Desde la mirada de un típico treintaypico
porteño (y ex militante rockero, como tantos), una rara sensación de nostalgia
anticipada y resignación pragmática surge inevitablemente cuando se piensa en el futuro
de un rock argentino que prescindiría de ese ritual conmovedor (y para muchos peligroso)
puesto en escena durante veinte años por los Redonditos de Ricota y su gente. Pero la
noticia adelantada ayer por Página/12 de que Patricio Rey se despediría de los
shows en vivo con dos recitales en la cancha de River organizados por la empresa
CIE-R&P, pone de manifiesto contradicciones (de hecho, la nostalgia casi nunca es
pragmática) que empalidecen frente a la realidad: para muchos, la vida sin los Redondos
no será igual. Esta conclusión prematura y racionalmente temeraria no
incluye a los que se perdieron el tren ricotero, es decir, los que por cuestiones
ideológicas y/o musicales nunca se subieron, los que se bajaron por propia decisión
cuando vislumbraron el aluvión zoológico que se les venía, y los que fueron
bajados de prepo por la edad, la erosión de los sueños o los palos policiales. Porque
los Redondos, más allá de ser (una simple opinión de este cronista) la mejor banda que
haya dado el rock en la Argentina, se convirtieron en una suerte de espejo en negativo de
la escenografía cambiante que los rodeó en las últimas tres décadas. A fines de los
'70, cuando el "movimiento" rockero nacional fluctuaba en una más que ambigua
resistencia a la dictadura, Patricio Rey prefirió buscar aire en los recovecos
subterráneos, donde la música, las performances teatrales, y la simple subversión de
juntarse surgían como un antídoto contra el terror. Los Redonditos se habían
constituido en un ghetto de autodefensa colectiva y, paradójicamente, a medida que se fue
abriendo el mundo exterior, ellos se replegaron bajo la protección de una coraza que
protegió a rajatabla los anticuerpos generados durante los años de plomo.
Será por eso que su particular y discutible resistencia al sistema
siempre fue heterodoxa y desconcertante. Inventaron una mística que los tuvo como únicos
beneficiarios, incorporando a su tropa las esquirlas de todos los movimientos sociales que
se les cruzaron. No compraron el placebo pop que surgió naturalmente con la primavera
alfonsinista y mientras Miguel Mateos invitaba a tirar para arriba, concentraron --junto
con Sumo-- las expectativas frustradas de quienes, en los '80, sufrieron y gozaron en los
sótanos de la democracia. Su ascenso, desde entonces, fue directamente proporcional al
abismo que se fue abriendo en la cotidianeidad de sus seguidores. Será por eso, también,
que su primer público formaba parte de una difusa clase media intelectual y comprometida
políticamente y, paulatinamente --como el país-- su base popular se fue pauperizando
hasta convertirse en un anarquizado ejército de lúmpenes en busca de una verdad
que exorcizara sus carencias. Aquella antigua (y pequeña) legión de rockeros que
evidenciaba cierto tufillo snob hoy no va a ver a los Redondos. Algunos quizá sean
funcionarios públicos, otros serán prósperos comerciantes o aburridos padres de
familia. Seguramente muchos de ellos estarán en River. Sólo para dejar constancia de su
pasado. De lo que ya no son.
Para los que se hicieron ricoteros al calor de la debacle menemista, en
cambio, los Redondos son poco menos que una razón para seguir viviendo. Como Boca, River
o Nueva Chicago, según los casos, y, también, como alguna vez lo fueron Evita y el Che.
La política, en los últimos años, no fue demasiado generosa a la hora de alumbrar
iconos a glorificar, dejándoles al rock y al fútbol la responsabilidad de monopolizar
los sueños de toda una generación. Los Redondos, como grupo de rock, se mantuvieron
inmutables (más allá de la inevitable "claudicación" de haber tocado en
Obras, el templo de la Bestia Pop) en su principismo rígido (matizado, según las malas
lenguas, con una lúcida especulación comercial) que fue desbordado por la realidad. Los
pibes dicen siempre que el de los Redondos "es un sentimiento inexplicable". Y
tienen razón. Todo lo demás podría ser explicado con palabras. Podría argumentarse que
con el fin del menemismo una banda como los Redondos tendría menos problemas con la ley y
menos motivos para generar en la gente una rebeldía sincera, violenta, justificada por
las circunstancias. Pero en las esquinas de Laferrere, Florencio Varela y Villa Soldati se
vive diariamente otra realidad, inasible e inexplicable para la intelligentzia
rockera y mediática. Una realidad que asiste con indiferencia a los recambios de
gobiernos democráticos, porque de la democracia sólo conocen las razzias policiales y la
desocupación vitalicia. Para esos pibes, la salvación terrenal está tan lejos (tan
lejos como la mirada esquiva del enigmático Indio Solari), que necesitaron construir una
religión. Después de los shows en la cancha de River, ya no podrán ir a su misa pagana. |