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MALABARISTAS Y LANZALLAMAS QUE DESAFIAN LAS NORMAS
Los riesgos de hacer circo

Las lanzallamas se sumaron recientemente a malabaristas y payasos de semáforo. Tienen éxito con los automovilistas, pero la policía los corre y terminan haciendo un circo transhumante.

Luciana y Natasha, dos lanzallamas: son la última novedad del circo callejero que puebla los semáforos de la ciudad.

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Por Alejandra Dandan

t.gif (862 bytes)  Luciana y Natasha son parte de la tribu de ese circo callejero que se obstina en atrapar rápidas sonrisas y buenas propinas en los semáforos de la ciudad. Dos años atrás unos pocos malabaristas se atrevieron así a reinventar los códigos del circo en la calle. Ellas son representantes de una nueva variante: chicas lanzallamas. Entre los conductores tienen un éxito considerable, si se lo mide por el dinero que después obtienen a través de las ventanillas. Pero los problemas están afuera. Su actividad constituye, según les anuncia la policía, una contravención: obstrucción de la vía pública. Por eso el circo se vuelve transhumante: de semáforo en semáforo escapando del control. Pero a veces no hay escape y la función termina –como pudo ver Página/12– con una estadía de diez horas en la comisaría. El circo callejero ha ido desplazando el malhumor que a los automovilistas suelen despertarles algunos limpiadores de vidrios que también aparecen en los semáforos. Las funciones se premian con sonrisas y monedas en sus gorras. “Yo decidí salir a los semáforos porque otra no me quedaba, quería estudiar y con el laburo que tenía la cabeza no me daba”, dice Maxi antes de subirse al monociclo en la esquina de México y 9 de Julio. “Semaforista”: ése es el modo como decidieron llamarse aquellos que producen circo pero además optan por hacerlo cada día entre el stop y el avance normado por la luz roja. Para la mayoría, como Maxi, la parada funciona como fuente de trabajo. En su esquina son tres, el monociclo zigzaguea custodiado por dos chicos con clavas. Maxi respira fuerte, se friega la frente mojada y la luz amarilla lo prepara. Sale a la senda peatonal convertida por ese minuto en escenario. Los focos de los coches visten la bici de luces incandescentes, Maxi rueda y un bocinazo contagioso se vuelve acorde melódico de la función. Ahí Maxi estalla de goce: “Hay conciertos de bocina, si uno colabora, lo hacen dos o tres y esto se pone bueno”. El director de orquesta rueda después con su sombrero echado y el amarillo ordena el repliegue de la banda.Y el show está a punto de terminar. Un rueda de policías los espía. Los rodea, pasan en auto y hacen stop. Los semaforistas saben lo que sigue; las alternativas son dos: 1) Mandarse a mudar, al menos hasta donde cambia la seccional. 2) Oír los reclamos y esperar dos recomendaciones de la policía. “Los que venden flores les pagan –asegura Maxi–, así que quieren que nosotros paguemos también.” La otra opción es aceptar el rol de contraventor. Una vez a Maxi lo multaron. Pero cuenta que los uniformados exhibieron su costado cándido: “Chicos, no es nada –le dijeron–: es para que la gente vea. No se hagan problema que después les cambiamos los datos y no los pueden llamar”.En cada semáforo puede oírse una historia parecida. Por eso los hacedores de ese arte suburbano mudan al road movie y vuelven a los libros para reaprender ese otro costado del viejo circo: el trashumante. Conocen ya las divisiones de seccional, el recorrido de los patrulleros y cuándo la patrulla está comandada por un oficial de rango. Esa la señal de alarma y la hora de emprender una tímida pero rápida retirada. Y a veces no funciona. Habitualmente, dicen, la policía usa el método “gomía”. Esta vez un policía retacón se para delante de Luciana y este diario está presente: “Acá el verdugueo ya fue –dice canchero–: nada de bardo, chicas. Se tienen que ir porque a mí me bajan la orden de arriba”. Luciana y Natasha acababan de llegar a la esquina de Córdoba y 9 de Julio. Algo de kerosene había empapado ya una antorcha y la llamita fue tiernamente pisoteada por una de ellas hasta ahogarla. “¿Adónde podemos ir?”, preguntaron y el gordito recomendó dos cuadras más adelante. Allí aprendieron: nunca seguir consejos de desconocidos. Las mujeres devenidas trashumantes siguieron religiosamente la recomendación y, sin querer, las llevaron presas. Según el subinspector Mazzucco, las dos mujeres infringieron el artículo 41 del Código Contravencional:obstrucción de la vía pública. Les pidió documentos para llenar el formulario y como no lo tenían pidió dos patrulleros para el traslado.“El procedimiento exige que antes de hacer completar la boleta la policía dé aviso al fiscal de turno para pedir autorización”, explica ahora desde la sede del Tribunal porteño el secretario de turno. “El problema con las chicas es que si están cometiendo una contravención se necesita identificarlas y si no tienen documentos deben traerlas para comprobar que no existan antecedentes.”

