vienen Jacques Demy, que filma Lola a los 30, Rivette, que a los 32 hace París nos pertenece, y por fin los “viejos”: Resnais, que debuta en el largo a los 36, con Hiroshima mon amour, y Eric Rohmer, que frisa los 40 cuando filma El signo de Leo. Pero decir que “pasan” al largometraje es decir que el cine, en realidad, ya venían haciéndolo. En rigor, esa banda de treintañeros lleva quince años de gira por los cineclubes de París, devorando los ciclos que Henri Langlois programa en la Cinemateca, y más de una década escribiendo sobre cine, publicando críticas y ensayos en boletines de cineclubes, en fanzines que ellos mismos fundan y en revistas como La revue du cinéma. Son críticos, son cultos, son arrogantes, parecen saberlo todo. Escriben como filmarán: en primera persona, con gracia y con violencia, un ojo puesto en la tradición –en la tradición que ellos mismos se han dado– y otro en los signos secretos del presente. Ver, aprender a ver, revelar algo del mundo a través del ejercicio de una mirada: para los “jóvenes turcos” que formarán la NV, la crítica es la continuación del cine por otros medios. Es la práctica crítica, de hecho, lo que por primera vez les da una identidad grupal, reuniéndolos en la redacción de los Cahiers du cinéma, la revista fundada por André Bazin y Jacques Doniol-Valcroze a principios de los 50. Truffaut, ahijado de Bazin, se suma en 1953 a un exiguo staff de cinéfilos integrado por Godard, Chabrol, Rohmer y Rivette –la banda en pleno–, y su desembarco desbarata rápidamente la solemnidad que caracteriza a la revista.
En enero de 1954, con apenas 22 años, Truffaut publica el panfleto más célebre, más drástico y más eficaz de la historia del cine contemporáneo: “Una cierta tendencia del cine francés”. En un puñado de páginas feroces, redactadas a partir de las notas que tomó en un calabozo durante su servicio militar, Truffaut denuncia e impugna violentamente los tres principios que sostienen al establishment cinematográfico francés: la insoportable gravidez de un imaginario pesimista, anclado en el trauma de la experiencia colaboracionista durante la guerra; el desprecio por los personajes, siempre condenados a una sanción moral que los preexiste; y –punto fundamental– la tradición de las adaptaciones literarias, que obliga al cine a subordinarse a la literatura y lo reduce al academicismo más recalcitrante.
El artículo, que apunta a las cabezas de la “calidad francesa” (Claude Autant-Lara, Julien Duvivier, Georges-Henri Clouzot, Yves Allégret, Marcel Carné), es una verdadera bomba, consagra a Truffaut como la estrella crítica del momento y adquiere el valor de un manifiesto de vanguardia. Militante y desdeñosa, su formidable negatividad encierra, sin embargo, un verdadero programa crítico y artístico, la concepción del mundo y del cine que regirá el trabajo de la NV. Los Cahiers du cinéma, ahora convertidos en un laboratorio de agitación, enuncian el primer paso de la asonada con una expresión que hará historia: la “política de los autores”. Contra la ideología del cine de la “calidad francesa”, Truffaut y compañía, avalados por la reflexión de André Bazin, reeditan una vieja premisa vanguardista: profundizar en el cine lo propio del cine. La “política de los autores” es una insurrección contra todas las sujeciones que a mediados de los años 50 alienan al cine de sus potencias específicas: la hegemonía literaria (las adaptaciones, sí, pero también el papel crucial de la “historia” y la función del guionista), el control de los estudios, el poder de los productores. Como un escritor es autor de su novela y un pintor de sus cuadros, el director es el autor de un film, y es en su práctica sobre el lenguaje específico del cine –lo que se llama la “puesta en escena”– donde hay que buscar el sentido, el estilo y el valor de un film, no en la novela que lo inspira, ni en la historia que cuenta, ni en el guión que lo sostiene.


DERECHA -Los críticos Chabrol y Godard en la redacción de
Cahiers du cinéma.IZQUIERDA - Los padres: Roberto Rossellini,
Henri Langlois y Jean Renoir.


