Tailandia es el El país de los hombres libres, tal como la define su propia etimología. Hombres tan libres que construyeron el único país de la región que mantuvo su independencia frente a las sucesivas invasiones de otros pueblos. País que supo respetar las costumbres y tradiciones de sus minorías étnicas. Para conocerlas, hay que alejarse de los ruidos de Bangkok y de los placeres de las playas del sur, y emprender el camino hacia el norte, hacia la región de montañas eternamente suavizadas por la bruma y de hombres tan libres que desconocen los dictados del consumo.
Templos y leyendas de Chiang Mai
El punto de partida de nuestro viajero es Chiang Mai, segunda ciudad de Tailandia, aunque sólo tiene 200 mil habitantes. Sus dimensiones confirman que se trata de un país rural donde la superpoblación sólo existe en la multifacética Bangkok, a setecientos kilómetros de distancia.
Chiang Mai, La Rosa del Norte, es una pequeña ciudad de provincia que no termina de decidirse entre el pueblo con calles de tierra, gallinas, perros y palmeras, y la ciudad asfaltada de ómnibus, tránsito e infaltables tuk-tuks (pequeños carritos motorizados). A lo lejos pueden verse las montañas fantasmales que rodean el Valle del Río Ping, y en el interior del casco urbano restos de murallas y el foso que datan del siglo XIII, cuando el lugar aún era la capital del importante reino de Lan Na.
Como en todo Tailandia, la ciudad abunda en templos con frentes dorados, techos a dos aguas rematados en pequeñas serpientes, campanitas y colosales figuras de Buda.
Entre los templos más importantes está el Wat Chiang Mai, el más antiguo de la ciudad, que resguarda el venerado Buda de Cristal, que según la creencia popular atrae a las lluvias. Luego de tantos Budas gigantes en toda clase de materiales, el viajero se sorprende ante esta pequeña y delicada figura del siglo VI que desconcierta con su silueta casi transparente ubicada a un costado del altar.
En las afueras de Chiang Mai, el templo Doi Suthep, a mil metros de altura y sobre 290 extenuantes escalones, domina el valle. Cuenta la leyenda que el templo se estableció en esa montaña porque allí murió un elefante blanco tras berrear tres veces y dar tres vueltas al lugar.
Un monje anaranjado
Chai tiene veintiún años, la cabeza rapada, los pies descalzos y una túnica anaranjada como toda vestimenta. Es casi una visión que se pasea por los jardines de un monasterio de Chiang Mai. Chai es cuidadoso: no habla a solas con mujeres y se cuida de no ser siquiera rozado por ellas. Explica que a veces se le hace difícil cumplir con los 228 mandamientos que le impone su condición de monje budista, pero reconoce que gracias a ella pudo salir de su pequeño pueblito y entrar a la Universidad a estudiar psicología. Chai, como casi todos los jóvenes tailandeses, dedicará unos meses o tal vez años a purificar su alma como monje. Luego volverá a la vida secular, y seguramente se casará y tendrá hijos. Mientras tanto, sale en las madrugadas neblinosas con un pequeño cacharrito colgando del brazo para recoger las ofrendas en forma de comida de mujeres también deseosas de perfeccionar su alma. Luego dedica su día a completar sus estudios y a rezar entre campanas y voces indecibles. Chai piensa en la experiencia como monje como un paso indispensable en su vida. Un cartel que cuelga de un árbol detrás suyo reproduce una enseñanza de Buda: Donde hay voluntad, existe un camino.
Pueblos de la montaña
Partir hacia las tribus de las montañas es el mandato de todo extranjero que se acerca a estas latitudes. Por eso, luego de una exhaustiva investigación por las agencias de turismo locales, el viajero decide tomar un trekking de tres días y dos noches que le ofrecen en una pequeña agencia de Chiang Mai. El trayecto a bordo de la caja de un jeep escasamente equipado es el primer paso de un viaje impredecible. El viajero conversa allí con otros turistas y con el guía, que en este caso proviene de una de las tribus locales y que, afortunadamente, aún no ha adquirido el hábito de difundir listas de datos inútiles, ni de lucrar con visitas a tiendas.
Cuando el jeep se detiene en medio del descampado al pie de la montaña comienza el sacrificado ascenso a pie. Pero el esfuerzo es ampliamente gratificado por la visión del pequeño caserío de la cima, donde hombres, mujeres y niños continúan con sus vidas como hace siglos.
Al principio todo es timidez, susto, prevención. Los niños huyen de las filmadoras como si fueran armas. Luego la curiosidad los acerca, y finalmente, a través de señas e imitaciones comienza la comunicación. Los niños repiten a la perfección los nombres con que se presentan los turistas europeos. Los europeos no lo hacen con la misma facilidad, a juzgar por las risas de los pobladores.
