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OPINION
Napoleón III en Rusia
Por Claudio Uriarte

Vladimir Putin, el flamante presidente ruso, tiene tres meses para convertir a Grozny, la capital rebelde de Chechenia, en algo parecido a una gigantesca playa de estacionamiento. Ello no implicará necesariamente la derrota de las guerrillas fundamentalistas islámicas que operan desde la república, pero sí la garantía final de que el ex jefe de la FSB (ex KGB) logrará legitimizar en marzo el golpe palaciego con que el 31 de diciembre derrocó a Boris Yeltsin, y podrá proyectar su propio modelo de bonapartismo reformista.
Esto último no es exactamente una novedad, dado que la KGB estuvo detrás de los dos experimentos de reforma que se hicieron en la anquilosada Unión Soviética de los años ‘80: el de Yuri Andropov –él mismo un ex jefe de la KGB, autopropulsado a la Secretaría General después de la muerte del interminable Leonid Brezhnev– y el de Mijail Gorbachov, cuyo propio y fulgurante ascenso al Politburó había sido obra del mismo Andropov. El primer experimento fracasó porque Andropov murió al poco tiempo de llegar al poder; el segundo, porque Gorbachov se probó ineficaz y débil, y terminó por presidir sólo sobre la disolución de su país.
Ahora, después de un tercer experimento –el de Boris Yeltsin–, infectado de corrupción, nepotismo, mafia, falsas privatizaciones y sostenido al final únicamente por la política de apaciguamiento del gobierno norteamericano, parece ser el turno de Putin, cuyo ascenso puede haber sido precipitado o no por la preocupación de las fuerzas de seguridad ante la aventurera aproximación de Yeltsin a China, enemiga histórica de Rusia. Lo primero de su tarea, el aplastamiento de las fuerzas que resisten en Grozny, parece inevitable si Chechenia no ha de convertirse en un Estado fundamentalista islámico como el que EE.UU. y Pakistán ayudaron a forjar en los ‘80 en lucha contra la intervención soviética en Afganistán; también parece inevitable si se busca mantener la unidad de la Federación Rusa.
Lo segundo –el modelo bonapartista–, además de verse ampliamente posibilitado por los generosos poderes presidenciales que Yeltsin modeló en una Constitución a su medida, se vincula con la necesidad de aplicar reformas económicas urgentes y serias. El ex espía –entrenado en Alemania– lo sabe: el economista Yegor Gaidar se encuentra entre sus fuerzas. Y para aplicar esas reformas, necesitará toda la concentración de poder que pueda lograr, precisamente lo que Yeltsin perdió al presidir sobre la disolución del Estado en un archipiélago de oligopolios económicos armados.

 

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