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CONTRAVOCES
Por Eduardo Galeano

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La enfermedad

En alguna parada, un enjambre de chiquilines invadió el ómnibus. Venían de la escuela, y no paraban de hablar y de reír. Hablaban todos a la vez, a los gritos, empujándose, zarandeándose, y se reían de nada y de todo. Un señor increpó a Andrés Bralich, que era uno de los más estrepitosos:

--¿Qué tenés, vos? ¿La enfermedad de la risa?

A simple vista se podía comprobar que todos los demás pasajeros habían sido, ya, sometidos a tratamiento médico, y estaban completamente curados.

Sombríos, graves, esos rostros del Museo de Cera atravesaban la ciudad de Montevideo, de casa al trabajo, del trabajo a casa, a salvo de cualquiera de las locuras que en el mundo acechan.

El general

Hace cien años, ocurrió en Colombia la guerra de los mil días. La guerra no dejó prisioneros, para que al gallo amarrado no le creciera la espuela.

En una de las batallas, en los alrededores del río Magdalena, el general José María Ferreira avanzó al revés. Cuando empezó la balacera, el general dio orden de echar cuerpo a tierra y orientó a la tropa para lanzar el contraataque. Buscando posición de tiro, los soldados culebreaban a través de los altos pastizales. El general también iba pegado al suelo, apoyándose en los codos, pero mientras sus hombres se movían en dirección al enemigo, él reptaba en marcha atrás, hacia el otro lado. Ellos iban al norte, y él al sur.

Puede haber sido una falla en el sentido de la orientación, o una hábil maniobra para cubrir la retaguardia, o quizá no fue más que una prueba de sabiduría militar, porque bien se sabe que soldado que huye sirve para otra guerra.

El hecho es que el general, después de mucho retroceder, llegó al pie de la ceiba. La ceiba era el único árbol digno de respeto que se alzaba en aquella nada. El general encontró refugio detrás del tronco gigantesco, y allí se quedó, inmóvil, de espaldas a los estampidos, cuidándose de la tentación de asomarse y mirar. El no quería repetir la triste experiencia de su hermano, el finado coronel Joaquín Ferreira, que había perdido la cabeza cuando la sacó por la claraboya de una iglesia para ver cómo marchaba el combate.

Pasaron los minutos, las horas, los siglos. El general seguía acurrucado, al amparo de un hueco del tronco de la ceiba. Entonces escuchó que estaban cambiando los vientos de la guerra: ahora soplaban hacia él, cada vez más cercanos, los truenos de los tiros y los alaridos, que antes sonaban en la lejanía. El general ya veía las balas, mortales avispas que pasaban zumbando a sus costados. Se persignó. Un sudor de hielo le recorría el cuerpo, sacudido por violentos espasmos que él no entendía ni podía evitar.

El general Ferreira hundió la cara entre las manos, y trató de poner en orden el torbellino de sus pensamientos. Y razonó:

--Si la sangre huele a mierda, estoy herido.

La justicia

Desde las perdidas comunidades de El Gran Tunal, Pedro Jasso Bravo y el Chaparro marcharon a la ciudad de México. Pedro iba más a pie que montado, montaba de a ratos nomás, por no atormentar la cansada espalda del Chaparro: ya estaban, los dos, pasaditos de años, y era largo el viaje. Pero así, poco a poco, caminando los días, llegaron, por fin, a la gran plaza del Zócalo.

Y se plantaron a las puertas del Palacio Nacional, donde vive el poder. Y allí se quedaron, esperando audiencia. Venían a exigir justicia. Allá en el Gran Tunal, la justicia está más lejos que la luna, porque la luna, al menos, se ve. Los indios de las comunidades, oficialmente extintos, no figuran ni en las estadísticas. Han sido acorralados en tierras de pedrerío y polvareda, que les dan de comer un menú fijo de piedra y polvo.

El presidente de la nación se negó a recibirlos, pero no hubo manera de echarlos: los delegados de El Gran Tunal volvían a la plaza, cada vez que los sacaban. Ni modo: ni a palos, ni por las buenas. El Chaparro ponía cara de burro y Pedro ponía cara de no te gastes, que ya llevamos cinco siglos en esto.

Terminó el año 1997, empezó el '98: a los ochenta y siete años de su edad, Pedro tuvo que aceptar la primera inyección de su vida, casi muerto de tanto respirar veneno; pero siguió acampado, como si nada, mientras el Chaparro hacía oídos sordos a las calumnias de la prensa, que lo llamaba "medio de transporte".

Los dos residieron frente al Palacio Nacional durante un año, dos meses y quince días. Por fin, emprendieron el regreso. El poder seguía sordo, pero algo habían conseguido: no era todo, ni era mucho, pero algo era. Habían conseguido que el hijo de Pedro, Margarito, saliera de la cárcel, y que marcharan presos, aunque más no fuera por un rato, algunos vampiros de indios. Y habían conseguido que, aunque más no fuera por un rato, los huachichiles se salieran de la categoría de fantasmas.

Y se volvieron los dos. Apenas llegaron a El Gran Tunal, el Chaparro murió. Quizá le habían arruinado los pulmones los sucios aires de la ciudad más contaminada del mundo; o quizá se dejó morir, humillado, porque en el viaje comprobó que el poder era un señor más burro que él. En todo caso, de esto sí que no cabe duda: el Chaparro ha pasado a ser el único asno que comparte una nube, allá en el alto cielo, con el caballo blanco de Emiliano Zapata.

La canción y el silencio

Ren Weschler recogió su testimonio. En 1975, Breyten Breytenbach era el único preso blanco entre los muchos negros condenados a muerte en la cárcel de Pretoria.

Al fin de cada noche, uno de los condenados marchaba al patíbulo. Antes de que el piso se abriera bajo sus pies, el elegido cantaba. Cada amanecer, una canción diferente despertaba a Breyten. Aislado en su celda, él escuchaba la voz del que iba a morir, y también escuchaba a los que escuchaban: escuchaba el silencio de los demás presos, que esperaban su día en la fila de la horca. Ese silencio sonaba más fuerte que la voz.

Breyten sobrevivió. Sobrevivió para contarlo, y para seguir escuchándolo.

El hereje

Hace cuatro siglos y medio, Miguel Servet fue quemado vivo, con leña verde, en Ginebra. Calvino lo mandó a la hoguera, porque Servet creía que nadie debía ser bautizado antes de llegar a la edad adulta, tenía sus dudas sobre el misterio de la Santísima Trinidad y era tan cabezadura que insistía en enseñar, en sus clases de medicina, que la sangre pasa por el corazón, pero se purifica en los pulmones.

Sus herejías lo habían condenado a una vida gitana. Antes de que lo atraparan, había cambiado muchas veces de país, de casa, de oficio y de nombre.

Servet ardió, muy lentamente, junto a los libros que había escrito. En la portada de uno de sus libros, un grabado mostraba a Sansón cargando, a la espalda, una muy pesada puerta. Debajo, se leía: Llevo mi libertad conmigo.


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