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Las películas de propaganda de Hitchcock

AL SERVICIO DE SU
MAJESTAD

Quería participar de la Segunda Guerra, pero los años y el peso le impedían ir al frente. Por eso, en 1943 Alfred Hitchcock filmó los mediometrajes Buen viaje y Aventura Malgache, donde exalta la Resistencia Francesa. Apenas terminados fueron archivados y permanecieron inéditos hasta que este año los rescató el furor del centenario. Ahora se consiguen en video y sirven para ver a Hitchcock dejando de lado su habitual cinismo en pos de una causa.

Por JOSE PABLO FEINMANN

A Hitchcock nunca le fue bien con el cine de propaganda política. También lo perjudicó desprenderse de Bernard Herrmann. Las dos cosas ocurrieron en la misma película. Ahora (gracias a dos mediometrajes que acaban de aparecer con la hitchmanía del centenario) sabemos que el master hizo cine de p.p. (propaganda política) antes de Cortina rasgada (1966). Pero en esa película, por primera vez, decide hacer suya la causa de la Guerra Fría. Una causa que tenía dos puntas: una en la URSS y otra en EE.UU. El master eligió EE.UU.
Le pidió el score a Bernard Herrmann (que había escrito las maravillosas partituras de Intriga internacional, Psicosis y Vértigo entre otras) y luego de escuchar un par de compases lo echó malamente. Hermann habría de vengarse diciendo que Hitch nunca haría una buena película sin él. No se equivocó (sólo Frenesí fue buena en la etapa post-Herrmann). Menos aún se equivocó con Cortina rasgada. Resultó muy mala y un fracaso rotundo en las boleterías, pero tuvo una escena ejemplar. Ejemplarmente mala. Porque resultaba ser la antítesis de lo que el director se había propuesto.
Es la escena en que Paul Newman y una sufrida mujer de la sufrida URSS (Lila Kedrova, auténtica rusa, para variar) se proponen matar a un villanísimo comunista. Un tipo muy malo, tan malo como sólo puede serlo un comunista en una peli de la Guerra Fría desde el punto de vista de Occidente. Hitch (lo explicó largamente luego) se propone hacerle sentir al espectador lo difícil que es matar a una persona. Su arte de la manipulación cinematográfica intenta eso: que el espectador vea, sienta, padezca el suplicio de matar a alguien. Y son Paul Newman y la sufrida señora soviética quienes emprenden la ardua tarea de liquidar a un infame de la KGB. La cosa se hace difícil. Con un cuchillo, no. Con un tiro, tampoco. Golpeándolo, menos. Por fin lo arrastran hasta el horno de la cocina, abren el gas y meten adentro la cabeza del comunista. El tipo tose, se ahoga, tose otra vez y entonces ocurre el efecto paradojal. ¡El espectador se apiada del comunista! Los villanos pasan a ser Newman y la señora soviética, a quienes vemos como implacables asesinos. Fue la más grande pifiada del master en una carrera impecable. Por meterse con la p.p. No era su fuerte.
Todo esto lo escribí (ante todo: porque tenía ganas, porque hace tiempo quiero contar esa escena memorable de Cortina rasgada) para decir que el master tampoco se lució en esos dos mediometrajes que hizo sobre la Resistencia Francesa en 1943. En los diálogos con Truffaut (El cine según Hitchcock), Hitch explica que él quería participar de la guerra de algún modo. Era muy viejo para ir al frente. Pero sobre todo era muy gordo. Nadie imagina a Hitch desembarcando en Normandía, eludiendo los balazos de los nazis, trepando hasta los nidos de ametralladoras y metiéndoles una granada al estilo Audie Murphy (el soldado más condecorado de la Segunda Guerra Mundial, que, por supuesto, era yanqui). No, el master era gordo. Sólo podía hacer lo que hizo, cine. De modo que llegó a Londres y filmó con rigor narrativo pero sin ninguna emoción dos cortos destinados a exaltar la Resistencia Francesa.
Que la Resistencia existió nadie lo duda. Que Hollywood la hizo existir mucho más de lo que en verdad existió, ya se sabe. ¿Por qué no hay pelis de Hollywood sobre el colaboracionismo francés? (Hay, en cambio, una formidable documental de Edgardo Cozarinsky, un film poderoso y de necesaria visión para los argentinos.) En gran medida porque Hollywood necesitaba rescatar el orgullo herido de sus aliados, necesitaba estructurar el “mundo libre” y quería una Francia con la frente bien alta. También ayudó a Alemania. Hizo de Rommell un mariscal romántico (recordar la visión siniestra que durante la guerra, en 1943, había entregado Erich von Stroheim en el film Cinco tumbas al Cairo de Billy Wilder), con los modales elegantes y británicos de James Mason, un Rommel que participa del atentado a Hitler del 20 de julio de 1944, atentado que se exalta una y otra vez para demostrar que hubo “otra Alemania”. Todo esto hizo Hollywood. Y en 1943 Hitch hace estos dos mediometrajes. Uno se llama Buen viaje y el otro Aventura Malgache. Sería ocioso decir que la mano del maestro se nota, que están bien filmados, rigurosamente narrados. Pero sólo eso. No tienen emoción. La trama es (para este tipo de cine que exige contrastes violentos y exaltaciones) compleja y trata de introducir ciertas sutilezas que quedan a medio camino. A ver si me explico. ¿Usted vio Casablanca? (¿Existirá alguien que no haya visto Casablanca?) Bien, recordará la escena en que Paul Heinreid (Victor Laszlo, el marido de la Ilsa de Ingrid Bergman y miembro ilustre de la Resistencia, aunque fuera húngaro), con sus modales de bronce inmortal, de monumento al heroísmo y la pureza, se pone frente a la orquestita de Rick’s y ordena “¡La Marsellesa!” para silenciar al pérfido Conrad Veidt (el Mayor Strasse) y su patota de nazis. El leader de la orquestita lo mira a Bogart, buscando autorización. Y Bogie, cómo no, asiente con un leve gesto de su cabeza inmortal y con los ojos entrecerrados por el humo incesante de su cigarrillo. Y todos cantan la Marsellesa y todos sabemos que eso es un mamarracho hollywoodense pero nos emocionamos. Bueno, aquí no.
Hay un buen asesinato. Hay varios encuadres de esos que sólo el master, usted me entiende. Pero no mucho más. Los cortos no tuvieron ninguna trascendencia y Aventura Malgache apenas si se distribuyó. En suma, si de Hitch hubiese dependido, la guerra caliente la ganaba Hitler. Y la fría, Krushchev.

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