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Esconderla es
necedad
Por Susana Viau
El
policía municipal madrileño, de guardia desde hacía
una hora ante la estatua de San Martín, se sacaba y se ponía
el morrión del uniforme de gala. Era una mañana soleada
de mayo y el hombre sudaba. Pero lo que le llenaba la frente de gotitas
no era el calor sino la foto que colgaba, como un escapulario, del cuello
de Matilde Artés. Al fin, no pudo con sus nervios y preguntó:
¿La niña también está desaparecida?.
Matilde Artés, Sacha, señaló los dos
rostros de la foto y dijo: Ésta es mi hija, Graciela, y ésta,
mi nieta. El hombre miró a los agregados militares de la
embajada argentina y sus mujeres que, entre la ira y el asombro, se alejaban
del lugar, sin poder cumplir con el ritual del 25 y dejando abandonadas
las coronas de flores en esa hondonada del parque del Oeste. La voz del
policía madrileño sonó sincera cuando comentó:
¡Qué menudos hijos de puta! Ni El Caudillo se atrevió
a tanto.
En lo relativo a Francisco Franco, el hombre tenía razón,
el Caudillo no se había atrevido a tanto, pero un policía
municipal español no tenía por qué saber que la apropiación
de niños no era un invento criollo sino una creación del
Tercer Reich, a la que los nazis llamaban germanización.
Tampoco tenía la obligación de saber un policía municipal
español lo que no sabían millones de argentinos: que no
se trataba de una cría llamada Carla Rutilo Artés sino de
un cuarto de millar. Como Sacha Berta Schuberoff, madre
de Marcelo Gelman, suegra de María Claudia García Iruretagoyena,
embarazada de siete meses cuando fue secuestrada e internada en el centro
clandestino habilitado en Talleres Orletti, del barrio de Floresta
buscaba a la criatura nacida en cautiverio, igual que buena parte de los
260 reclamados por las Abuelas de Plaza de Mayo. Es Berta la que hoy suele
decir que, aunque nacida de un dolor personal, la tarea de hallarlos es
colectiva y sus 64 éxitos, el resultado de la infinidad de pistas
ciertas o erróneas que siguieron con el silencio y la discreción
como aliados.
En el prólogo a Niños desaparecidos. Jóvenes localizados,
las Abuelas recuerdan que sus nietos ya no son los niños que fueron.
Nacieron entre 1975 y 1980, están alcanzando la edad que tenían
sus padres asesinados. El dato es casi el único que acota y pone
límites a la complejidad de una búsqueda que el propio Estado
les ha puesto difícil. Son la aguja en el pajar: han sido rebautizados,
se les han borrado las señas de identidad, se les han cortado todos
los puentes que pueden unirlos a su verdadera biografía. Todos,
excepto el malestar y la sospecha que engendra en ellos, fatalmente, la
situación enloquecedora, el secreto mal guardado por esa familia
infamiliar así la ha definido el psicoanalista Fernando
Ulloa- en la que se han visto forzados a crecer. El libro de las Abuelas,
medido y refractario al desborde emocional, es por eso mismo perturbador.
Perturban las historias breves que acompañan cada caso y consignan,
apenas, nombres y circunstancias. Perturba lo que no está escrito,
pero es posible imaginar. Inquietan las fotos de los padres jóvenes,
pero mucho más los casilleros que permanecen en blanco. Los casilleros
tienen entre 19 y 25 años, son rubios o morenos, machos o hembras,
altos o bajos, hermosos o vulgares, miran con ojos castaños o grises.
Son como cada uno quiera que sean, por ahora. Los casilleros quizá
no quieran a esta altura saber la verdad. Y hay también quienes
piensan que ya es tarde para revelarla. Parece piadoso, pero injusto.
Son hombres (o mujeres), que cada palo aguante su vela. Anticipándose
al psicoanálisis, y seguro que porque está inscripto en
la vida, lo dijo Francisco de Quevedo: Pues amarga la verdad / quiero
echarla de la boca / y si al alma su hiel toca / esconderla es necedad.
Después, que hagan con ella lo que quieran. O lo que puedan.
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