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OPINION
Crónica de un testigo
Por Miguel Bonasso

Ayer a la tarde, como en un sueño, por momentos viscoso, me vi de pronto –sin quererlo ni haberlo pedido– convertido en testigo del juicio oral por el Caso Cabezas. Y sentí, al colocarme del otro lado del mostrador, las angustias agónicas de la espera en la antesala del tribunal, las conversaciones insulsas y los chistes tontos con los otros testigos, mientras se aguarda que un secretario petisito y profesionalmente cordial nos conduzca al cadalso. Allí estuvimos con Raúl Kollmann de Página/12 y Andrés Klipphan de la revista Veintidós que hace dos años cubrió el caso Cabezas para este diario, entreverados con empleados de McPapas y un señor Gómez Pombo, el comisario de la Bonaerense que tomó a su cargo los interrogatorios cuando fueron relevados por embarrar la cancha los doce investigadores originales de la Bonaerense. A la media hora de esperar, el petisito me llamó y me pasó a un nuevo cuarto en el que ahora debía quedarme solo, como un torero o un condenado en capilla. Y en ese cuarto desalmado, típicamente judicial, en el que aguardé mi turno, repasé por qué estaba allí, qué me preguntarían y qué debía contestar. No sólo para que no me “demolieran” como sabía que alguien lo iba a intentar, sino también para ayudar desde mi verdad, mi conocimiento (y, ¿por qué no?) desde mi pasión para que saliera a la luz la verdad y se hiciera justicia. Para que todos creamos más en nuestras instituciones y en el país en el que nos tocó vivir. Me sentí relativamente seguro cuando otro señor petisito y no menos cordial me llevó al ruedo, en lo que parecía insólitamente la espalda de un set televisivo, o la bambalina de un teatro, con ese terciopelo rojo amarrado a los bastidores.
Contesté las preguntas de rigor sobre las generales de la ley y las penalidades que aguardan a quien preste falso testimonio y aunque dije que no me comprendían, pensé para mis adentros que sí, que cualquier asesinato de un periodista o un fotógrafo por parte del poder me compete de manera directa y personal desde hace mucho tiempo. Contesté al interrogatorio de Jorge Sandro, el defensor de Gregorio Ríos, con todo lo que debí aprender duramente en los nueve meses que me llevó la investigación y escritura de Don Alfredo, diciendo básicamente lo mismo que digo en el libro. Sólo que no es lo mismo decirlo cuando uno puede repasar una y otra vez los papeles del escritorio, para escribir en tranquilidad y soledad y otra sintetizar 440 páginas, frente a la Justicia, la prensa y algunos abogados con mala leche que te quieren devaluar.
Allí volvieron a desplegarse las mismas hipótesis sobre la pista Yabrán, la pista policial, la pista mixta y la revelación sobre el papel de los servicios de inteligencia norteamericanos que me movieron las fichas sobre el final. Declaré como cierto y comprobado lo mismo que escribí: que al comenzar mi investigación sobre Alfredo Yabrán me sentía inclinado a considerarlo el autor intelectual del asesinato de José Luis Cabezas, por la tenebrosa red de seguridad e inteligencia que había montado con represores de la última dictadura militar, pero que al adentrarme en la investigación pude comprobar las graves aberraciones que habían perpetrado el investigador policial Víctor Fogelman y el juez José Luis Macchi para dejar de lado la pista policial. Y a posibles incriminados como el suboficial Carlos Stoghe y el comisario Mario Rodríguez. Y reiteré que ese abandono tenía que ver con la notoria interferencia del ex gobernador Eduardo Duhalde, que había apuntado los caños hacia Yabrán en su guerra con Menem. Hubo datos precisos, duros y aun novedosos. Que suponen riesgos, pero debían decirse en voz alta para romper esta farsa que nos pretenden vender. Y hubo respuesta, claro, a cargo de los letrados de la revista Noticias Oscar Pellicori y Norma Pepe, que intentaron con un retintín burocrático (“que conste en actas”) presentarme como un testigo “inhábil” que no conocía la causa. Miseria previsible que borraron con un beso y un abrazo José, Norma y Gladys Cabezas.

 

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