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EL FUROR DE LOS VUELOS EN AVIONETA, PARACAIDAS Y PARAPENTE EN MAR DEL PLATA
Un verano con adrenalina

Cada vez son más los que se animan en la costa: vuelos en aeroplano, parapentes o un salto desde el aire en paracaídas. “Esto creció porque tiene un grado de adrenalina medido, que es lo que la gente busca”, dice un instructor.

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Por Alejandra Dandan
Desde Mar del Plata

t.gif (862 bytes) "Buen salto/I love youuuuuuuu". Blup. Se fue. La puerta abierta de la avioneta es una sopapa: succiona todopoderosa. El viento pega seco dentro del aeroplano y afuera termina de tragarse al chico del gritado love you. Se cayó contra las nubes y bajó dando unas vueltas tremendas. "Pensá que la vida te está pasando a 200 kilómetros por hora", dice Martín. Esa vida a 200 por hora obsesiona a los habitantes del verano en la costa. La caída es pura inyección de una adrenalina que escasea, es agitación. Es mineral que falta sobre la arena. Por eso se despega en aeroplano. Se levanta vuelo en los acantilados, se perturba con sombras de parapente a quienes se acuestan en playa Varese. Cada punto en Mar del Plata se reinventa como pista de despegue. El deporte en el aire se vuelve manía y moda. Y gana, como ahora, 25 por ciento más adeptos fugaces, dispuestos al menos en temporada, al drenaje menos tóxico del aire que de los tragos.

Desde el suelo aún firme, Gabriel acepta eso que los experimentados del vuelo humano y sin motor promocionan como bautismo. El chico, porteño él, no es el único en bautizarse ni los organizadores de la escuela Icaro de Balcarce, los inventores del juego de temporada. En Mar del Plata los deportistas del aire son religiosos de tiempo completo, y ahora con tanto extraño, en época de apostolado. "Se lo puede ver como moda --piensa el padre fundador del Icaro, Alejandro Rivero--. Los deportes extremos como trekking, escalada, parapente o paracaidismo, entre el año pasado y éste crecieron porque tienen un grado de adrenalina medido, que es lo que la gente busca". La dosis de adrenalina está prescrita y dosificada: "Tiene un límite, no tiene el riesgo de que te mates", sigue. Eso dicen José y Carina, recién bajados del vuelo: "Te sentís rebien/es otro mundo/sentís todo distinto". El resultado funciona como fórmula, trasformándose en slogan de temporada.

Cuando tiemblan las rodillas

Ese mismo frío de altura suele inquietar en los sobrevuelos turísticos que a 46 pesos ofrecen viajes nocturnos y diurnos, traslado incluido. Pero no empaña las ventanas tipo Citroën modelo setenta de la avioneta, sino la piel en contacto con glándulas que el diccionario llama sudoríparas. "A algunos le tiemblan tanto las rodillas cuando despegás, que tenés que hacer un circuito chico y bajás de vuelta", dice Martín Lisandro Núñez, instructor de vuelo del aeroclub Batán.

La insoportable levedad de los aviones les permite incluso circular a tracción humana. Como lo hace ahora Lisandro mientras instruye en tierra que "quedarse sin nafta en uno de éstos es demencial". Los mejores días de este verano su empresa de vuelos turísticos factura entre cuatro y cinco viajes. Esas salidas para cuatro turistas voladores son especialmente buenas los fines de semana y la familia, 90 por ciento de su clientela, es la que se interesa en estos carros que LAPA jamás envidiaría. Si volar es conectarse con la naturaleza, aquí lo artesanal refuerza sensaciones: Martín llega hasta el hangar, apoya los brazos en la trompa de la avioneta y la arrastra hasta acomodar su peso pluma en el sector exacto donde la hélice comienza el batido de aire.

