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OPINION
Chistes de Maradona

Por Rodrigo Fresán

Un amigo español me llama por teléfono. “Murió Maradona... Hace dos horas”, me dice. Un amigo argentino me escribe un e-mail. “Agarraron a un dealer disfrazado de médico en la clínica donde lo tienen a Maradona.” Lo primero es un chiste y lo segundo es verdad, aunque los parámetros de la lógica a la hora del test multiple-choice invertirían, seguro, los resultados. Sí, sí, aquí ya hay chistes españoles de Maradona –como alguna vez hubo chistes de argentinos–, la realidad argentina de Maradona es cosa de chiste, Maradona es chistoso. También existe un cierto cansancio entre incrédulo y socarrón. Tal vez tenga que ver que aquí los verdaderos héroes son toreros (a la hora de la verdad, es más difícil y épico derrumbar un mihura que patear una pelota) y los cracks que no hacen crac son, casi todos, extranjeros y demasiado bien pagados. Aquí el fútbol es la camiseta más que los individuos que la llevan y tal vez esté bien que así sea. Y hay otras preocupaciones más cercanas y más urgentes: la intervención judicial del Atlético de Madrid; los duelos dialécticoposicionales de Rivaldo con su director técnico; la apasionante saga de Anelka, la superestrella zen que vale millones, nunca está motivado, cuando juega hace dos goles y arruina una penal y, además, se autolesiona girando en redondo sobre sus meniscos, cosa fuerte. Cuestiones urgentes de gente que, bien o mal juega al fútbol y no a la ruleta rusa durante largas noches blancas. Por eso, el impacto inicial y maradonístico de la noticia ahora causa cierta gracia y comienza a convertirse en apéndice curioso y freak de cualquier noticiero. De acuerdo, Maradona sigue siendo nuestro máximo referente a la hora del esperanto icónico internacional (seguido de lejos por Evita y las Madres de Plaza de Mayo, lo que algo debe significar), pero hay algo que comienza a reprochársele: “Maradona se ha salido del libreto”, me explica otro amigo español. Y agrega: “Está claro que si el tipo es adicto a algo es a ser protagonista y toda esta faceta llorosa de los últimos tiempos, bueno, la verdad que causa cierto disgusto. El tipo nos quiere vender que es víctima de una injusticia universal cuando nadie lo ha obligado a usar su nariz para otras cosas, ¿verdad?”. ¿Qué es eso de casi acusar a Barcelona como la ciudad que le presentó la cocaína por primera vez? ¿Cómo explicar que el “Perdoname, vieja” del número 10 no es más que una lógica continuación del espíritu tanguero? ¿Y a quién le interesa hacerlo? También, claro, se hacen ciertas preguntas incómodas desde el honor de ciertos códigos o desde la incredulidad ante nuestra potencia creadora: “¿Pero Diego ha tenido que dar nombres para que lo dejaran salir de Uruguay, ¿verdad?”. “¿Eso de la cadena humana rodeando su clínica es broma, ¿verdad?” “Joder: los vecinos protestan, ¿verdad?” Y la verdad que uno se cansa un poco de –por prepotencia de nacionalidad– convertirse en una especie de vocero en el extranjero de Dieguito o de explicador de nuestro realismo mágico. Los otros días, en su página de Internet, Jorge Valdano firmaba uno de esos líricos y encendidos manifiestos en primera persona del plural que suelen firmar los que no escriben cuando escriben. Un sentido llamado universal a las armas donde todos debíamos ayudar al ídolo caído. Prioridad uno. Un diario español lo reprodujo en sus páginas. Lo leí atónito mientras tomaba un café. No era el único. Un español que no era mi amigo levantó su vista de su diario y le dijo al español detrás de la barra: “¿Pero se puede saber por qué puñetas yo tengo que ponerme a ayudar a Maradona?”. El otro le respondió con un “¿Sabes el último chiste de Maradona?”. Y se lo contó. Era un chiste buenísimo y malísimo al mismo tiempo. Era un chiste de Maradona.

 

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