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El nuevo disco de Beck

El artista anteriormente conocido como
Beck

Midnite Vultures marca el regreso del artista hasta ahora conocido como Beck. Aunque su nombre no cambió, la última mutación del autor de Mutations lo muestra como un desconocido. Fuera del folk y casi fuera de rock, con este disco se mete en el territorio cedido por Prince, para destronarlo como el eterno niño prodigio del pop norteamericano.

Por Hernán Ferreirós

Beck nació en 1970. La fecha es emblemática para la cultura norteamericana porque inaugura una década de libertad sexual y tolerancia con las drogas, brillo y bolas de espejo, reivindicaciones sociales y organización de las minorías, p-funk y disco, cine de autor y arte de vanguardia, plataformas y peinados afro, psicodelia y rock & roll. Vistos desde los ‘90, esos años pueden ser confundidos con un paraíso perdido en el tiempo. Beck, como muchos otros, pasó buena parte de esta década aferrándose a ese recuerdo y tratando de recuperar los años de su infancia. Sus discos, cada uno diferente al anterior, tienen apenas un par de cosas en común: celebran sonidos de veinte o treinta años atrás (aunque, desde luego, atravesados por todo el aparato tecnológico e ideológico de los ‘90) y se muestran como el credo provocativo de un chico que se niega a crecer.

Menos que cero
El nombre Beck dejó de remitir al viejo guitarrista de los Yardbirds en 1994, cuando un tema llamado “Loser” se convirtió en el hit más improbable de ese año. Construido en torno a un sample de Dr. John, una guitarra slide y un moroso breakbeat de hiphop, el tema alertó a las discográficas y las obligó a prestarle atención a todos esos aspirantes a nuevos Dylan que tocaban sus puertas, aunque había una condición: que supieran rapear. Sin embargo, ese encuentro bizarro entre Woody Guthrie y los Beastie Boys, que había colocado a un chico de 24 años del que nadie había oído hablar hasta unas semanas antes al tope de los charts, no pudo ser reproducido por ningún otro artista. Como vendrían a confirmar sus siguientes discos, Beck había uno solo. Recién en los últimos dos años, y como consecuencia de su propia influencia, comienzan a aparecer actos creíbles como The Beta Band, que transitan por un sendero similar.
Beck Hansen, si es que ése es su nombre real, supo crear pequeños mitos a su alrededor que, con el tiempo, seguramente pasarán a formar parte del folklore del rock. Su historia fue revisada varias veces por él mismo para presentarse ya sea como un adolescente homeless de Kansas City o como un neobeatnik, el último bohemio de una larga tradición familiar de artistas y seres afines. Todo parece indicar que esta versión es la que más se acerca a la realidad. Según cuenta el músico, su insospechada fusión de actitud punk, breaks de hip hop y folk tuvo origen en una visita realizada a su tía durante su infancia. Parece que la tía no hacía más que escuchar viejos discos de Woody Guthrie, cuyos sonidos impresionaron la tierna sensibilidad del niño Beck. Unos años después, cerca de los 18, el músico se mudó al East Side neoyorquino, donde entró en contacto con la escena punk y hardcore. La cruza de estas dos influencias lo llevó sentirse como en casa en medio del movimiento anti-folk de Nueva York, que consistía, justamente, en punks que redescubrían el root blues y entonaban himnos celebratorios de la desesperanza, la desidia y la miseria. En ese momento no le fue bien.

El ganador
Perdida la batalla en el frente oriental, Beck se lanzó a probar suerte en Los Angeles. Luego de una serie de trabajos fallidos, volvió a la música. Una serie de grabaciones caseras y presentaciones en vivo en locales ignotos tuvieron que ser los inevitables primeros pasos. Lo curioso fue que al tiempo un grupo pequeño de habitués de la escena under de LA se encontró tarareando un extraño verso que decía “MTV me da ganas de fumar crack”. Su autor: Beck. La canción, necesariamente titulada “MTV makes me want to smoke crack”, molestó a algunos y llamó la atención de otros. No pasó mucho antes de que una discográfica sumara al pequeño cantante rubio a sus filas. Cuando el sello Geffen editó su segundo single, “Loser”, sucedió lo que nadie esperaba: fue un éxito mundial. Si fue puro talento o la suerte de estar en el lugar justo en el momento justo es algo que ya no importa porque “Loser” hizo posible todo lo demás,que sí está sostenido por talento puro. El tema parecía la banda de sonido ideal para la recientemente delimitada Generación X, que no tardó nada en entonar ritualmente el mantra “I’m a loser, baby, so why don’t you kill me” (“Soy un perdedor, nena, ¿por qué no me matas?”). En medio del delirante e intoxicado fluir de la conciencia de las letras de Beck, siempre puede encontrarse una frase que articula a la perfección un sentimiento colectivo o una de esas verdades que rondan los límites de la conciencia pero que no pueden ser fácilmente definidas. En medio del sinsentido, un sentido urgente toma forma. “Loser” dijo, con todos los niveles de ironía activados, lo que buena parte de la generación perdida de los ‘90 quería decirle en la cara a sus mayores. Apropiadamente, MTV fue la primera cadena en festejar el éxito de la canción repitiendo su baratísimo video una y otra vez. Al poco tiempo, el infeccioso estribillo estaban tanto en boca de los slackers como de los oficinistas.

