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Nora Correas en el Bellas Artes

Honestidad brutal

Empezó en los 60 haciendo esculturas de lana. A mediados de los 80 incursionó por primera vez en las instalaciones. Este año, después de la muerte de su hermana, armó Adiós, su obra más contundente. De vuelta de París, donde expuso en la megamuestra de escultura en los Champs Elysées, Nora Correas recorre con Radar su muestra antológica en el Bellas Artes y explica por qué decidió exponer cajas de extinguidores repletas de objetos personales.

Por Juan Ignacio Boido

¿Qué instala una instalación? En el peor de los casos, la respuesta exhibe un despliegue de prodigiosos artilugios teóricos, dispuestos de los modos más complejos, sobre los que se sostiene la obra. En el mejor de los casos, la respuesta, antes de manifestarse, viaja ida y vuelta hasta el centro neurálgico y emocional donde la obra fue concebida. En 1976, Nora Correas llevaba diez años en Buenos Aires después de haber llegado de Mendoza, recién egresada de la Universidad Nacional de Cuyo y becada por el Fondo Nacional de las Artes para poder sumarse a las huestes del taller de pintura de Juan Battle Planas. Ese año, viajó de vuelta a su provincia natal para exponer la que podría considerarse su obra fundante: El corazón partido, una escultura de lana roja de tres metros de alto y dos de ancho. Durante los diez años posteriores, su obra siguió tomando la forma de “esculturas blandas”, hasta que a mediados de los ochenta incursionó por primera vez en las instalaciones, con una imperturbable solución de continuidad dentro de su propia obra, y cuyo último resultado es para muchos su obra más poderosa: Adiós, una serie de cajas para extinguidores de principios de siglo pobladas de objetos personales. Con estas dos obras –El corazón partido y Adiós– como puertas de entrada y de salida, Nora Correas orquestó Sumando, la muestra antológica en el MNBA con la que elige recorrer su trabajo en la plástica hasta la fecha.


El reflejo, 1999

Oropel, 1999

“Lo que una intenta con una obra es que se intelectualice lo menos posible. Que todo eso llegue por el mismo canal por el que ha sido hecho, que no es el de la razón ni la inteligencia racional”, dice Correas recorriendo la muestra. “Por eso cuando me preguntan ¿Cómo se te ocurrió?, yo apenas puedo contestar: No se me ocurrió, lo tuve que atajar. Lo que sí puedo es explicar por qué las elegí”, dice Correas y pasa a explicar cada una de las seis partes que conforman el total de la muestra. “Elegí El corazón partido porque el 76 fue un año muy terrible, que partió la historia en dos partes, y en el que murió gente que yo quería mucho. Y, para demostrar que soy terriblemente escéptica con respecto a lo que pueden cambiar las cosas con un gobierno o un siglo nuevo, al lado aparece esa mancha de sangre que es Juguemos en el bosque ahora que el lobo no está, terminada cuando subió Alfonsín y todos celebraban augurando la llegada de la Justicia.”
El fin del ciclo de las “esculturas blandas” está marcado por esculturas de la serie Cota, Capa, Casa, Cosa –suerte de chalecos o casullas construidas con juncos, alambre, hierro, tela, vidrio, crines y madera– y sus versiones más ascéticas, de la serie Sangre, sudor y lágrimas. “De estas cotas me han dicho que son indígenas o folklóricas. Las primeras coincidieron con un viaje a la Bienal de Cuba del 89. De Cuba pasé a Nueva York, y eso para mí fue un golpe feroz. Yo no había estado nunca en ninguno de los dos lugares. Cuba había sido el país que había constipado los mayores sueños y esperanzas de una época, pero me encontré con un país pobre, con el mercado negro, y con nosotros mismos, que éramos invitados de primera. Así y todo, me gustó. Con Nueva York, en cambio, me enfurecí. Pero quedé atrapada por la energía poderosísima de esa ciudad. Al volver a la Argentina salieron esas corazas enormes, desmesuradas, producto de la sensación que me dio lo atrapante que tiene el poder. También me han dicho que son agresivas. Yo no lo veo así: agresivo es lo que avanza. Esto está quieto; sólo lastima si uno se acerca mal. Y decididamente no son ni indígenas ni telúricas. Estoy hablando del futuro, de esta brutalidad técnica en la que todo depende de las máquinas: ¿qué pasa si hay un colapso y tenemos que volver a lo que da la tierra?”.
Salteando una instalación de los 80 –descartada por las insalvables complicaciones técnicas que le causaba al MNBA colgarla del techo–, se llega a las instalaciones de los 90: una selección que recorre el trabajo de Correas en la última década con un crescendo sostenido. Veo, Veo fuemontada originalmente en el Centro Cultural Recoleta en el 94, cuando la opulencia superaba diariamente sus propios epítomes. Consiste en un camino dorado escoltado por las fotos de 250 chicos, que desemboca en una base dorada sobre la que hay una pila de lingotes dorados, al pie de una cuna dorada llena de cucarachas (“Armé el Veo, veo cuando empecé a hablar abiertamente de la ceguera y del poder, de cómo podemos ser tan imbéciles para tomar el camino por el que transita el mundo”). Al lado, Make your own baby, de 1998 (“El título está en inglés, porque ¿viste que acá, si tenés un local y el nombre está en inglés, parece más importante?”), pergeñada un año después de la clonación de la oveja Dolly: una pared cubierta de punta a punta con estantes de vidrio sobre los que se paran, con la tortuosidad aséptica de los laboratorios, decenas de tubos de ensayo, frascos y pipetas repletos de ojos, pelos, corazones y un largo y orgánico etcétera; todo eso encima de cunas transparentes llenas hasta los bordes de bebés de resina. Del 99 es Oropel, una serie de prendas por naturaleza decoradas en dorado –capas, casullas, charreteras–, formadas como si fuera un escuadrón aéreo, y delante de un panel saturado de cientos de moscas verdes.

