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El nuevo Museo Picasso

Las ventanas indiscretas

La inauguración de una megamuestra de paisajes de Picasso fue excusa perfecta para estrenar la ampliación y los anexos del Museo que empezó ocupando una casa y hoy se ha extendido a varios palacios conectados entre sí en la zona más turística de Barcelona, conformando una estructura que se parece en forma inquietante a un gran cuadro de Picasso.

Por RODRIGO FRESAN,
desde Barcelona

La incontestable evidencia del asunto, ahí en las paredes, en los cuadros grandes y en los cuadros pequeños: a Picasso le gustaba mirar, porque el agotamiento de ese verbo es privilegio de los que miran de manera diferente al resto de los mortales. Mirar para adentro y para afuera de la ventana, haciendo uso del taladro constante de esos ojos, el láser que no pestañea, la pupila indiscreta que desprecia la interrupción del párpado. Hay muchas maneras de imaginarse a Picasso mirando. Una de ellas es imaginárselo mirando por una ventana, primaria y original, a lo largo de su vida y obra. Una ventana que es siempre la misma, a lo largo y a lo ancho del mundo. Una ventana siempre abierta. “Picasso no es un gran paisajista si nos atenemos a las pautas que definen al género”, es lo primero que se lee en el voluminoso catálogo de la exposición Picasso: Paisaje interior y exterior que se inauguró días atrás en el Museo Picasso de Barcelona y que ahí va a a quedarse hasta el 30 de enero del 2000. La muestra es otra reincidencia en el único sistema posible para organizar la avalancha picassiana, ese terremoto que no cesa: tematizar al artista, mostrarlo por facetas, ordenarlo en porciones que contribuyan a su mejor ingestión y que eviten el exceso de lo inconmensurable. Así como, años atrás, la monumental Picasso retratista en el MoMA de Nueva York acomodaba familia, esposas y, al final, ese autorretrato con los ojos bien abiertos ante la inminencia de la muerte. Aquí, ahora, se convocaron obras provenientes de todos los museos y colecciones privadas del mundo hasta converger en una de las tantas puntas de ese iceberg ardiente de colores y formas. Uno sube escaleras, recorre salones, atraviesa pasillos, llega al otro lado y piensa que Picasso es sin duda un gran paisajista, uno de los grandes... y a quién cuernos le importan las pautas que definen el género.


Mujer con flor, 1932

La exposición –doscientas piezas entre pinturas, dibujos, grabados y cerámicas– está organizada en varias partes, que funcionan como capítulos de una novela. La primera se llama 1917-1920 / La ventana: nexo entre la realidad y lo imaginado y muestra la felicidad de un hombre que se sabe genial incluso a la hora de empujar los postigos para que entre el sol. Cuadros donde la realidad empieza a refractarse en sí misma, como El paseo Colón (1917), Frutero y guitarra sobre un velador delante de una ventana (1919), Calle La Boítie, personaje en taller (1919), Ventana abierta sobre la calle Penthiévre (1920). Todos ellos mostrando el espacio limitado de los interiores con una concentración de átomo antes de dividirse y estallar. La segunda parte se llama 1920-1936 / Del atelier al plein air y muestra la transición entre el adentro y el afuera. Rincones a lápiz de lo íntimo, pasando por la síntesis perfecta de El pintor en su taller –donde Picasso es un puñado de líneas rectas con nariz afilada y un ojo encima del otro frente a un caballete– hasta alcanzar el éxtasis de los espacios abiertos en Mujer tendida al sol con las piernas cruzadas (1932) y El salvamento (1933). La tercera parte es 1937-1955 / De la soledad de los años de guerra al esplender del Midi y se insiste con renovada energía en vistas desde las alturas del taller –Riberas del Sena y Notre-Dame, ambos de 1944– hasta la maestría de Vista de Ile de la Cité (1945) para escapar luego a espacios abiertos de bosques y valles. La cuarta parte, 1955-1960 / La Californie: el taller del siglo XX, constituye el plato fuerte de todo el asunto. Picasso aparece como un artista sin límites, un Saturno devorando a sus padres, un monstruo de lo bello. Otra vez talleres y ventanas en la serie del Taller de La Californie (1956) y Mujer desnuda en un balancín (cuadro elegido para el póster de la exposición) hasta la incontenible destrucción de Las meninas, distorsionadas para siempre en un gran cuadro del siglo XX a partir de un gran cuadro del siglo XVII, con la certeza de que a Velázquez le hubiera encantado. En la parte final, 19591970 / Ultimas miradas sobre la tradición, Picasso se entromete con otros dos clásicos para ofrecer sus traducciones: el Dejeneur sur l`herbe deManet y El rapto de las sabinas de Rubens, y... ah, el horror de escribir sobre una exposición de Picasso, algo todavía más difícil que ordenar una exposición de Picasso. “Nadie modificó tanto la naturaleza del arte como él”, dice una enciclopedia con perfecta y tramposa vocación sintética. Así cualquiera escribe sobre Picasso. Entrar y caminar diciendo en voz baja y con la intensidad tímida que otros usan al rezar: “Nadie modificó tanto la naturaleza del arte como él”. Salir del paisaje interior al paisaje exterior, con la inquietante sospecha de que uno quedó atrapado en uno de esos cuadros, cualquiera, da igual.


