Desde
siempre, el tiempo es eterna materia de estudio y debate. Para eludir recuentos tediosos
alcanza con mencionar las polémicas sobre la fecha correcta para el principio del tercer
milenio y la búsqueda de juventud permanente, aunque sea mediante cirugías plásticas,
para corroborar su importancia en la vida humana. En la Argentina de hoy en día hay un
desfasaje de tiempos entre el poder, el gobierno y la sociedad. Los políticos de
cualquier bando ajustan los relojes con el calendario electoral: la inminente votación en
la Ciudad de Buenos Aires y la renovación nacional del Senado en el 2001. El poder, que
es más amplio y a veces más fuerte que el gobierno, mide el paso de los días casi
exclusivamente por los ritmos de la economía. La sociedad tiene dimensiones diferentes,
de acuerdo con la necesidad y el interés de cada de sus núcleos: las horas cuentan
distinto para los hambrientos que para los satisfechos, para las víctimas que para los
verdugos.La tan mentada gobernabilidad puede juzgarse de varias maneras, entre ellas por
su capacidad para sincronizar esas diferentes nociones de tiempo en un ritmo general
único, distinto y superior al de las particularidades. Por el momento, la administración
de Fernando de la Rúa adaptó su paso al tiempo del poder económico. Los reajustes en el
presupuesto nacional, los nuevos impuestos con los consiguientes aumentos de precios y
tarifas, la reforma laboral aún más flexible que la del menemismo, y el
deseo de satisfacer los requerimientos del Fondo Monetario Internacional (FMI), encarnado
otra vez por Teresa Ter Minassian, remiten de nuevo al presente perpetuo de la
década anterior. Es presente perpetuo el tiempo que no marca netas rupturas
con el pasado pero sobre todo que no alumbra optimismo y certezas sobre el futuro. No hay,
hasta ahora, ningún mapa oficial sobre el prometido nuevo camino hacia
adelante, como no sean algunos mojones dispersos, aunque para ser exactos es cierto que no
hubo suficiente tiempo aún para cartógrafos expertos. El Presidente y sus
más cercanos colaboradores han pedido comprensión y paciencia, porque están abrumados y
urgidos por el inesperado peso de la herencia recibida. Han esbozado una explicación
sobre los efectos económico-sociales del déficit fiscal que repite los argumentos
utilizados en su tiempo contra la inflación y en favor de la convertibilidad. Todos
tienen razón: el desbalance en las cuentas del Estado, como las tasas de aumento
constante en el costo de la vida, perjudican siempre más a los débiles. El problema es
que la estabilidad antiinflacionaria castigó sin piedad a esos mismos débiles que
sufrían la inestabilidad denunciada, como se puede ver en los índices del desempleo, la
precariedad laboral y la pobreza generalizada. Las medidas antidéficit, ¿aliviarán esos
resultados? Nadie parece tener respuestas seguras ni capacidad para garantizar efectos
bienhechores.A pesar de las dudas y las postergaciones, la mayoría de la sociedad que
tomó la decisión en las urnas de octubre sigue aguantando, sin asfixiar a las
autoridades con sus demandas. Con expectativas abiertas y pocas ilusiones, esperan buenas
noticias. Los más impacientes no son los más pobres sino los que buscan más ganancias
en menor tiempo y con el mínimo riesgo. Así, ha comenzado a insinuarse una tendencia de
empresarios que mudan las fábricas a Brasil, dejando en este país una estela de nuevos
desocupados. El mercado es el hermano cruel de la democracia. No hay gendarmes que lo
repriman ni plegarias de comprensión que lo conmuevan. ¿Cuántas de esas empresas
tránsfugas están siendo investigadas por los inspectores impositivos para saber si se
van con las obligaciones cumplidas? Esto es, si quedan inspectores disponibles aparte de
los que andan persiguiendo comerciantes minoristas en Mar del Plata o exigiendo facturas
en las puertas de los alojamientos transitorios. Nadie se hace cargo de nada..., nos
faltan el respeto porque somos mansos, explicaba el jueves en Lanús una señora que
había perdido todos sus electrodomésticos, quemados por un golpe de corriente originado
en la empresa proveedora de electricidad. Es probable que no supiera que dos días antes,
el martes, en el Salón Azul del Senado de la Nación, un politólogo de renombre
internacional, Guillermo ODonell, había explicado que la auditoría de la calidad
de la gestión pública aplicada en Costa Rica develó que la gente no esperaba que la
democracia multiplicara los panes y los peces pero demandaba que, por lo menos, respetara
a cada uno como persona y como ciudadano. Respeto significa, entre otras condiciones,
igualdad ante la ley. ¿Cómo se puede ser humanitario con Pinochet o con los verdugos de
la última dictadura nacional que, por razones de edad, van a prisión domiciliaria, y
