Qué
alegría, los hombres del río y del mar me recibieron en su hospitalaria casa del barrio
sur después de cincuenta años de ausencia. Y me devolvieron el título de tripulante que
me había quitado para toda la eternidad la Prefectura General Marítima por
haber sido el único tripulante del vapor Madrid que se desembarcó en
solidaridad con la huelga marítima del año cincuenta. Viví cincuenta años con el
recuerdo de lo injusto, de lo inmerecido, del autoritarismo, de los burócratas de
uniforme que se creen dioses y apenas son correveidiles de los poderes establecidos.
Volví a esa casa marinera por iniciativa de mis ex compañeros.La huelga marítima del
cincuenta fue más que justa. El gremio marítimo -con su trayectoria de
luchas solidarias se negó hace cincuenta años, en pleno primer gobierno de Perón,
a seguir las órdenes dictadas por la CGT. Los marítimos querían su propia central, la
GEGEMA, la confederación general marítima, y mantener su autonomía. Estaban contra
decretos de arriba y a favor de las resoluciones tomadas en la base, en asambleas. Como en
los viejos tiempos de la FORA. En tierra, los tripulantes del mixto
Madrid, en asamblea, resolvieron respaldar el paro. Pero ya en navegación, en
pleno Río de la Plata siguieron trabajando como si nada hubiera pasado, por temor a las
amenazas de que los huelguistas se quedarían sin trabajo. No pude soportar eso y decidí
cumplir con lo resuelto por la asamblea obrera de Buenos Aires. El capitán del
Madrid, Francisco Almirón, de inmediato, comunicó a la Prefectura del puerto
más cercano, Rosario, que tenía un huelguista a bordo y que lo iba a desembarcar.
Llegamos a las tres de la madrugada y ya estaba un jeep de la Prefectura con cuatro
uniformados. Me subieron a él, como a un delincuente, y partimos. Creí que me iban a
tirar al Paraná. Pero no pasó nada. Salvo un plantón de cinco horas en la Prefectura.
Fue cuando llegó la autoridad, prefecto o subprefecto (es lo mismo, de tiras no entiendo
nada). Se tomó todo el tiempo en leer mi permiso de embarco, una especie de cartulina
doblada en cuatro, y con una fruición donde se notaba su gozo de verdugo, fue rompiendo
de arriba hacia abajo, en tiritas de medio centímetro, mi carta de marino. De arriba,
abajo, de arriba, abajo y cuando iba a comenzar con otra tirita me miraba sonriente. Fue
una especie de fusilamiento para toda la eternidad. Cuando el documento quedó reducido a
geométricos girones de papel me gritó: Usted jamás volverá a tripular barcos
argentinos. Y tuvo razón.Después de la orden de: Retírese, tomé el
camino hacia la estación del Central Argentino y me embarqué en el tren La
Flecha, de regreso a Buenos Aires. En mi bolso de marino llevaba dos libros: el
Tifón de Joseph Conrad y La ballena blanca, de Melville, de los cuales solía leerle
trozos a bordo en voz alta al compañero de camarote, el timonel Ganicoche, entrerriano de
Diamante.Pero en el tren no pude volver a leer esos, mis queridos libros. El sueño me
había acabado. Por la ventanilla del veloz tren me ensimismé mirando la verde llanura
que todavía tenía ombúes.Nunca se borraron de mi memoria los cinco viajes que como
aprendiz hice en el Madrid por el Paraná con destino Asunción, y alguna vez
hasta Puerto Caballero. Viajes de ida y vuelta que duraban cuarenta días. El trabajo era
fatigoso pero el paisaje y la gente lo hacían olvidar todo. El ambiente de a bordo era
duro pero la camaradería siempre presente. No había diferencias ni aún entre paraguayos
y correntinos.Cuando me embarcaron en el Madrid, entre los tripulantes hubo
risitas. Es que yo era demasiado blanco, lo que se traducía con la palabra gringo. El
día de zarpada se cargaron varias barras de hielo para la heladera de la carne en la
parte de la cubierta de popa. Fui destinado a revisar listas de carga pero ya a la salida
de Buenos Aires el capitán Almirón me hizo subir a la timonera y me dijo que me iba a
enseñar el aprendizaje detimonel. Que iba a estar con él en la guardia del perro, de
cero a cuatro de la madrugada, y después de 12 a 16, pero que además tenía que seguir
haciendo el trabajo con los demás administrativos, es decir los comisarios de a bordo.
