OPINION
Los agujeros negros del juicio
Por Miguel Bonasso |
Dentro de pocos días la
Cámara Penal de Dolores dictará sentencia en el juicio oral por el asesinato de José
Luis Cabezas y sean quienes sean los condenados y los absueltos quedará la sensación de
que ni son todos los que están, ni están todos los que son. Especialmente
que no están los peces gordos; que una vez más la malla del poder se ha cerrado sobre
los actores secundarios, preservando a los que escribieron el libreto de la tenebrosa
conspiración. Que no sólo comprendía el asesinato sino el ulterior encubrimiento. Tarea
que se vio facilitada por la intervención descarada del poder político encarnado,
centralmente, en el ex gobernador bonaerense Eduardo Duhalde. Acusado esta semana por el
presunto asesino Gustavo Prellezo, de haberlo intentado sobornar y de haberlo presionado
-a través de jefes policiales para declararse culpable. Es altamente probable que
la sentencia defraude y no necesariamente por culpa de la mayor o menor ciencia de los
integrantes del tribunal, sino como resultado de una instrucción llena de agujeros
negros. En ese caso, es también probable que Gladys Cabezas, la hermana del fotógrafo
asesinado, y sus padres, Norma y José, prosigan la lucha por la verdad y la justicia y
traten de promover la realización de un nuevo juicio. Iniciativa en la que podrían no
estar acompañados por alguna gente que los rodeó en esta etapa. A la revista Noticias,
por ejemplo, no le interesa que haya un segundo juicio. Tanto para sus abogados como para
la dirección periodística del semanario, los puntos oscuros de la investigación
policial y judicial no alcanzan para invalidar la historia oficial: molesto por las fotos
que José Luis Cabezas le había sacado en Pinamar, Alfredo Yabrán ordenó a su jefe de
seguridad, Gregorio Ríos, que lo asesinara en el mismo lugar donde vacacionaba junto a su
familia. Ríos instrumentó el homicidio a través del policía Gustavo Prellezo y éste,
a su vez, contó con la coparticipación directa de los cuatro bandidos de Los Hornos y la
complicidad de su propia esposa Silvia Belawsky, además de los también policías Aníbal
Luna y Sergio Camaratta. Una tesis basada en escasas y dudosas pruebas materiales y
testimoniales y en un móvil poco creíble.En defensa de esa historia, los letrados de la
revista hostigaron con más rigor en el debate oral a colegas del periodismo que a ciertos
policías, como el desmemoriado jefe de la investigación, el comisario Víctor Fogelman.
Fue una de las tantas debilidades de una querella que, a pesar de sus proclamadas
intenciones, estuvo muy lejos de ir a fondo. Nunca, por ejemplo, la parte
acusadora debió dejar en manos de la defensa, la posibilidad de convocar y desistir a
testigos estratégicos como Eduardo Duhalde. Sobre todo si era cierto lo que se dijo en
los pasillos (y pareció corroborado con el testimonio del hornero Horacio Braga), que
había un acuerdo entre duhaldistas y yabranistas para liberar a Ríos y no crearle
dificultades al ex gobernador. Gran parte de los agujeros negros de la causa derivan
precisamente de las intervenciones extrajudiciales de Duhalde. Empezando por la inclusión
de los horneros en el expediente cuando naufragaba la farsa de los pepitos.
Esa inclusión se basó, según se lo dijo el propio Duhalde al autor de esta columna, en
la espontánea confesión de un testigo anónimo que le contó cómo había sido el
asesinato de Cabezas supuestamente ordenado por Alfredo Yabrán. Esa conversación se
habría realizado en 1997, cuando jugaba Argentina contra Bolivia, en el
jardín de invierno de la quinta de San Vicente y estaría grabado en un video. En tres
oportunidades el ex gobernador le prometió a este cronista que le daría el video o al
menos una transcripción del mismo que preservara la identidad del testigo. También dijo
(delante de otros periodistas) que se lo haría llegar al juez José Luis Macchi cuando
este misterioso interlocutor se decidiera por fin a testificar. Sus voceros lo prometieron
otras siete veces más. Nunca cumplieron. Por una razón evidente: no había tal video. Lo
que existió fue una investigación de inteligencia de la Bonaerense sobre los horneros,
que se llevó a cabo en febrero de 1997 bajo la apariencia de una operación para
encontrar droga. Y luego la elaboración de una teoría sustentada por altos mandos de
laBonaerense que el entonces gobernador compró. Por varias razones. Primero, porque
estaba convencido de que el menemismo le había tirado el cadáver de Cabezas
para destruirlo en la lucha por la sucesión presidencial. La versión de los lúmpenes de
Los Hornos, que conducía a Yabrán a través de Ríos y Prellezo, era sumamente adecuada
para dispararle a Menem y obligarlo a bajarse del caballo de la segunda reelección.
Según su apreciación, pegarle a Yabrán era como pegarle a Menem. Y, al parecer, no se
equivocó: cuando el Excalibur demostró que los llamados de Yabito S.A. llegaban hasta la
antesala del despacho presidencial, Menem propuso una tregua.En abril, tras una
estratégica reunión de Duhalde con el juez Macchi, se acabó la película de los pepitos
y empezó la de los horneros. El relato disperso y contradictorio en el que se sustenta
este juicio. Por encima de la polémica absurda entre la pista Yabrán y la
pista policial, es evidente que en cualquier caso (incluida una pista mixta),
se le ha escamoteado a la sociedad un dato central: la participación orgánica y
jerarquizada de altos mandos de la Policía Bonaerense, sin la cual no se entiende cómo
hubo área libre para operar y seis autos cargados de sospechosos pudieron
montar guardia en torno de la casa de Oscar Andreani en Pinamar la tétrica madrugada en
que Cabezas fue secuestrado y asesinado. Que el comisario Pedro Alberto Gómez,
responsable de asegurar esa zona liberada, no esté sentado en el banquillo de los
acusados es una de las tantas aberraciones de este proceso. Hay muchas más: un arma
homicida que pertenece a un sospechoso absuelto; una cámara fotográfica encontrada por
un rabdomante sobre un mapa de la provincia de Buenos Aires y policías, inicialmente
reconocidos por algunos testigos, como el suboficial Carlos Stoghe, a los que el juez
Macchi no les chequeó la coartada. Como lo reconoció el propio comisario Fogelman, con
esa palabra, coartada, en uno de los lapsus más memorables de este juicio
oral. |
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