El juego continúa mientras las mujeres muelen granos en enormes morteros, tejen ropas de colores en sus telares o alimentan a sus animales. Más tarde, cuando el frío penetra entre las cañas de las chozas y las montañas se convierten en fantasmas de niebla, los Karen -grupo al que pertenece esta tribu- se refugian en sus casas para conversar, cantar y reír.
El guía aprovecha para preparar una fogata dentro de una de las cabañas cedidas por la tribu, y prepara una cena donde las especias, el arroz, las verduras y el pollo se mezclan en el delicado equilibrio de la comida tailandesa. Allí contará la historia de los pueblos de las montañas que hasta hace pocos años vivieron en total aislamiento sin conocer siquiera la lengua del resto del país.
El viajero se entera de que las visitas a estas minorías étnicas de origen birmano o chino-tibetano comenzaron hace pocos años a iniciativa del gobierno tailandés. Se fomentó el turismo para que tengan un medio de vida distinto al cultivo del opio, del que vivieron durante siglos. Si bien las poblaciones aún conservan su identidad, vestimenta y creencias, la llegada de los turistas está desnaturalizando sus costumbres. En algunos lugares, los pobladores ricamente ataviados con los tejidos locales -que difieren según el lugar- se dejan fotografiar... pero cobran. No ocurre lo mismo en todos los poblados.
Frente a estas tribus remotas el viajero siente la excitación del descubrimiento, pero también la pena de haber profanado costumbres milenarias. En un extraño juego se siente observador y observado, y se resigna a su condición de extraño que mira detrás de una barrera. Cada palabra, cada foto estira aún más la distancia.
Ya en la bolsa de dormir, mientras adivina las siluetas del poblado entre los huequitos de caña y escucha los ruidos de animales indescifrables, se convence de que no existe el viaje perfecto.
A lomo de elefante
Al día siguiente, el grupo emprende el descenso de la montaña que se torna por momentos violento. A veces impone desplazamientos sobre toboganes de barro, amén de algún raspón de rama seca e imprevista.
La llegada a un pequeño río en medio de bosques de teca alivia y relaja al viajero. Pero el sonido de cencerros y campanitas lo despierta del momentáneo sopor. Poco a poco se dibuja una caravana de elefantes que camina cansinamente entre los árboles.
En grupos de tres, los viajeros trepan a los animales que los transportarán al próximo poblado. Dos de ellos se ubican en un cómodo asiento sobre el lomo, mientras el nuestro, menos afortunado, utiliza el cuello a modo de montura. El trayecto de dos horas transcurre entre bosques y atajos insospechados al ritmo de los vaivenes del lomo del animal. El viajero comprende entonces por qué según los tailandeses pasar por debajo del animal trae buena suerte y por qué según la leyenda Buda se reencarnó en un elefante blanco de seis colmillos que emitían rayos mágicos. En cambio, le resulta difícil pensar que criaturas tan dóciles fueran alguna vez poderosas armas de guerra y que en la actualidad sean las máquinas más eficaces para acarrear y amontonar maderas.
Amapolas en la niebla
Un pueblo en medio de un valle de tierra roja es el siguiente destino. Esta vez un amplio camino advierte el fin del aislamiento. Los niños piden caramelos, biromes y medicamentos. Las mujeres observan tímidas desde las entradas. El pueblo es de adobe y tiene el ritmo indiferente de las gallinas que se desplazan por sus calles.
Según el guía se trata de un grupo originario del Sur de China y señala una curiosidad genética: muchos de ellos, a pesar de sus rasgos orientales, son rubios y de ojos celestes.
Por la noche los hombres se acercan a la cabaña de los turistas cargados de pipas y amapolas. Ofrecen el producto típico y prohibido: el opio. La llegada del turismo, piensa el viajero, no fue suficiente para desterrar viejas costumbres.
Al amanecer del segundo día, la niebla confunde las siluetas de mujeres y niños que se acercan al río con vasijas en la cabeza y baldecitos para buscar agua. El viajero vuelve a pensar en la perfección.
Rafting sobre cañas de bambú
El regreso a Chiang Mai impone otro medio de transporte insólito: el viajero debe abordar una plancha de caña de bambú que flota sobre el río. La navegación dura cuatro horas entre pueblitos, baños de elefantes, piedras que forman pequeños rápidos y ramas traicioneras. Siempre parado sobre su enclenque embarcación con una caña en mano para dirigir el rumbo, el viajero permanece atento a las alternativas del río y a las tentaciones del paisaje.
Luego, cuando el sol, la excitación y el cansancio hayan hecho lo suyo, y el jeep de la ida reaparezca para devolverlo a la civilización, el viaje tendrá la perfección que dibuja la memoria.