Con la consigna de no crear aglomeraciones y el temor al Y2K, los festejos oficiales porteños se limitaron a los fuegos artificiales en varias plazas. Muchos porteños deambularon en busca de fiestas, pero no fue fácil encontrarlas. |
Por Pedro Lipcovich La Ciudad de Buenos Aires ofreció a sus vecinos el mejor de los festejos. Eso sí, no fue fácil encontrarlo. A diferencia de la alegría, por la tele, de las capitales del milenio, el de la Reina del Plata fue un festejo secreto, y cada vecino tuvo que recorrer los barrios, en una especie de cacería del tesoro, hasta encontrar el lugar preciso de la celebración. Página/12 descubrió dónde está ese lugar, y ya lo ofrece a sus lectores para que, cuando llegue la próxima oportunidad, no tengan que hacer recorridos inútiles: el año 3000 nos encontrará divertidísimos. A la una de la mañana, el vecino y su vecina salieron a festejar. Ellos son gente informada y ya sabían que la celebración no iba a ser centralizada, en las plazas de todos los barrios se habían organizado reuniones para que la gente no necesitara desplazarse. Fueron entonces, caminando por su barrio de San Cristóbal, a la placita Martín Fierro. Poca gente por la avenida San Juan: debían estar todos en la placita. Al doblar por La Rioja, no se escuchaba nada de música: se notaba que la habían puesto bajito para no molestar al resto de la ciudad. Pero, sorpresa para el vecino y la vecina: en la placita Martín Fierro no había nada nada: apenas un señor que tiraba unas cañitas voladoras muy deficientes y una señora, con aspecto de ser su cuñada, le decía que esas cañitas eran de imitación. ¿Qué hacemos? ¿Nos volvemos a casa? No, no, el vecino y su vecina querían bailar hasta el amanecer como en las ciudades de la tele. Decidieron ir a la Plaza Dorrego, en San Telmo: todo el mundo sabía que, allí sí iba a haber festejo. No les llevó más de media hora conseguir un taxi y enseguida llegaron a San Juan y Defensa. Lo primero que vieron fue un montón de policías con chaleco naranja. Y, ya en la plaza, la policía montada. ¿Ciudad ocupada? De festejo, nada. Decidieron sentarse a tomar algo y pidieron la bebida más adecuada al clima de la celebración: un cafecito. Según el mozo que sirvió el cafecito, la Ciudad había llegado a montar un escenario en la Plaza Dorrego, pero cambiaron de idea. ¿Por qué? Quién sabe: amenazas de bomba, suponía el mozo. Uno de los policías suponía que la suspensión había sido por temor a cortes de luz. A ellos, los policías, les habían quitado el franco para ir a custodiar, a caballo, la fiesta inexistente. Qué irresponsables habían sido las ciudades de la tele al divertirse tanto, con lo peligroso que es el mundo. Pero a las tres menos cuarto, ¡tambores! Había llegado una murga, sin nombre ni disfraces pero con buena percusión. La gente fue rodeando a los murguistas y algunos, no muchos, pero sí el vecino y su vecina, se atrevieron a bailar al compás del tamboril. Y una cerveza esta vez. A las cuatro, insaciables, quisieron buscar nuevos lugares. Un taxi los llevó por la Gran Aldea; todo callado, ni un bocinazo. 9 de Julio desierta; Corrientes, una lágrima. La gente tampoco parecía festejar en sus casas, los departamentos tenían las persianas bajas o las ventanas negras. ¿Se habían ido todos a dormir? Pero el vecino y su vecina todavía desconocían el festejo secreto que la Ciudad reservaba. Desembocaron en la fiesta que Radio La Tribu había organizado en la calle Lambaré: allí sí, la gente colmaba la cuadra: altoparlante con grabaciones, se bailaba. Ya había amanecido cuando el vecino y su vecina volvieron a su barrio. Tan vecinos eran, tan vecinos se habían puesto en esa noche que los dos entraron al mismo departamento. Prendieron la tele: el Milenio estaba llegando a Honolulu, donde lo recibía una orquesta de jazz del subdesarrollo. Faltaba Samoa nomás, decía la tele. El vecino y su vecina desayunaron con champán y un pedazo de pan dulce. Faltaba como una hora para Samoa. A quién le importaba Samoa. El vecino y su vecina apagaron la tele. Terminaron la botella de champán. Habían llegado al lugar del festejo y, solos, disfrutaron el que estaba preparado paraellos, justo cuando la hora del milenio llegaba a Samoa y se retiraba para siempre.
Por Eduardo Videla
|