Los sonidos están allí como una presencia. La puesta en escena no sigue al texto de manera literal, busca lastimar las palabras, generar pequeñas explosiones, detonaciones de los años setenta que surgen como una partitura. Hay en la puesta pensada por Juan Pablo Gómez una voluntad de revelar el dispositivo de la representación porque la dramaturgia de Susana Torres Molina se acerca a un estudio documental, a un montaje de discursos que desacoplados, alterados en su cronología, permiten entrar en un espacio incierto.

En Un domingo en familia el lugar donde las acciones políticas ocurren parece borrado, como si fuera invocado como una idea. Los personajes están en la bruma de la clandestinidad. El protagonista es un cuadro montonero que cumple al detalle con el perfil de Roberto Quieto. Alguien que no acepta obedecer las normas de seguridad que él mismo dictó para la organización y desea pasar un día aferrado a la arena de la costanera norte, en una armonía riesgosa con su familia. .

La escritura de Torres Molina es fuertemente expositiva. No son los hechos los que la autora decide disponer en un primer plano sino las líneas internas que componían las contradicciones de la lucha armada, del Movimiento Montonero en relación a Perón y de las proclamas que llamaban a convertirse en un militante heroico de parte de Mario Firmenich.

Leónidas Lamborghini realizó una reescritura de la Marcha Peronista donde los susurros ocupaban esa voz uniforme del canto en la plaza para permitir que las disidencias actuaran como desprendimientos en esa totalidad. En la puesta de Gómez las arengas de la época surgen emancipadas de su contexto, producidas en escena como artificio. Los personajes habitan ese espacio diseñado con inteligencia por Paola Delgado donde la arena convive con una maquinaria que recuerda los recursos sonoros de un radioteatro. Los micrófonos apelan a un discurso lanzado para las masas pero todxs están separadxs, disociadxs, como si la clandestinidad fuera un limbo que le permite al director y la autora habitar la confusión como el lenguaje político que transforma al militante en sobreviviente.  

Las máscaras que apenas llegan a configurar la mitad de la cara de Perón o Firmenich hacen de estos personajes figuras que cada militante puede calzarse y reproducir. José Mehres sostiene ese rol de Perón desde un lugar diáfano, como si marcara con su tonalidad a una generación que se propone reinstalar el orden. De hecho él también representa las voces de los torturadores. La sonoridad es un procedimiento que señala las posiciones dentro de la batalla política.

La debilidad anímica y sentimental será el dato que usará Firmenich para hacer de Quieto un traidor. Para el máximo jefe montonero la tortura era perfectamente soportable. El personaje de Lautaro Delgado considera que la lucha armada y la clandestinidad alejan a Montoneros de los sectores populares .Las estrategias de Perón en torno a los jóvenes guerrilleros y toda la conocida desilusión y traición que ese vínculo político entraña es mostrada en la obra alterando las temporalidades, dándole a esas palabras un valor diferente en cada contexto. El peronismo como materia teatral, como uno de los conflictos más altos de la vida política argentina, aparece en esa relación que define el comienzo de la tragedia. Si toda la escena se sustenta en el distanciamiento, no es casual que la sensibilidad y la emoción descansen sobre el personaje de Delgado que asume su humanidad como un límite frente al símbolo del héroe, y en Anabella Bacigalupo que se lamenta, como en el Galileo Galilei de Bertolt Brecht, la ausencia de héroes. 

Un domingo en familia se presenta de jueves a domingos en el Teatro Cervantes. Libertad 815. CABA.