La vanguardia es así
El disco que siguió, Mellow Gold (1994), era un imposible trabajo de bricolage que amigaba sonidos que parecían irreconciliables. Beck había aprendido un par de trucos de su abuelo llamado Al Hansen, uno de los miembros fundadores del grupo Fluxus, un colectivo de artistas de vanguardia al que también pertenecieron John Cage, LaMonte Young y Yoko Ono. Como todos los otros grupos influenciados por la vanguardia histórica, Fluxus organizaba happenings y creaba piezas de arte extrayendo ciertos objetos de su contexto habitual y combinándolos en forma inesperada. Si bien hoy en día el proceso de cut & paste es un lugar común debido a la incorporación de las computadoras a casi cualquier actividad, hace seis años la misma idea aplicada a la música popular resultaba un poco más novedosa. El primer disco de Beck combina hip hop, punk, psicodelia y folk. Todo embalado en un sonido pseudoacústico enriquecido con loops, una beat box y todo tipo de efectos. P-folk hubiera sido una buena manera de etiquetarlo, una forma que en ese momento afortunadamente nadie pensó. Las voces pintaban, en un paródico tono country, algunas de las escenas más patéticas de la vida norteamericana.
El problema que se planteó en ese momento fue si Beck era o no otro one hit wonder, hoy en la cima del mundo y mañana en la batea de ofertas junto a los compacts de Divinyls y Right Said Fred. El propio Beck se ocupó de intensificar esta duda cuando, aprovechando las cláusulas que impuso a su contrato con Geffen y la tremenda atención mediática que recibía, lanzó dos discos de material compuesto y registrado en los años anteriores a Mellow Gold. One Foot In The Grave (1994), casi todo acústico, claramente parado en territorio folk y con canciones que no pasan los dos minutos de duración es el más consistente y articulado de los dos. Remitente: Litghnin Hopkins. Si hubiera vendido más, sus canciones merecerían protagonizar el equivalente al “tocá una que sepamos todos” de un campamento del sur de los Estados Unidos. Stereopathetic Soul Manure (1994) es una colección de grabaciones hechas entre 1988 y 1993 que van desde el hardcore hasta borradores de temas que sólo pueden sonar inspirados en el momento de aspirar una canícula completa de helio. El mejor track es “Rollins Power Souce”, un homenaje a Henry Rollins, el Terminator del rock independiente, un cruzado del sonido extremo. La tibia recepción de estos dos discos no enturbió el suceso de Mellow Gold, pero ponía en duda la capacidad de Beck para repetirlo.

El mutante
En 1996, Odelay disipó todas las dudas. Coproducido por los Dust Brothers, este disco monumental dejó en claro que había mucho resto en el lugar de donde había salido “Loser”. Esta vez el abanico de influencias iban de Donovan y los folkies ingleses de finales de los ‘60 y ‘70 hasta algo del lounge que estaba siendo redescubierto en ese mismo momento. Como siempre, con el apoyo de breakbeats, samples y todo lo quela tecnología ponía a sus pies, Beck construyó un conjunto de antihimnos que celebraban el caos y la confusión y una cultura hecha de fragmentos disparatados que parece todo el tiempo a punto de desmoronarse bajo el peso de su propia liviandad. Desde luego, los hits “Devil’s Haircut”, “The New Pollution” y “Jack Ass” sonaron en todas las radios, se bailaron sus remixes en todas las discotecas y las imágenes desconcertantes de sus videos llegaron a MTV, aportando su granito de arena a la misma confusión que se encargan de señalar y, de modo más general, al patchwork de nuestra cultura. Desde el arte de tapa hasta la letras, todo indica que Beck no ignora esta paradoja sino que, en verdad, la utiliza para enriquecer su trabajo. Odelay fue uno de los mejores discos de ese año y el trabajo que puso a Beck a la altura de cualquiera de sus héroes.
Así como al éxito de Mellow Gold siguieron dos álbumes menores, después del monumetal Odelay vino otro disco pequeño. Mutations (1998), realizado con la colaboración de Nigel Godrich, productor del Ok Computer de Radiohead, es exactamente todo lo que indica su título: una mutación en el sonido de Beck y un guiño a Os Mutantes, el mítico grupo de Rita Lee, Arnaldo Baptista y Sérgio Dias. Retomando el costado más melódico de Os Mutantes, este disco ofrece un conjunto de dulces baladas a mitad de camino entre la psicodelia y el sofá. Es introspectivo, hedonista y suave, pero nunca tan bueno como sus fuentes (ni siquiera cuando se corre un poco hacia el rock y se parece a Mercury Rev). En sus momentos bizarros no puede (tal vez ni siquiera lo intente) alcanzar las simas conquistadas por Os Mutantes. Y en sus momentos melódicos, no resiste una comparación con “Baby”, “Ando meio desligado” o cualesquiera de las grandes canciones pop del trío brasileño.


