Con la serie de penales de la semifinal Argentina vs. Italia como marco temporal y fondo musical de “Un verano italiano” –el célebre tema del mundial de fútbol 1990, cuyo estribillo le presta el nombre a la película–, un automóvil de lujo sale disparado desde un puente romano y ameriza con escasa elegancia sobre las aguas del Tíber. Dada la decepcionante coyuntura futbolística, muy poca gente en la terraza del bar cercano le presta atención al extraño objeto volador. Así comienza Notti magiche, el más reciente largometraje del toscano Paolo Virzì, fecundo realizador de quien en la Argentina se ha conocido una buena parte de su filmografía, incluidas Loca alegría, Tutti i santi giorni y El capital humano. Fecundo y ecléctico: sus películas suelen alternar el humor y el drama humano y social, muchas veces en un mismo relato.
Estas “noches mágicas” se enrolan conscientemente en la tradición de la commedia all’italiana, con sus dardos venenosos aplicados, en esta ocasión, a la industria del cine. O, mejor dicho, al ocaso definitivo de sus épocas doradas, en la prehistoria del reinado de Berlusconi. El descubrimiento del cadáver de Leandro Saponaro, otrora un poderoso productor –tanto del más reputado cine autoral como de decenas de exitosos poliziotteschi– provoca la detención de tres jóvenes aspirantes a guionistas. También a un largo flashback que describe los acontecimientos y detalles que llevaron a la muerte del produttore (un Giancarlo Giannini al borde de la histeria, con guiños al muy real Cecchi Gori padre), en esencia un macguffin narrativo, al menos hasta los tramos finales. Lo que más parece preocupar a Virzì y a sus dos coguionistas es construir una sátira de ambientes, personajes, usos y costumbres, en ocasiones atinada e hilarante, en otras no tanto.
Antonino, Luciano y Eugenia –los ternados para un concurso nacional de guiones cinematográficos, cada uno de ellos con características y rasgos de carácter muy definidos– hacen las veces de ventanas hacia un extraño microcosmos de escritores, realizadores y productores veteranos que llevan la marca del cinismo en cada frase que le prodigan al mundo. “Buona notte, va’ a fanculo”, se despide el sceneggiatore interpretado con alta gracia por el gran Roberto Herlitzka, un tal Fulvio Zappellini, homenaje encubierto a Furio Scarpelli, legendario creador de guiones, desde las primeras películas de Totò a Il postino. Por cierto, las decenas de referencias directas e indirectas a los grandes nombres ocultos del cine italiano –aquellos que trabajaban sentados delante de la máquina de escribir– pueden pasar desapercibidos para una parte importante de la audiencia, aunque no así la inclusión entre sombras de un Marcelo Mastroianni (llorando desconsoladamente por el enésimo abandono de la Deneuve, esa “stronza”) o de un Federico Fellini rodando la última escena de su canto de cisne, La voz de la luna.
El trío de jóvenes, algo ingenuos en cuanto a las prácticas reales del oficio, intenta insertarse profesionalmente con sus creaciones, pero lo que encuentran son grandes nombres venidos a menos, “autores” dispuestos a conceder toda clase de libertades y un estado general de desesperanza. Entre apunte y apunte, la trama avanza a velocidades nada desdeñables, saltando de una escena a otra, y si algo no le falta a Notti magiche es ritmo. Esa cualidad de sketches contenidos en sí mismos puede ser entendida como un demérito general, pero en ocasiones se transforma en virtud. Los mejores momentos del film se imponen como aguafuertes de un mundo en decadencia que insiste en hacer gala de los lauros pretéritos, falsos espejos de los oropeles presentes.