Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
Si hay algo más terrible que una película de Woody Allen sin Woody Allen (se lo
extraña cuando no está ahí, se lo necesita aunque sea por unos segundos en Interiores,
Días de radio, Septiembre, La otra mujer, Alice), ese algo es una película de Woody
Allen sin Woody Allen, pero con alguien haciendo de Woody Allen. Más allá de su
inevitable calidad, pocas cosas más perturbadoras que contemplar a John Cusack en Sombras
y niebla y Disparos sobre Broadway o a Kenneth Branagh en Celebrity tartamudeando,
tropezando, hablando rápido, agarrándose la cabeza, haciendo un Woody. No interesa aquí
demasiado develar el perverso enigma de si es Allen quien los obliga a actuar así o son
ellos quienes, como alumnos demasiado buenos, intentan seducir al director imitándolo
hasta lo obsceno. Buenas noticias: Sweet and Lowdown opus 30 de Allen, la más
costosa de toda su carrera, que está a punto de estrenarse en Europa y en abril llegará
a la Argentina está protagonizada por Sean Penn. Y se sabe que Sean Penn no es uno
de esos tipos fáciles o con ganas de andar haciendo de Woody Allen. Penn es, entonces,
uno de los factores que hace de esta película la mejor entrega de Allen desde Crímenes y
pecados y uno de los picos más altos en toda su obra. En Sweet and Lowdown título
que remite a cierto modo, entre dulce y pérfido, de tocar jazz, Allen, como en
Robó, huyó y lo pescaron, Zelig y, parcialmente, en Maridos y esposas, vuelve a valerse
del formato falso-documental para contar una historia. Ahora no es el turno de un ladrón
fracasado, un camaleón humano, ni dos parejas en picada, sino de una suerte de
jam-session alrededor de la figura inasible de un tal Emmet Ray.Un apócrifo guitarrista
de jazz (Sean Penn) de principios de siglo, a quien Allen ensamblándolo como
monstruo de Frankenstein con diferentes detalles de varios jazz-men célebres y no tanto
de la época hace real y convierte en excusa para conseguir una brillante reflexión
sobre la naturaleza del arte. Y la posibilidad cierta y más de una vez probada de que un
gran artista puede ser, también, un inmenso hijo de puta. Así, Emmet Ray es una basura
de tipo: ególatra, malo, borracho, cafishio, fascinado por su propia capacidad de
miseria, feliz de hacer infeliz a los que lo rodean. Pero es un ángel cuando se cuelga la
guitarra y se pierde y se encuentra en los rasgueos de Limehouse Blues o
Sweet Georgia Brown. Emmet Ray es Sean Penn y no es Woody Allen y más
allá de los rumores que hablaron de una dificultosa relación entre ambos durante el
rodaje lo cierto es que los dos salen ganando con Sweet and Lowdown. Allen consigue
una película inconfundiblemente propia una suerte de relectura privada de La Strada
de Fellini y, al mismo tiempo, ajena a su mística y sus tics mientras que Penn
ofrece lo que se venía sospechando a partir de momentos contemplados aquí y allá:
también es un gran comediante. Organizada como una serie de pequeñas viñetas
autoconcluyentes unidas por entrevistas a músicos verdaderos y falsos, entre los
que se cuenta el propio Allen, que conocieron u oyeron hablar de Ray y que no pueden
ponerse de acuerdo sobre vida y obra del hermoso cretino, Sweet and Lowdown acaba
consiguiendo una fluida narración. Mucho mejor, más afinada y lírica que la de Zelig y
Robó, huyó y lo pescaron, tal vez porque, tratándose de jazz, cierta musicalidad acaba
impregnando la vida del personaje y traduciéndolo a una partitura fílmica de solos y
variaciones sobre un mismo tema que se superponen hasta conseguir la calidad del pequeño
gran milagro.Penn quien aprendió a tocar guitarra y, aunque no sea quien hace sonar
la música del film, mueve los dedos con velocidad pasmosa sobre las cuerdas que
corresponden hace de Emmet Ray una criatura perdurable, digna de un Oscar. De hecho,
el espectador sensible ya está extrañándololuego de los siempre insuficientes minutos
de una película de Woody Allen. Sus desmayos recurrentes frente al legendario Django
Reinhardt, sus cigarrillos colgando del labio, su forma de jugar al pool y su sinuoso
andar, su terrible vestuario, su pánico a la hora de tocar suspendido sobre una luna de
papel, su necesidad de dispararle a las ratas y ver pasar los trenes, su romance con la
muda, sufrida y busterkeatoniana Hattie (la actriz británica Samantha Morton, nuevo
descubrimiento femenino de Allen y van...) hacen y acaso obligan a que, por una vez, el
director con mayor insistencia y éxito a la hora de automitologizarse se haga tiempo y
espacio para construir otro mito. Un hombre lejano y a la vez próximo a él en la carne y
huesos de un actor que no quiere ser Woody Allen sino que Allen lo deje ser. Y por
suerte, por una vez lo consigue.
El rockeroarrepentido El rocker británico Gary Glitter salió ayer de la cárcel tras cumplir la
mitad de una condena de cuatro meses por 54 cargos de posesión de pornografía infantil,
obtenida en Internet. Al recuperar la libertad, Glitter, de 55 años, manifestó que
lamenta profundamente los delitos que cometió. El servicio británico de prisiones
preparó una salida secreta de la cárcel del cantante debido a las amenazas de muerte que
recibió cuando cumplía condena. Sin embargo, el artista decidió manifestar su
arrepentimiento y habló con los periodistas para hacer una corta declaración. De acuerdo
con la ley británica, debido de la naturaleza de los delitos, Glitter tiene 14 días para
informar a la policía sobre su domicilio, pero está exento de ello si fija su residencia
en otro país. Hay fuertes versiones de que se radicaría en Cuba, donde tiene una novia.
Glitter fue procesado por posesión de pornografía infantil después de que el técnico
al que mandó reparar su computadora descubriera centenares de imágenes ilegales en su
PC. En el proceso, admitió que llegaba a pasar ocho horas por días fascinado por las
imágenes sexuales de la red de redes. Glitter se convirtió en estrella en los 70, con
los éxitos de sus temas Rock and roll, Always yours y
Im the leader of the gangs. |
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