Sexy motherfucker
Para que el sistema que consiste en editar un gran disco seguido de un lanzamiento menor resulte cierto, el nuevo disco de Beck debería ser otra gran obra. Midnite Vultures (1999), el disco que llega justo para el fin de milenio con la convicción de ser el último gran disco del año, es la continuación directa de Odelay, así como Odelay lo era de Mellow Gold.
Lo primero que se percibe es una nueva mutación. Ni folk, ni pop, ni bossa: ¡P-funk! es el nombre del nuevo juego. Es decir, el funk cocinado al colorido fuego de los alucinógenos, tal como lo bautizó Su Majestad, el funkmeister George Clinton. Retrospectivamente esto cambia un poco las cosas y revela que la influencia de la psicodelia es la única constante musical del trabajo de Beck. En un reportaje posterior a la salida de Mutations, Beck declaró que su próximo disco sería un disco “completamente bailable, con canciones tontas y letras tontas”. “Free your mind and your ass will follow” (“Libera tu mente y el culo la seguirá”) fue el grito de batalla de Clinton al frente de los combos Parliament/Funkadelic. En este caso Beck parece seguir el camino inverso. Las letras no son muy diferentes de las de todos los discos anteriores; si son tontas o de un sugestivo nonsense es algo que puede ser debatido. Lo que no tiene sentido debatir es que se trata de un disco para mover el culo de principio a fin. Aunque cuenta con la colaboración de Beth Orton y Johnny Marr (ex Smith, Electronic) el artista folk anteriormente conocido como Beck se calza las plataformas de Prince, el mejor discípulo de Clinton, y sale a dar un paseo por Paisley Park sin ningún complejo.
No sólo el falsetto y el groove neumático nos indica que estamos en el reino púrpura del principito. Por primera vez en Beck aparece una recurrente fijación erótica, tan poco contenida como adolescente. “¡Quiero desafiar todas las leyes de la lógica sexual!” canta en “Sexx Laws”, el primer corte del disco. Más adelante intenta hacerlo: “Estoy mezclando fitness y cuero / para que todas las lesbianas se pongan a gemir” (“Mixed Bizness”, segundo corte). Más que ningún otro, éste es un disco físico, nosólo plagado por el baile y el sexo sino también por olores y sabores: “Nicotine & gravy” (Nicotina y aderezo), “Peaches & cream” (Duraznos y crema), “Milk & Honey” (Leche y miel) son tres temas casi consecutivos. A diferencia de todos los discos anteriores, aquí no hay mezclas, combinaciones de ritmos, estilos, sentidos, en fin, no hay caos dentro de un mismo track. Beck dibujó sus fronteras y se quedó adentro de ellas. Sin embargo, y a pesar de que todo lo que se escucha fue tomado de los ‘70 y principios de los ‘80 (lo más nuevo seria el electro circa 1982 de “Get Real Paid” y lo más viejo, el soul a la Motown circa 1972 de “Debra”) el disco no suena como Lenny Kravitz, Jamiroquai u otros artistas con una fijación retro. Aquí hay inventiva, ideas y, como siempre, una altísima ironía que, también, puede llegar a cansar un poco a aquellos que entienden que no ser irónico supone correr mayores riesgos. Aunque Beck prácticamente abre y cierra el disco con la frase “I’m a full grown man” (Soy un hombre maduro), como si tuviera que decir lo que no puede mostrar con su música, Beck persigue una interminable fiesta adolescente. En sus primeros discos la fiesta consistía en emborracharse, ir a un club de strippers, tomar montones de drogas y romper botellas contra el pavimento. En sus últimos discos, y a pesar de lo que diga, ganó sofisticación, no madurez. Midnite Vultures confirma una vez más a Beck como un eterno niño prodigio del pop.

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