“El guión, para mí, es casi secundario. Hago el film antes de conocer la historia, y se me aparece como una forma, una impresión de conjunto. Sólo después busco el guión y lo ajusto a lo que tengo en la cabeza”. El que habla –sorprendentemente– es Hitchcock; los que lo hacen hablar son Truffaut y Chabrol. El diálogo es un síntoma perfecto del modo en que funciona la primera fase (la fase crítica) de la “política de los autores”. Leído a través de las premisas de Cahiers du cinéma, Hitchcock, el “maestro del suspenso”, deja de ser el cineasta industrial y menospreciado que es a mediados de los 50, y se convierte en un artista de la mise-en-scène, un inventor de formas y figuras de estilo, alguien cuya obra, hasta entonces condenada al entretenimiento o al mero prodigio técnico, merece ser comparada con la de Faulkner o Dostoievski e interrogada –es Rohmer el que habla– con “términos nobles y pretenciosos como alma, Dios, Diablo, inquietud o pecado”. Después de liquidar a los falsos artistas de la “calidad francesa”, la banda de jóvenes turcos sale a exhumar a los artistas verdaderos que nadie ha reconocido todavía: Hitchcock, desde luego, pero también Howard Hawks, Jacques Tourneur, Preston Sturges, el Fritz Lang norteamericano (que la intelligentzia europea consideraba arruinado por Hollywood y que Godard usa como actor en El desprecio), Otto Preminger, el cine de la serie B, Samuel Fuller (invitado a la fiesta de Pierrot el loco). Didáctica de la mirada, la política de los autores obliga a ver, a reverlo todo, a reorganizar conceptos, valores y tradiciones, a reescribir la historia y la geografía del cine, no para oponer, por ejemplo, los autores a la industria o el arte al comercio, como se tiende a menudo a pensar, sino para detectar la emergencia de una singularidad cinematográfica (el modo en que el cine mira y piensa el mundo con el idioma del cine) allí donde aparezca, en films-rehenes como los de Hawks, en pequeñas máquinas seriadas como los de Tourneur o en condiciones de pobreza y autonomía como los de Roberto Rossellini. Gesto crítico y emancipador, la política de los autores cambia la manera de ver el cine y cambia el cine. Es el grito de guerra de una banda de jóvenes que, hartos de ver un cine que no les gusta, deciden hacer por sí mismos el cine que les gustaría ver. Primero escribiéndolo; después, a partir de 1958, cámara en mano y en la calle.

En la huella de El ciudadano de Orson Welles (pero sin la pompa genial de sus ambiciones), los primeros films de la NV imponen de un modo fulminante el mito contemporáneo de las óperas primas: películas jóvenes, intempestivas, que parecen borrar todo lo que las precede para inventar un nuevo horizonte estético. Repartidas en un lapso de dos años, El bello Sergio de Chabrol, París nos pertenece de Rivette (que empieza a rodarse en 1958 pero se termina en el ’61), Los cuatrocientos golpes de Truffaut y Sin aliento de Godard son las cuatro películas que establecen las nuevas reglas del juego. Es la política de los autores en estado práctico, y las mutaciones que implica afectan a todo el aparato institucional del cine. Las nuevas formas de financiación, por ejemplo, suelen incluir opciones levemente canallescas como el matrimonio por interés, las herencias políticas, la distracción momentánea de fondos y hasta la estafa, pero también atraen a productores audaces, siempre al borde de la quiebra, como Georges de Beauregard (responsable de los primeros seis films de Godard y del primero de Demy) o Barbet Schroeder (que financia los dos primeros Cuentos Morales de Rohmer presentando como aval un cuadro de su madre, y en 1965 produce París visto por..., un film de seis episodios que funciona a la vez como manifiesto y clausura de la NV).
Toda la economía del cine cambia: son films baratos y rápidos, que se conciben siempre previendo lo peor; los tiempos de rodaje son cortos, los equipos reducidísimos (apenas un iluminador –que se encarga también de la cámara–, un sonidista y un asistente de dirección), las cámaras livianas y ágiles. El estudio –un clásico de la “calidad francesa”– es reemplazado por los decorados naturales: la calle, el parque, el café, el hall del cine, las chambres de bonne, los pequeños departamentos donde viven los directores o que consiguen prestados. No hay estrellas: Jean-Paul Belmondo, Gérard Blain, Jeanne Moreau, Anna Karina, Maurice Ronet, Jean-Claude Brialy, Delphine Seyrig y, más que nadie, Jean-Pierre Léaud (que llevó al límite la dimensión física, posada y burlesca de la actuación NV), son actores que nacen y se hacen con la NV, rostros, cuerpos y modos de interpretación que modelan y son modelados por los films en los que intervienen. Todo es un poco precario, sí, pero a la vez todo es portátil: es como si el dispositivo del cine, tan agigantado por el desarrollo industrial, recuperara con esos nuevos cineastas algo de la austeridad, la sencillez y, sobre todo, la sensibilidad al presente que tuvo en sus orígenes, cuando no hablaba porque el espectáculo del mundo lo tenía perplejo.


