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Por Eduardo Fabregat La escena sucede casi al final, y es una de las mejores síntesis del espíritu salvaje que animaba a los hermanos Marx. En un cuarto de hotel con dos habitaciones, Groucho, Harpo y Chico van escamoteando el mobiliario frente a la azorada vista del empresario Herman Gottlieb, utilizando el balcón como vía de escape. En una rápida y precisa sucesión, el trío termina convirtiendo al dormitorio en salón y al salón en dormitorio. El dispositivo, de pura cepa teatral, puede ser aplicado a todas las facetas, verbales y de acción, de la familia de vodevil transplantada al cine: un diálogo entre Groucho y Chico, un gesto de clown de Harpo sirven como ejemplo de hasta qué punto las cosas pueden ser manipuladas en el universo Marx. Una noche en la ópera, en tanto, es el film donde esas reglas improbables se demuestran con mayor potencia.La película, que Página/30 regala a sus lectores este mes, posee tres de las escenas más clásicas del trío que acababa de dejar en el camino a Zeppo. Las tres deberían estar en cualquier antología de la comedia universal, las tres abren la puerta a la dimensión desconocida de Marx: la citada secuencia del cambio de habitaciones, la ruptura de contratos a dúo de Groucho y Chico y la increíble explotación del ínfimo espacio de un camarote. El intercambio de los hermanos, eliminando sucesivamente todas las cláusulas de un contrato (y declarando finalmente que no existe una cláusula de sanidad), puede ser leído también como una declaración de principios con respecto de la coyuntura: corría 1935 y el grupo venía de cinco películas eficaces, pero sin gran respuesta en las taquillas: The cocoanuts, la delirante Animal crackers, Monkey business, Horse feathers y la más que subversiva Duck soup. A night... era producto de una nueva asociación con la Metro Goldwyn Mayer, el tiránico productor Irving Thalberg y el no menos rígido director Sam Wood, decididos a darle un marco argumental más sólido al delirio del grupo. Demasiadas papeletas para firmar.El marco de Una noche en la ópera, a pesar de todo, no es mucho más firme que el de Sopa de ganso. Allí está la historia de amor de Rosa Castaldi y Ricardo Baroni, y la maldad encarnada en Gottlieb y el insoportable Rudolpho Lassparri. Allí está, también, la sufrida Margaret Dumont, eterno pie para las barrabasadas de Groucho (Cuando invito a cenar a una mujer espero que me mire a la cara. Es el precio que tiene que pagar), dándole su máscara de cine mudo a Mrs. Claypool. Allí están, incluso, los momentos fast forward de la filmografía marxiana, cuando irrumpe el Hollywood de las canciones melosas. Pero incluso en el plano musical los Marx se las arreglan para quemar el estofado: alcanza con mirar lo que hacen los dedos de Chico en sus solos de piano. Esta vez es la ópera, como antes el reino de Freedonia o como después sería el hipódromo o la mismísima Casablanca. Pero el objetivo y el resultado es el mismo: ver a los Marx dedicándose a destrozar y en la fase final del film el término es absolutamente literal el decorado, a llenar un camarote de gente y huevos duros, a meter tres personas en un baúl, dar vuelta una habitación de hotel y seducir señoras confesando abiertamente que la principal atracción es el dinero. Después llega el happy end necesario para que A night at the opera reventara las boleterías: Rosa y Ricardo cantando sobre el escenario, enamorados, con el papel estelar en el bolsillo y el público en ovación. A esa altura, claro, todos parecen haber olvidado la frase con la que Groucho, al comienzo, relativiza ferozmente a las estrellas: ¿Van a pagarle mil dólares la noche por cantar? Por 75 centavos pueden comprar un disco de Minnie the Moocher. Y por un dólar y un cuarto pueden tener incluso a Minnie.
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