El corazón partido,1976
Veo-Veo,1994
Tres tristes tigres, 1999

Para el final, como si se tratara de la obra donde iba a confluir toda la libido de su producción artística, queda Adiós, la instalación que ocupa prácticamente la mitad de la sala dedicada a la antología, ideada y montada en menos de seis meses, durante una catarsis tan abrupta como definitiva: “Toda la instalación gira alrededor de algo que descubrí hace seis meses, cuando murió mi hermana: el paso del tiempo. Por eso puse ese reloj que era de la casa de mi madre. Cuando una habla de la gente mayor, en realidad son seres a los que uno conoce viejos o grandes, y a los que tiene sumergidos en el lugar que ocupan en la vida de uno: padres, abuelos, tíos. Pero no son personas en el sentido estricto: una es básicamente el centro y los demás son como satélites que se van acomodando de acuerdo a los recuerdos o conveniencias. Mis otros hermanos murieron muy jóvenes, cuando yo tenía dieciocho años. Cuando murió mi hermana este año, toda mi familia de infancia –abuelos, padres, hermanos– había muerto. Y cuando muere la gente que es mayor que vos, muere tu infancia, mueren todos los recuerdos de cuando eras chico; nadie más se va a acordar de todo lo que te pasaba cuando ibas al jardín de infantes; no hay nadie que te cuente nada, que te traiga ese recuerdo que vos no tenés. Y mi hermana no tiraba nada: por eso, levantar esa casa fue como levantar toda mi memoria”.
Durante un mes, Correas se dedicó a exhumar, sobre todo, muchas cartas. “En esa época en que no había internet ni e-mail ni nada, se escribía mucho. Rescaté cartas de mi madre a mi hermana, en las que pude enterarme de cómo me veían. O cartas de mi abuela a mi bisabuela, o de mi abuela a mi padre cuando estudiaba Medicina acá en Buenos Aires en 1910. Esas personas que para mí siempre fueron sombras: abuelos que no conocí o tías a las que nunca imaginé como muchachas, y que, salvando la forma y el trato, hablan de lo que hablamos ahora: resfríos, novios, estudio. Todo eso de golpe.” Un mes después, Correas empezó a montar las cajas de extinguidores, reacomodándolos como elementos de una tabla periódica particular: las balas, los cigarrillos y la morfina, los fórceps, Darth Vader blandiendo una cuchara para calentar heroína, sobres de luto (“Encontré una caja llena de esos sobres. Ahora la gente se muere y al día siguiente ya está, pero en una época el luto se usaba”), la revista en la que dibujaba el padre para pagarse la carrera de Medicina, libros sobre cómo debe ser una señorita, las cabezas de Videla y Massera dentro de un aparato médico que funciona a mercurio (“No podía dejar de ponerlos; las cabecitas las hice con arcilla, y el instrumento era de mi padre”): todo bautizado con títulos meticulosamente elegidos (“Son guiños, pistas sobreel camino por el que va la obra, y que en el mejor de los casos funcionan como disparadores”).
Según Correas: “Mi vida personal no interesa; a la única que le puede interesar es a mí, porque me han servido como catarsis”. ¿Para qué expone las cajas, entonces? “Creo que, si las mujeres son en gran medida las encargadas de transmitir la memoria, en las cajas hablo de tres generaciones de mujeres: con sus recuerdos, sus experiencias traumáticas. Cada uno de nosotros puede llenar cajas. Yo tuve la suerte de poder hacer esta catarsis a través de la cual entendí que estoy en la misma, que el tiempo pasa y que va a ser igual: que voy a escribir cartas y que algún día un nieto mío las descubrirá. A mí me sirvió, y lo mejor de exponerla es descubrir que es una catarsis colectiva. Para mí, una obra es interesante siempre y cuando sea un espejo. Si no hay algo mío ahí, no tiene ningún valor. Ahora, si alguien se queda atrapado con alguna de las cajas montadas en la instalación, atrapado por un olor, por un recuerdo, por una imagen, por lo que sea, de algún modo le pertenece.”

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