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“EL FLORIDO PENSIL”, DE ANDRES SOPEÑA
El jardín de Franco

El actor Ricardo Díaz de Rada, integrante de la compañía vasca Tanttaka Teatroa, explica la obra que estrena aquí este jueves, un ácido retrato de la enseñanza en los años del dictador español.


La compañía vasca tiene 16 años de vida y 17 obras estrenadas.
“Los partidos de España siguen ejerciendo un poder stalinista.”

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Por Hilda Cabrera

t.gif (862 bytes) El sistema educativo dominante en la España franquista es el tema central de El florido pensil, obra que la compañía vasca Tanttaka Teatroa estrenará este jueves en la Sala Pablo Neruda del Complejo La Plaza. Conformado por “una plataforma de producción de tres personas”, como apunta el actor Ricardo Díaz de Rada en diálogo con Página/12, este equipo contrata actores, técnicos y directores para cada espectáculo que propone. Esto le permite mantener simultáneamente varias obras en cartel. Desde su fundación en 1983, lleva montadas diecisiete piezas, todas con mentalidad de grupo, ya que quienes participan “conforman un universo restringido, compartiendo ideales”. La pieza que traen a Buenos Aires viene representándose en forma ininterrumpida desde 1996, cosechando premios dentro y fuera de la comunidad vasca. Según Díaz, “el mensaje llega a todos, porque la dictadura de Franco repartió palos por igual”. El actor personifica a Jáuregui, uno de los cinco amigos que recuerdan los tiempos de la primaria, en esta pieza de Andrés Sopeña Monsalve que dirigen Fernando Bernués y Mireia Gabilondo.
–¿Qué significa “florido pensil”?
–Es parte de un verso. Como se sabe, el himno español no tiene letra, pero en la España franquista (la época que se recuerda en la obra) hubo varios intentos para dotarle de letra. Una de éstas, surgida de una lumbrera, decía: “fuiste de gloria florido pensil”. Pensil significa jardín florido, por lo tanto la frase era “florido jardín florido”, una tautología brutal, identificativa de la absurda educación nacional católica de la época que intentamos retratar.
–¿Tanttaka propone un teatro de crítica? ¿Trabaja sobre lo cotidiano, lo inmediato?
–Tenemos unas cuantas reglas. La primera es que las obras nos interesen de verdad. Desechamos el teatro complaciente y creemos necesario que haya un contacto visceral entre la propuesta de la compañía y los intereses individuales. Esto nos lleva a hacer teatro de crítica, mordaz y más o menos político. Pero no siempre es así. A veces el interés es solamente artístico. El sustrato es, en todos los casos, un teatro que defienda una serie de valores para nosotros importantes, y sobre todo que le diga algo al espectador. Digamos que no hay una unidad de estilo sino de intención.
La variedad responde a nuestro compromiso con el oficio y con el momento social. En todos nuestros trabajos la corriente interna es el deseo de movilizar al público, cuestionarle cosas.
–¿Podría considerarse a El florido pensil como una sesión de terapia colectiva?
–En la obra nos referimos a un momento de la historia de España que, en algunos aspectos, es semejante a la de otros países de nuestra área. El autoritarismo era un tema en Europa. En Francia no había un Franco pero sí un De Gaulle; de Alemania quisiera no acordarme, y de Italia, lo mismo. Han venido irlandeses a ver la obra y se asombraron del paralelismo. No es una terapia, pero el color local es una especie de IVA para los espectadores de 35 a 60 años. Es probable que ellos sientan una mayor identificación emocional con lo que se está contando. Fuera de esto, la obra, creo, tiene valores que trascienden la época. Retrata la educación en tiempos dictatoriales y “normales”, en los cuales el poder ejerce alguna forma de dictadura intelectual sobre los más desvalidos, entre ellos los niños. Siempre, el poder intenta inculcar sus valores en los segmentos de población que no tienen capacidad de respuesta.
–¿Quiere decir que la presión a través de la enseñanza no es asunto del pasado? –Hoy en día los conceptos sobre educación y la escenografía en la que se aplican son otros, pero los métodos siguen respondiendo a esquemas dictatoriales.
–¿Qué sobrevive de aquella vida social y cultural?
–Modos de actuar, algunos fantasmas y una ideología educativa de premios y castigos. El niño sabe que, si no estudia lo que se le ordena, nada le irá bien. En El florido... intentamos denunciar esto a través de los protagonistas, cinco adultos que recuerdan y reflexionan sobre cuáles son los comportamientos actuales que responden a aquella educación.
–¿Por ejemplo?
–El machismo, que en España es mucho más fuerte que en los países de nuestra área. Esta obra está basada en un ensayo del mismo Andrés Sopeña sobre la escuela primaria. Cuando lo leímos, le preguntamos por qué no había mujeres en ese trabajo. Su respuesta fue que no existían como tales. Existían sí, la madre, la tía o la prima que se metía a monja, pero no la mujer, como ser con el cual se pueda crear un espacio de relación. Fuera del parentesco, las mujeres eran putas o monjas. Otro aspecto es el autoritarismo. Hoy nos llenamos la boca hablando de democracia, pero los partidos políticos en España siguen ejerciendo un poder stalinista sobre sus miembros. Sigue existiendo “la política del conmigo o contra mí”. No se admite la más mínima disidencia. Cualquier corriente de opinión dentro de un partido, de derecha o de izquierda, es generalmente expulsada. Esta es una herencia del culto al líder. Los partidos democráticos en España no son más que estructuras de propaganda. Rechazan el pensamiento crítico.
–A propósito de la censura referida a la moral, otro español, Luis García Berlanga (cineasta y escritor), dijo que “alguien tendrá que pedir perdón por los años perdidos”. ¿No había forma de escaparle a la censura?
–Una de las más graves consecuencias de la censura es que quienes la padecen la hagan suya. Entonces, todos saben qué cosas se pueden o no hacer. Y todavía más: durante la última etapa del franquismo, España vivió una especie de resurgimiento cultural, donde los artistas, intelectuales, e incluso el ciudadano común comenzaron a manifestarse, pero siempre entrelíneas. Esto acabó siendo una costumbre, y tanto, que cuando llegó el momento de la libertad no sabían qué ni cómo expresarse.
–¿Quiere decir que habían internalizado un sistema de vida?
–Durante años se dijo “con Franco se vivía mejor”, y la gente terminaba creyéndolo. Era mucho más cómodo pensar que habíamos estado más unidos, que teníamos enemigos comunes... La práctica de la democracia, en cambio, nos desorientaba.
–¿Qué actitud predomina hoy?
–España asumió su condición de país libre y europeo. La desorientación que se produjo durante la transición se debió a que ésta se fue armando desde arriba. No fue un fenómeno desde el llano. Comenzó dentro del poder como un llamado a la convergencia de los partidos, y se elaboró una especie de ley de olvido: nadie se metería con el pasado si cada uno se comprometía en la construcción de un futuro mejor. Muchos conflictos quedaron sin resolver, pero eso a los políticos no les importaba. Esa ley de olvido les permitiría instalarse nuevamente en el sistema. El perjudicado fue el ciudadano de a pie, que se quedó con una asignatura pendiente.
–En Argentina, esa transición fue considerada un modelo a seguir...
–Era buena para los políticos, pero no para la gente. El florido pensil pone también el dedo en esa llaga. Alerta a no olvidar el pasado, sólo que no lo hace con mala leche, alentando sentimientos de venganza. Ese es otro punto de la obra con la que se identifica el público español. Viene a ajustar cuentas, sólo que con ironía y humor.

 

 

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