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Por Diego Fischerman Dentro del rock, nadie se anima a discutirlo demasiado (por lo menos en voz alta) aunque salvo para quienes lo siguen como parte de una religión, su música nunca fue un trago demasiado bien digerido. Fuera del rock, es una figura demasiado poco conocida. El problema de Luis Alberto Spinetta tal vez haya sido siempre el estar un poco fuera de casi todo (esos acordes, los rasguidos a contratiempo, esas acentuaciones cercanas al jazz, las letras). Almendra fundó el rock argentino y sin embargo no fundó una escuela: era un rock (por llamarlo de alguna manera) imposible de imitar y distinto a todo lo anterior y lo posterior. Pescado Rabioso, Invisible, Spinetta Jade, sus proyectos solistas o el actual Los Socios del Desierto fueron encarnando los distintos grados de distancia o cercanía que Spinetta decidía tener con el rock más canónico. Pero aún en las aproximaciones mayores y en los territorios más eléctricos, la sensación que transmitía era la de una cierta distancia. Parecía (parece) que él siempre podía entrar o salir de ese mundo estético. Que, para él, ceñirse o no a las reglas de un género era una elección. Dos discos recién editados por el sello Universal una antología y la última producción de Los Socios del Desierto, donde el trío no aparece nunca como tal ponen en escena la trascendencia de este músico indudablemente maduro al que un análisis desde adentro del rock le queda irremediablemente chico. De hecho, lo más interesante, tanto de la travesía que sugiere Elija y gane la antología como de Los Ojos el disco nuevo, es la posibilidad de ser leídos como ensayos acerca del género canción (y no del género rock). Alma de diamante, Ludmila, Muchacha (descartada en su momento de las tomas que formaron parte de Exactas), Nunca me oíste en tiempo, Rezo por vos o Correr frente a ti un tema nuevo dan, con precisión, una idea de la variedad de recursos y abordajes puestos en juego. En Los Ojos hay un elemento unificador. El título (escrito en Braille en el bellísimo diseño de la tapa) es mencionado en todas las canciones menos la primera. Pero a lo que se canta es, más bien, al cuerpo de la mujer amada. Y ese canto no se limita a las letras sino también y sobre todo a un tratamiento tímbrico que suspende a la voz, que la deja flotando, que la sustrae del tiempo. Los teclados de Claudio Cardone y el Mono Fontana, el solito de guitarra de Javier Malosetti, la orquesta arreglada y dirigida por Carlos Villavicencio y la precisión de Wirtz y Torres (precisión tanto para aparecer como para dejar espacios vacíos) logran algo bastante inusual dentro del rock (aunque no dentro del universo de Spinetta o, yendo más lejos, de los Beatles): que cada canción tenga su propio sonido, su propia estética. Los arreglos (donde se cuela alguna resonancia de Laura Va) sortean por su parte el peligro de la grandilocuencia. Más bien cultivan una melancolía agradable y reticente. Una melancolía de la que queda naturalmente excluida cualquier clase de exhibicionismo o de superficialidad.
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