aceptar por cajas deficitarias que millones de jubilados/as reciban una remuneración de
tres pesos diarios? Para alcanzar esa misérrima compensación, ahora se pretende además
que las mujeres trabajen más años que antes, justo cuando lo que falta son empleos. Los
gobiernos no deberían mirar la realidad por el ojo de la cerradura ni dejarse llevar por
la opinión de los contables o de los ejecutivos ociosos que se entretienen dando
consejos.Como el gobierno, en efecto, no multiplica los panes ni los peces, ha prometido
moralizar los negocios públicos para compensar los sacrificios adicionales. Es una forma
de respeto a los ciudadanos asegurarles que el dinero de todos no se escurrirá hacia los
bolsillos privados de nadie. El problema, de nuevo, es el tiempo. La Justicia tiene plazos
diferentes a todos los demás. Demoró siete años para cerrar el expediente sobre el
asesinato de María Soledad Morales en Catamarca, una pobre muchacha de una pequeña
ciudad donde todos se conocen, y han pasado tres años desde el crimen de José Luis
Cabezas, notorio reportero en el que se interesaron los más poderosos medios de difusión
masiva. O los bribones de la corrupción son muy vivos, a pesar del exhibicionismo torpe
que los identifica, o las pistas se les escapan a los investigadores, como ocurrió con el
atentado contra la AMIA y con otras tragedias de calibres diversos. En el calendario de
los funcionarios, cada reproche parece injusto, inadecuado y neurótico. Al fin y al cabo,
desde el 10 de diciembre ha pasado poco más de un mes, con las fiestas en el medio. En
esas cuentas es probable que los administradores tengan evidencias para mostrar que sus
días duran más de veinticuatro horas. Por desgracia, las vidas de las personas no pueden
seccionarse en períodos electorales, pero además los tiempos en esta época son de
vértigo. La economía, por ejemplo, carece de paciencia para esperar debates legislativos
o consensos democráticos. Los medios de difusión masiva son también electrizantes y
siempre operan con escasa cautela la influencia y la seducción de sus mensajes,
doblegados en la competencia que los impulsa al sensacionalismo exasperado. A veces, hay
que reconocerlo, algunas realidades superan las imaginaciones más tropicales. Basta
remitirse a las últimas horas de Diego Armando Maradona para comprender que, igual que
muchos políticos, la verdadera adicción del futbolista es a los medios, la televisión
en especial. De acuerdo con las urgencias de época, los corruptos más notorios ya
deberían estar condenados y en la cárcel, los empleos en flor, los salarios maduros, los
tribunales al día, las calles seguras, las viviendas dignificadas, las aulas relucientes
y los hospitales abiertos a los necesitados. No es mucho pedir ni hay por qué esperar
sentados a que lleguen esas horas felices. El movimiento por los derechos humanos, que
debe lidiar con conceptos tan extremos como la vida y la muerte, suficientes para
justificar cualquier impaciencia, ofrece su experiencia como lecciones útiles para todos,
sin proponerse siquiera la docencia.Pacifista, intransigente en sentidos esenciales,
constante, inquebrantable, nunca acalló sus voces ni detuvo sus marchas. Soportó
elataque artero y el desaliento propio, tuvo momentos de alarmante debilidad y otros de
dimensiones gloriosas y los días de muchos de sus miembros más activos tampoco
cumplieron ni cumplen las convenciones del reloj. Jamás perdieron la paciencia al punto
de tirar todo por la ventana ni dejaron que su desesperación por la verdad y la justicia
se convirtiera en venganza por mano propia. Hoy mismo, ¿cuántos de ellos, y de muchos
otros, no andarán con una maldición entre los dientes porque Pinochet recibe el
beneficio humanitario, o porque en Uruguay la democracia es impotente para encontrar al
nieto o nieta de Juan Gelman, entre otros, o porque aquí dan un paso adelante pasando la
solicitud del juez Garzón a los tribunales locales, y retroceden dos cuando algunos
miembros del Gobierno se apuran a pronosticar los veredictos finales? Los manifestantes
terminarán por escupir la maldición y seguirán adelante. ¿Qué decir de Memoria Activa
y de cuantos recuerdan a las víctimas de la AMIA, de los familiares de Cabezas, de Bru,
de tantos? Para todos ellos, el tiempo tiene valor sólo como camino hacia lo que buscan
y, por lo tanto, no es tiempo perdido. Los que pierden el tiempo son los otros, los que
creen que pueden detenerlo a voluntad, hacerlo esperar, los que lo estiran, lo manipulan,
lo abusan. ¿Es escaso o suficiente el tiempo pasado para abrir juicio sobre los actos de
gobierno? ¿Quién puede decir cuánto es poco o cuánto es mucho cuando se mide el tiempo
para todos? A estas cuentas, como a las armas, las carga el diablo.
|