En
el rock argentino existe lo que en otras disciplinas se llama un canon, es decir una
suerte de ranking imaginario sobre los mejores. A diferencia de los de otras disciplinas,
el canon del rock nacional se ha establecido sin vigilancia institucional, sin
participación de academias, sin votaciones, sin decretos, sin campañas de prensa. El
canon ha ido contruyéndose solo, por un consenso que a su vez es intangible, pero en que
están representadas todas las generaciones, todas las tendencias y todas las partes del
juego, incluida la opinión pública. En ese canon, se sabe, si hay que elegir los dos
primeros nadie puede con Charly García y Luis Alberto Spinetta. Y si hay que prolongar la
lista, empiezan a medir Litto Nebbia, León Gieco, Fito Páez, Gustavo Cerati, Andrés
Calamaro, Moris, Javier Martínez, Miguel Abuelo. El canon es suficientemente elástico
como para admitir variaciones en el orden, pero éstos, más o menos, son los top ten.
Pappo y Luca Prodan, uno a pesar de él mismo, el otro pese a su origen extranjero, pueden
reemplazar a cualquiera de los mencionados, e ingresar en la nómina en el lugar que se
prefiera. No muchos más tienen piné como para pertenecer a este club, armado por el
inconsciente colectivo.
El ingreso a la nómina no lo deciden los
artistas involucrados, aunque no se sepa de nadie que quiera eyectarse. No lo deciden
tampoco las ventas, que de ser por eso tal vez ingresaría Miguel Mateos, ni las
instituciones, pues entonces mediría Raúl Porchetto, ni la exposición televisiva, que
tal vez le haría ganar un lugar a Roberto Pettinato. Tampoco la mística: los Redonditos
de Ricota son un fenómeno incomparable de convocatoria, un caso atípico y aparte de la
historia, pero cuando se eleva la mira y se observan casi cuarenta años de historia es
difícil encontrarles un lugar. Acaso su lugar sea el del grupo anticanónico por
excelencia, razonamiento que debe gustarle más de lo que deja ver al ego del pensador
contemporáneo Carlos "El Indio" Solari. Es raro, también, pero el canon está
compuesto básicamente por solistas. Tal vez porque lo construyen las canciones, los
discos y, más atrás, los shows. Acaso porque los grupos pasan --todos los solistas
nombrados fueron alguna vez parte de uno-- y las figuras quedan.
A Calamaro no parece bastarle con ser uno de
los top ten, habiendo arrancado desde muy atrás. No parece seducirlo la idea de estar
antes en la lista que muchos nombres que empujaron las ruedas de la historia (piénsese
que no están nombrados ni Federico Moura, ni Ricardo Soulé, por citar apenas dos
ejemplos). El quiere la punta del iceberg, ese lugar resbaladizo que García y Spinetta se
hicieron después de haber sido fans de Nebbia. Cree que es su hora, y en su
argumentación mezcla razonamientos válidos (las canciones, los discos) con impericias de
púber (su idea de batalla generacional tipo La guerra del cerdo, que mal pega con su
devoción por Bob Dylan). Lo hace con gusto de nuevo rico: cuando se siente respaldado por
las ventas. Finalmente, cosa rara siendo él mismo un notorio historiador rocker,
desconociendo la historia: no se puede forzar la entrada al canon reclamando tal o cual
lugar en él. El canon no tiene otro portero que la propia historia. |