El guionista, la diosa y el cineasta: Michel Piccoli, Brigitte Bardot y
Fritz Lang en El desprecio, de Godard.


Sin duda el fantasma de Lumière –mucho más que el de Méliès– planea sobre la economía estética de la NV. Pero es un Lumière traducido, aggiornado, refilmado por el que acaso sea el verdadero santo patrono del movimiento: Roberto Rossellini. Del director de Paisá, Roma ciudad abierta y Stromboli, la NV hereda una suerte de moral de la forma muy afín a la que desde fines de los años 40 habían ido acuñando los ensayos de André Bazin: la idea de un cine abierto a lo real, atento al acontecimiento, expuesto al azar que rige la lógica del mundo. Esa herencia no es unánime, sin duda, y cada miembro de la NV –un grupo cuya homogeneidad fue más que nada reactiva y polémica– se encargó de trabajarla a su manera, al punto de llegar, incluso, a contradecirla; pero aún hoy, cuarenta años después, la lección de Rossellini sigue brillando en algunos de los rasgos más notables del movimiento: la convicción de que la imagen cinematográfica “conserva” bloques de espacio y de tiempo; la idea de que la ficción en el cine siempre está en tensión con la naturaleza documental de la imagen fotográfica; una antipatía de base respecto del poder de ilusión –en el sentido más tramposo del término– del cine; la adhesión a una estética del esbozo, inestable e inacabada, radical y furiosamente antiprofesional. “Es en esos films rápidos, improvisados con pocos medios, rodados a las atropelladas, donde la imagen a menudo se deja adivinar y se encuentra la única pintura verdadera de nuestro tiempo”, escribe Jacques Rivette, “y ese tiempo también es un esbozo; cómo no reconocer de golpe el aspecto fundamentalmente esbozado, mal compuesto, inconcluso, de nuestra existencia cotidiana”. Rivette habla de Rossellini, pero no hay una sola de sus palabras que no sea igualmente pertinente para describir las películas de la NV. Si Bazin y Rossellini eran los padrinos-maestros –tutores severos, rigurosos, casi franciscanos–, Truffaut, Godard y el resto del gang fueron discípulos fieles pero también fueron hedonistas, despreocupados y algo cínicos. Lo suficiente, en todo caso, para “cortar” la estricta disciplina realista que heredaban con los deslices de una impertinencia vagamente anarquista, muy adecuada al estilo negligente de sus ficciones. La NV inauguró en el cine una nueva forma de narrar. A la progresión lineal del relato clásico, que la “calidad francesa” seguía ejecutando según los moldes de la literatura del siglo XIX, los nuevos cineastas opusieron una narrativa discontinua, armada en bloques, cuyos movimientos parecían reproducir la trayectoria errática de sus personajes. En rigor, la NV no hacía sino imprimirle a la narración cinematográfica las zozobras y los sismos que hacía rato registraban las artes plásticas (abstracción, expresionismo abstracto, pop art), la música (John Cage, Morton Felman, Miles Davis y el jazz, que empieza a inundar el cine francés) e incluso la literatura (el nouveau roman, pero también los experimentos de Faulkner o los montajes de Dos Passos). La lógica de la acción –motor del relato tradicional– es sólo una pila de escombros; la psicología cede su lugar a una suerte de conductismo opaco, que oscila entre el automatismo sonámbulo y los caprichos imprevisibles de la infancia. El relato balbucea, se distrae, “salta” como las viejas púas sobre los discos. Las voces en off –un legado de Orson Welles– destituyen a las voces de los personajes, que ya han dejado de partir y de llegar: outsiders, vagan, deambulan, se van por las ramas o huyen, siempre a un paso de la ilegalidad, como si el estado del mundo –estamos todavía en la posguerra, en la poscatástrofe– los redujera a la condición de espectadores ociosos, atónitos, que hacen de la percepción la única forma posible de la acción. En esta narrativa de lo transitorio no hay lugar para plots, y ni siquiera para metas: sólo hay encuentros, desencuentros, coincidencias accidentales: los chispazos de ese azar que llamamos presente.
Pero el cine, según Bazin, debía “abordarlo todo, como la literatura o la filosofía”, y la NV pasó la consigna por el tamiz de su desencantada insolencia y la ejecutó al pie de la letra. “Todo” quiere decir las historias de pareja, las autobiografías, las especulaciones filosóficas, las historias de pareja, la sexualidad, el crimen, la circularidad del tiempo, las historias de pareja, la política, la alienación contemporánea, la incomunicación, el dinero, las historias de pareja. (Godard, que confesaba haber filmado Pierrot el loco para enamorar a Anna Karina, decía que para que hubiera cine sólo hacían falta un hombre, una mujer y un auto.) Pero “todo” también significa todos los géneros del cine. Godard y el policial, Godard y la ciencia-ficción en Alphaville, Jacques Demy y la comedia musical, las love-stories en Truffaut, Rohmer y la comedia romántica, la ciencia-ficción en Alain Resnais y en Chris Marker... No es la exhaustividad, sin embargo, lo que impresiona, sino el uso que la NV hizo de los géneros, o mejor dicho la idea –que la NV patentó y el mundo, después, se dedicó a reproducir en masa– de que el género es algo que sólo existe para ser usado: no un principio de identidad (que engendraría obras redundantes), sino más bien un factor de alteridad, algo que llama a la perturbación y la desobediencia. Si el gran logro de la NV fue darle al cine el estatuto de arte –con la misma jerarquía que la literatura o la pintura–, y convertirlo además en el arte moderno por excelencia, esa operación fue posible, en buena medida, gracias al notable trabajo de apropiación que la NV llevó a cabo sobre los materiales de la industria cultural. Fue así como la NV agregó al mapa del mundo un país nuevo llamado cine.