 


 

LA HISTORIA DE LAS DOS CHICAS LANZALLAMAS
“Hacemos una cara simpática”

t.gif (862 bytes) Natasha está sentada, con las piernas estiradas abajo de un semáforo. En un bulevar de la 9 de Julio mira distraída la carrera de autos. Luciana otra vez llega tarde. Pero ahí está, cruzando. Y Natasha se pone de pie, abre la mochila y saca tres bastones blancos y juega porque sí, al lado de la avenida. Tiene 17 años y una mamá psicóloga que ha ido al semáforo a mirarla hacer de lanzallamas.Hace un mes y medio están juntas y sin hombres haciendo circo callejero. En un semáforo. “Está buenísimo hacer arte callejero –piensa Natasha–, pero el semáforo básicamente lo que hace es darte laburo. Por eso se fue agrandando cada vez más.” Es un medio. Así lo llama Luciana, que tiene pánico de pensarse por mucho más bajo el trío de luces cambiantes. El semáforo da tiempo para entrenar, para investigar, para vestirse de personajes. Salen a escena. Natasha va detrás de su Luciana. Echa las clavas al aire y mezcla ese personaje entre los coches. Y “nos quedamos un poco –dice Natasha– haciendo unas caras simpáticas y ahí empezamos a cobrar”. Oye piropos gritados y algunas propuestas intimidatorias: “¡Andá a trabajar!”. Pero la menor se defiende: “Esto lo hacemos todos los días, en forma sistemática, cumplimos un horario de tres horas... como un laburo”. Y hacen como el circo. Como cuando era chica y pedía visitar el circo: “Nos llevaba la niñera, porque mi mamá no nos quería llevar ni a mi hermano ni a mí porque no le gustaba”. Y Natasha era insaciable. Repite ahora una lista enorme de carpas de circo y habla de ese papá trompetista que se fue cuando era nena y de esa mamá actriz, psicóloga y filósofa que un día le pidió conocer el semáforo. Estuvo ahí parada un rato largo, y la mirada acompañaba a Natasha cada vez que hacía pasear el sombrero entre los coches.Luciana nació en el Tigre, rodeada de agua y de una familia a la italiana. En el camino optó por el fuego. Desde allí diagrama un juego repetido cada noche, sin guiones. Un juego azaroso construido con elementos inventados, soporte de su coreografía. En el medio hubo sobrevida como hippie, dice casi autoburlándose, hizo pareos, vendió pañuelos en la costa, fue camarera y lo que pudo para pagarse los cursos de circo en la Sociedad de Actores. Y Natasha eso hace en la esquina, reinventar ese ambiente de circo olido cuando era nena. No le gustan los payasos pero sí el aire de un circo sin animales ni enanos. Un circo de trapecistas, fuego y clavas. Del malabar, el mismo que está ahí ahora en esa esquina donde el semáforo justo se pone en rojo.

 

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