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LOCOS EN ALABAMA 7 PUNTOS (Crazy in Alabama) Estados Unidos, 1999 Por Martín Pérez "La mujer es el negro del mundo", cantó alguna vez John Lennon, y con su debut como director Antonio Banderas parece acompañarlo en el estribillo. Mezclando la liberación de una mujer en viaje a California --llevando la cabeza de su cruel marido en una caja--, con la lucha racial de la que su sobrino preferido Peejoe es testigo en el hogar sureño que ella deja atrás, Locos en Alabama es un film volátil, y ambicioso. Pero, y ésa es su mejor virtud, seguro de sí mismo. Construida poco a poco, de escena en escena y de diálogo en diálogo, la ópera prima de Banderas termina seduciendo con una fluidez sin estridencias. Con el condimento de actuaciones acordes y una cierta dosis de locura que se mantiene acertadamente lejos del grotesco furioso, y cerca del encanto de una buena comedia. El comienzo de Locos en Alabama, sin embargo, hace prever lo peor: en un monólogo desaprensivo, Lucille le cuenta a su madre que asesinó a su marido. Acto seguido, le deja sus siete hijos para partir en busca del éxito en Holywood. Eso, sumado a unos festivos títulos retro con Nancy Sinatra ("Estas botas fueron hechas para caminar") de fondo, hacen pensar en el riesgo de un grotesco fuera de foco y de época. Pero no. Manteniendo un cuidadoso equilibrio entre las locuras à-la-Thelma & Louise de una Griffith que termina asentándose en su papel de Lucille, y el descubrimiento del mundo racista de Alabama a través de los ojos de Peejoe, Banderas no deja que el film se salga de cauce en ningún momento. Y, con el correr del metraje, queda claro que la locura mencionada en el título del film no sólo se refiere a la conducta de Lucille sino también al racismo del sur de los Estados Unidos a comienzos de los años sesenta, la época de "Hechizada" y Martin Luther King. Con la brutal huida de la encantadora Lucille y el aprendizaje liberal de Peejoe haciendo referencia, respectivamente, a la liberación de la mujer y la lucha por los derechos civiles, los intereses de Locos en Alabama completan apropiadamente los intereses del buen freak políticamente correcto. Y lo hacen, durante la mayor parte de la película, con la suficiente dosis de sensibilidad, buen oído para el diálogo y ritmo como para no abusar de sus significados. Es que el film de Banderas no es de barricada ni nada de eso: es un film de iniciación mezclado con la comedia de la liberación de un ama de casa. El resultado no es ni uno ni lo otro, y tal vez no alcance a ser mejor que la suma de sus partes, pero es suficiente con que no sea menor que ellas. Si bien se podría considerar a Locos en Alabama como un film fallido en el sentido que no es tan explosivo o contundente como su tema parece requerirlo, en esa falla reside su encanto. Y permite que se aprovechen de esas grietas cada uno de los actores, desde el consagratorio papel de Lucas Black como Peejoe a la sorpresa de Rod Steiger encarnando a un particular juez sureño. No desentonan el veterano rocker Meat Loaf como el cruel sheriff que hostiga a Peejoe, o David Morse en papel de Dove, el enterrador que es hermano de Lucille y acompaña a Peejoe en su despertar social. Y, por supuesto, la apropiada presencia de Melanie Griffith como la liberada Lucille, aún a pesar de que es difícil saber si su encanto reside en lo poco o en lo mucho que actúa. De esta manera, mientras Peejoe se mantiene cerca del epicentro de los acontecimientos de Alabama y Lucille se acerca a su sueño de toda la vida, Locos... logra su mejor ritmo a un inédito medio camino entre comedia de iniciación y drama social. Antes y después, cuando el oficio está antes que la búsqueda, el primer experimento de Banderas flaquea. Despampanante al principio y sensiblero al final (con juicio y todo), a pesar de tantos excesos contenidos en corset clásico, Locos en Alabama --que fue condenado de manera casi unánime por la crítica estadounidense-- se termina recibiendo de comedia arriesgada y compradora, un aprobado en el debut del ex chico Almodóvar, y luego el latino de moda en los Estados Unidos. Hasta la llegada de Ricky Martin, claro.
"ESTIGMA", UNA DE TERROR QUE NI
SIQUIERA DA RISA ESTIGMA 3 PUNTOS (Stigmata) Estados Unidos, 1999. Por Horacio Bernades Para invocar al demonio y salir airoso hay que tener con qué. El exorcista lo tenía todo. En medio de la pequeña ola de films de terror para fin de milenio (El sexto sentido, El proyecto Blair Witch, El día final) a alguien en Hollywood se le ocurrió la brillante idea de clonar aquel superclásico. Lo que allí ponía los pelos de punta, en Estigma no da ni para la risa. Por un capricho del guión, el rosario de un cura muerto en una perdida aldea brasileña llega a manos de una chica, en la remota Nueva York. La chica se llama Frankie Paige, es una humilde peluquera y se supone que tiene 23 años, aunque ni al más distraído de los espectadores jamás se le ocurriría atribuirle esa edad a Patricia Arquette. A partir del encuentro con el rosario misterioso, el cuerpo de la pobre Frankie se convertirá en campo de batalla entre el Bien y el Mal. Obvio, el padre Kiernan (Gabriel Byrne), cuya especialidad dentro de la Iglesia es la de refutador de falsos milagros, irá en su busca para investigar por qué a la buena de Frankie le da por animar crucifixiones en pleno subte de Nueva York. Y, sobre todo, cuál es el origen de esos súbitos estigmas que, como si se tratara del mismísimo Jesús en la cruz, hacen manar sangre de sus muñecas y tobillos. Cuando la chica reciba la quinta y última herida, sus días sobre la Tierra habrán terminado. Ese es el gancho que, se supone, debería introducir un elemento de suspenso en el relato. Eso jamás ocurre. Por poderosa que sea la presencia cinematográfica de la Arquette, el realizador de Estigma (un tal Wainwright) carece de la mínima cuota de nervio o convicción para hacer creíble sus padecimientos. Ni qué hablar de su capacidad para sugerir la presencia de lo sobrenatural: los ataques de Frankie, su hablar en lenguas con vozarrón de poseída, sus llagas, ordalías en público y levitaciones, más parecen el clímax de un videoclip de discoteca, antes que algo someramente vinculado con lo maligno. No podría ser de otra manera, teniendo en cuenta el estilo visual del film, pura superficie, y el modo en que entran y salen los temas de Bowie y Cía. que Billy Corgan, líder de los Smashing Pumpkins, escancia cada tantos minutos. Hay por allí un par de subtramas, puestas como para amuchar algún interés por parte del espectador. Una es la consabida historia de amor, que Byrne y Arquette se creen menos que nadie. La otra es una subtrama conspirativa, con Jonathan Pryce como maquiavélico cardenal, apuntando a una presunta denuncia a la jerarquía eclesiástica. Estigma intenta conciliar el agua y el aceite del thriller, el terror, el clip musical, la love story y el testimonio. El resultado es el que cabía esperar: un pastiche hecho y derecho. Y chirle.
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