Así usted va a aprender dos oficios, me dijo en su tonada correntina,
pero yo sé que se va a decidir por ser timonel para después con los años pasar a
baqueano y terminar como yo, capitán. Hizo sonar el acento en la palabra capitán y
me mostró la charretera de marino mercante.Era el capitán más discutido de los
mixtos que subían y bajaban por el Paraná y el Paraguay. Almirón ya había
hundido al primer Madrid y por eso muchos de los marineros no cerraban bien
los ojos de noche. Todas las noches me hacía sudar frío en la timonera hablándome de
aparecidos. Pero eso no era nada. Almirón era famoso porque no daba de comer bien a la
gente, gastaba poco y mal en manutención. Durante los meses de mi estada esto se agravó
de manera que llegamos a escenas que yo un poco afiebrado por los ejemplos
históricos lo comparé con los episodios del acorazado Potemkin,
aquella nave cuya tripulación se reveló en Sebastopol contra el trato de la oficialidad
del zar, y que inmortalizó Sergei Eisenstein en el increíble film del mismo nombre. El
que iniciaba las protestas en el Potemkin del Paraná era un dálmata de
apellido Giuliano. Su pasión era la comida. Hablaba y soñaba todo el día de ella. Y
parecía una mala pasada del destino que justo le tocaba tripular el Madrid.
En una oportunidad, durante esos calores bochornosos del verano del 50, la comida fue tan
mala que Giuliano nos exhortó a tirar la comida con plato y todo por los ojos de buey del
comedor. A la manera de los marineros del Potemkin. No estábamos en
Sebastopol sino frente a Empedrado, en Corrientes. El capitán reaccionó prometiendo que
iba a traer un buen cocinero. A vuelta de viaje se presentó un hombre gordito diciendo
que era el nuevo cocinero y que él venía directamente del Alvear Palace Hotel. La
tensión que creó ese anuncio fue indescriptible. Giuliano se lo pasó diciendo que ahora
sí él iba a poder exigir verdaderos menús. Y ya fuera de toda realidad marinera
elaboró el primer menú que iba a presentar al nuevo cocinero: como entrada, souffle de
camarones con salsa mousseline; primer plato: lasagna de espárragos verdes; segundo
plato: lomo Chateaubriand con papas duquesa; y antes del moca, charlotte de frutillas.
Pero la realidad nos volvió a sepultar a él y a todos en la más amarga de las
decepciones. El nuevo cocinero del Alvear Palace sirvió una sopa sin gusto, como entrada,
luego bife flaco y duro con costras de carbón, y nada menos que arroz con leche, un
postre para colegiales de seis años justamente a maringotes curtidos por todos los soles
fluviales. Esto llevó a la más santa de las indignaciones de Giuliano que se levantó y
con la mano temblante arrojó el arroz con leche al pasillo de la cocina, cosa que
imitamos todos.Todo iba a terminar en forma dramática: al cocinero del Alvear Palace lo
picó una araña pollito y fue desembarcado de ida en La Paz. Cuando regresamos de
Asunción nos enteramos de que al pobre hombre le habían amputado una pierna. Los dos
ayudantes de cocina, dos negros angoleños que lo habían reemplazado, fueron
desembarcados por sifilíticos, según comprobante del médico del puerto de
Barranqueras.Recuerdo el nombre de mis compañeros: los baqueanos Cubillas y Velilla,
Bellido, el francés René Suhas, Giuliano, el dálmata de refinado paladar; Antúnez, el
radio Ruidíaz, el timonel Ganicoche. La CGT y la Prefectura quebraron brutalmente mi
sueño de seguir en ese paisaje inolvidable del Paraná arriba y de estrellas, amaneceres,
y los aparecidos del capitán Almirón.Cincuenta años después volví a la casa gremial.
El marino Pellicioli dijo un discurso valiente. Habló de nuestro presente argentino y
mundial. Esa noche, yo les hablé a mis ex compañeros de las lunas enormes que se
recostaban en el río bien en proa, de las canciones guaraníes que tocaban los marineros
con arpa y guitarra y del baile entre hombres que tenían lugar en los chatas que
arrastraba el Madrid río arriba. Hace poco me quedé deslumbrado: el
Madrid sigue estando en puerto. Ahora es un buque arenero y tiene un cartel de
remate. Pude verlo y en la timonera un muchacho demasiado blanco me saludó agitando la
mano rebelde.
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