Reloj en mano
, la NV, como todas las insurrecciones, no duró mucho. Apenas siete años, contando desde febrero de 1958, cuando un oscuro periodista llamado Pierre Billard usó la expresión para nombrar el hartazgo juvenil ante del cine francés, hasta 1965, el año de París visto por..., cuando el grupo se dispersa y las carreras toman rumbos decididamente personalizados. Dos años después, entrevistado por Cahiers du cinéma, su ex revista, Truffaut declaraba que había que “estar tan orgulloso de haber estado en la NV como de haber sido judío bajo la ocupación”. Duró poco, pero es difícil pensar en algún movimiento que haya tenido su misma fuerza de irradiación en el cine del resto del siglo. Pocos años después del triunfo de Los cuatrocientos golpes en el festival de Cannes, ya despuntan nouvelles vagues en Canadá, Japón, Polonia, Italia, Brasil y, last but not least, Argentina, donde algunos cineastas de la generación del 60 pasan rápidamente a abrazar, no siempre con felicidad, la causa de la nueva estética. Peter Bogdanovich y Paul Schrader –dos de los nombres más interesantes (y desfasados) de la generación del 70 norteamericana– a menudo han confesado las marcas que la NV dejó en su formación cinéfila, y lo mismo sucede con Wim Wenders, Jim Jarmusch, Hal Hartley o Léos Carax. ¿Y qué son los principios de Dogma 95 si no la formulación prescriptiva de lo que la NV planteaba como herejía? Habla Martin Scorsese: “El aporte más importante de la NV fue darle una imagen visible de la libertad a cada aprendiz de cineasta, e incluso a ciertos profesionales aguerridos. Les dio adrenalina a todos. Los primeros films de Godard, Truffaut, Chabrol, Rivette y Rohmer nos daban la impresión de que nosotros mismos podíamos hacer películas en cualquier parte, con cualquiera, a partir de cualquier historia; que no hacían falta materiales caros, actores prestigiosos ni proyectores potentes. Bastaba con salir a la calle y hacer una película, y si uno tenía el coraje de la convicción, entonces podía funcionar. Se podían hacer travellings con una silla de ruedas, como los hicimos en Quién golpea a mi puerta. Aprendí muchas precisiones técnicas viendo las películas de la NV, pero lo más importante, lo más esencial, fue ese espíritu de libertad. Es un regalo que no tiene precio”.

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