El rapto de las sabinas

La apertura de esta muestra ha sido la excusa perfecta para estrenar la ampliación y anexos del Museo Picasso. Inaugurado en 1963, el museo se vio potenciado por una gigantesca donación del artista en 1970 que lo convirtió en el centro picassiano más importante del mundo en cuanto al período de formación del monstruo. Ahí están los bocetos, los dibujitos en los libros de lectura, la radiactiva evidencia del genio que nace genio y sabe que va a morir más genial todavía. Ahora, los 7.100 metros cuadrados de varios palacios medievales en una de las zonas más turísticas de Barcelona han crecido a 10.600, con el agregado de dos palacios góticos. Por acción del arquitecto Jordi Garcés, el museo Picasso se parece más que nunca a un cuadro de Picasso donde clásicos techos con molduras se ven interrumpidos por paredes de piedra ancestral para continuarse en vastos recintos blancos y modernos donde triunfan el hormigón y el yeso. Los grandes éxitos de la colección permanente –desde La tía Pepa de 1896 a Retrato de Jaume Sabartés con gorguera y sombrero de 1939, pasando por La enana de 1901 y Retrato de Sebastiá Jungent de 1903– se funden con los paisajes llegados desde los confines de ese mundo cuya naturaleza artística Picasso cambió para siempre excusándose con aquel slogan perfecto: “Yo no busco; encuentro”.
Antes de la salida, una nueva sala muestra 77 fotografías de David Douglas Duncan centradas en la actividad del artista entre los años 50 y 70. Después de tanto color, Picasso en acción y en blanco y negro. El taller tantas veces pintado ahora es foto y nada sorprende menos que esa escena del crimen, y nada sorprende más que la ampliación de esos dos ojos que miran fijo con la insistencia de esas imágenes de Cristo trucadas por lo cóncavo y lo convexo. Las fotos de Picasso pintando producen la sensación de estar mirando algo que no debe verse, tal como jamás debe profanarse la trastienda de un mago en acción.
Quedan los cuadros. Lo que Picasso encontró sin buscar. Sólo los verdaderamente grandes se vuelven prescindibles al ser superados por una obra que desde el vamos los trasciende. La representación de Picasso por otros artistas casi siempre es parcial o imperfecta: un cuento de Bradbury, una canción de McCartney, Anthony Hopkins haciendo de pintor (y pareciéndose más a Popeye que al malagueño). Tal vez el mejor Picasso no pintado por Picasso sea el que ofrece Steve Martin en su pequeña gran obra de teatro Picasso at the Lapin Agile. Allí, en una noche de 1904, el joven Picasso coincide con el joven Einstein en un bar de París. Empiezan conversando de cualquier cosa para acabar conversando sobre un siglo que entonces empezaba y que ahora concluye, y sus futuros roles en esos cien años que comenzaban a rodar, empujados por ellos montaña arriba. En la obra de Steve Martin, Einstein vislumbra la teoría de la relatividad y Picasso intuye un cuadro iniciático que se llamará Les Demoiselles d’Avignon. “Espero no morir joven. Espero tener el tiempo suficiente para hacer demasiadas cosas. Espero cubrir el mundo con belleza”, suspira el Picasso de Steve Martin.
Uno de los últimos cuadros de la muestra exhibe la curva múltiple de un mar agitado como sólo un anciano puede entenderlo. Uno de las primeros cuadros de la colección permanente del Museo Picasso ofrece la línea de una ola en el inseguro pero ya revolucionario pincel de un niño que juegapintando. De un extremo a otro, de un mar a otro, contemplados desde ventanas diferentes, se accede a la misma deslumbrante conclusión: nada más genialmente soberbio y humildemente genial que decir hola y adiós poniendo sobre una tela aquello que no deja de moverse pero –seguro– se quedó quieto el tiempo que fuera necesario para que un niño y un anciano pudieran pintarlo antes de que las ventanas se cerraran para siempre.

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