|
Por Luciano Monteagudo Frente a los 2.223.445 espectadores que cosechó el dibujo animado Manuelita imponiéndose como dueño absoluto de las vacaciones de invierno, muy por encima incluso del Tarzán de Disney y el promocionado Episodio 1 de Star Wars los logros en la boletería del mejor cine argentino del año pasado pueden parecer escasos. El impresionante éxito del producto pergeñado por la compañía García Ferré Entertainment, en connivencia con Telefé, arrasó con la taquilla como no lo había hecho ninguna película local en los últimos quince años, consiguió colocarse como precandidata argentina al Oscar de Hollywood al mejor film extranjero (en una elección viciada de irregularidades) y fue motivo de escándalo cuando se descubrió que el estado nacional, a través del Instituto de Cine, subsidiaba generosamente un poderoso negocio privado, mientras una y otra vez le negaba fondos a los films más necesitados. Pero 1999 quedará finalmente en el recuerdo como el año de Mundo grúa, Garage Olimpo, Silvia Prieto, Invierno mala vida, Mala época, El mismo amor, la misma lluvia, un puñado de películas de gente joven, realizadas al margen de cualquier especulación comercial y en las que se puede advertir un futuro posible para el cine argentino.Ante el anquilosamiento estético, la sumisión a las estrellas de turno (Susana Giménez, Diego Torres, Soledad) y el mero afán de lucro de la producción sostenida por la televisión, todos estos títulos demostraron, cada uno a su manera, con sus propias características, que sigue existiendo en el país un cine de expresión personal, capaz de hablarle a su público de igual a igual, con inteligencia, con verdad, con respeto pero sin solemnidad, con rigor pero sin acartonamiento. En este sentido, Mundo grúa, de Pablo Trapero, se convirtió en una obra emblemática. Filmada en blanco y negro, con un presupuesto mínimo y un actor no profesional como protagonista (el estupendo Luis Margani), la película de Trapero demostró una capacidad de observación y una sensibilidad en la mirada que hasta entonces era muy raro encontrar en el cine argentino. Se diría incluso que el camino que abrieron en años anteriores cada una a su manera, con propuestas muy diferentes entre sí Picado fino y Pizza, birra, faso, en su búsqueda de un cine independiente no sólo de las transas económicas al uso sino también de los lastres formales que mantenían anquilosado al cine nacional, alcanzó uno de sus puntos más altos en el pudoroso lirismo de Mundo grúa.Por su parte, Garage Olimpo conseguió una severidad en el tono, un laconismo en la expresión, un rigor, en fin, que convirtieron al film de Marco Bechis en la mejor película que se haya hecho hasta ahora sobre la desaparición de personas durante la última dictadura militar. En Garage Olimpo (a la que el público, sintomáticamente, le dio la espalda, como si no se atreviera a confrontarse con un pasado que sigue presente) no hay sensacionalismo, ni golpes bajos, ni gritos destemplados o discursos aleccionadores, sino la descarnada descripción de la minucia del horror, la cotidianeidad de una ciudad Buenos Aires escindida entre la ficción de normalidad que se vive en la superficie y la terrible realidad de los campos de concentración que apenas se escondían, sin demasiado esfuerzo, bajo la apariencia de un garage cualquiera.Realizada, como Mundo grúa, al margen de los sistemas convencionales de producción, Silvia Prieto a su vez ofreció un espejo muy representativo de cierta generación de los veintipico en el Buenos Aires de hoy, una película con una historia y un tono particularmente porteños, en un estilo minimalista, preocupado por registrar siempre con una modulación ligera, casi humorística el habla cotidiana de sus personajes y sus conflictos de identidad. Estas tres películas lograron abrir por su propia cuenta, sin ningún apoyo oficial una importante proyección internacional para elcine argentino, en el circuito de festivales más exigentes: Berlín, Cannes, Venecia, Toronto, Sundance, entre muchos otros, en los que también ganaron premios y halagos. Menos repercusión aunque contribuyeron a dar un cuadro del conjunto tuvieron Invierno mala vida de Gregorio Cramer, Mala época, realización colectiva de los egresados de la Universidad del Cine, y El mismo amor, la misma lluvia, de Juan José Campanella, que insinuó un ejemplo de cine industrial posible, una película dispuesta a dialogar con un público amplio pero sin necesidad de subestimarlo o manipularlo, en un camino similar al que emprendió también éste mismo año el Yepeto de Eduardo Calcagno, sobre la obra de Roberto Cossa, que le valió a su protagonista, Ulises Dumont, un premio en el Festival de Biarritz. La temporada de cine argentino 1999 también terminó con la nefasta gestión de Julio Mahárbiz al frente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, después de un lustro de manejo despótico, autoritario y financieramente turbio. Durante su reinado, Mahárbiz vulneró la Ley de Cine, triplicó los gastos operativos del INCAA, practicó una política de alianza con los poderosos multimedios en detrimento del fomento a la producción independiente y dejó un organismo exánime, con un pasivo que ronda los 25 millones de dólares y un recorte de recursos para el año 2000 que alcanza el 50% del presupuesto. Como si esto fuera poco, resucitó el Festival de Cine de Mar del Plata a costa de los dineros del estado para convertirlo en un negocio privado, en el cual piensa perpetuarse, siguiendo un modelo similar al que ya practica hace años en el festival de folklore de Cosquín. Será responsabilidad inmediata de su sucesor que el nuevo gobierno nacional debería nombrar cuanto antes, para evitar la acefalía auditar minuciosamente esa gestión e iniciar un rápido proceso de regulación de la actividad cinematográfica, cuyo primer paso deberá ser el de la democratización de un organismo con una fuerte tradición autocrática.
|