A la gente le gusta ver, aclara Lisandro. "Por eso los vuelos que más se piden son de día. Ahí les contás que se ven las estibaciones del macizo de Tandil --dice y pasa de largo-- hay médanos, acantilados". A ese paisaje el piloto le dice "una maqueta viva, la verdadera geografía, no como la ves en una foto". Y habla de lo intransferible de una experiencia en la que el piloto además de conducir es psicólogo y financista. Aunque para él viajar es un deporte popular --cuesta cien pesos hacer despegar la avioneta-- entre los pilotos existe una tablilla de análisis de pasajero que sentenciará el contenido del viaje. Si un niño se larga a llorar, el viaje se achica y la reducción se aplica también cuando el llanto se convierte en temblequeo, pero en los adultos.

Fotos en el aire

Martín se pone un jardinero de frisa desteñida. Tiene algo de amarillo, anaranjado y azul rayado, "así no se confunden con el cielo --explica--. Porque allá arriba qué tenés: celeste, blanco, por eso están buenos estos colores fuertes". Allá arriba es la pista, a tres mil metros y en aeroplano, para su caída libre. El chico se cierra el enterito:

--Quién no pensó nunca en tirarse desde una ventana de un edificio. Acá lo hacés, es como suicidarte. Abrís la ventana, te caés y después te levantaste y salís caminando.

Se pone un casquete de cuero montado con cámara y video filmadora. Todavía no sale. En un escritorio del hangar muestra un álbum repleto de esas fotos que aprendió a disparar cayendo. Cada imagen perpetúa esos segundos de nada que dura la caída. Entre las fotos hay piruetas sobre las nubes o figuras formadas con hombres suspendidos de cara a tierra. "El salto es tan denso --dice Martín--, que la foto te deja ver lo que pasó. Lo ves cuando bajás en tercera persona, como si le hubiese pasado a otro. Recuperás las partes que en la caída te pasaron de largo".

Y la foto es anzuelo para voladores de verano. En Deriva, Martín es cámara y fotógrafo y Marcelo, el paracaidista habilitado para vuelos tándem con arnés. Sabe que cuando su colega está por disparar las fotos deberá llevar a cabo dos cometidos: uno, endurecer mentón, "porque a 250 kilómetros por hora el viento te vuela los cachetes y en la foto después parecés un viejito". Cumplida la coquetería, debe entonces abocarse, bajo la dictadura del segundero, a dejar linda la foto del cliente volador: "Cuando Martín me hace la seña, yo le tiro de los pelos al tipo: para que en la foto salga la cara".

De veraneo, las mujeres suelen ser las más animadas para deportes de altura. "Por cuatro mujeres, hay un varón --dice Osvaldo Campos--. Yo creo que debe tener que ver con el ego. A un tipo no le debe atraer mucho depender de otro, se siente disminuido". Osvaldo es instructor de paracaidistas en Mar del Plata Jumps, la única escuela en esta zona. Hace catorce años hizo su primer vuelo acá, cuando las instrucciones las hacía la Fuerza Aérea y las intrépidas caídas libres estaban vedadas.

Mi enfermedad

--Masticar vidrio es lindo, pero si te lo tragás está todo mal.

La fórmula es la pauta. Martín habla del vidrio masticado para referirse al momento en que el velamen --paracaídas-- se abre y empieza a frenar la caída en picada. Ocurre a 1200 metros del suelo, después de 45 segundos de caída libre:

--45 segundos no es nada --comenta alguien.

--Es un montón. Te faltan ocho segundos para tocar la tierra.

El límite existe impuesto por reglamento, pero seduce correrlo y agrietarlo como carga extra de una adrenalina que se vuelve obsesivamente adictiva. "Nos tiramos, abrimos en figuras. Un día me choqué a Juan con el paracaídas abierto. Es como que te tragás un auto de frente y termina no pasándote nada". La hazaña se actualiza y Martín descarga un resoplido de éxtasis.

"¿Viste cuando una imagen no se te borra más --dice--: estábamos en Miramar, abajo campo de verano, con colores, veía todos los verdes, amarillos y me tiré". Fue hace catorce años cuando la salida del avión incluía velamen abierto. "Es una fascinación --sigue--: todo pasa tan rápido que tu cerebro no puede digerirlo, no tomás conciencia de lo que pasó". Por eso habla del entrenamiento como ese momento donde la fascinación desordenada se "completa y todos los movimientos son controlados porque ya domaste al miedo".

Hace vuelos tándem en temporada que son la mejor forma de meter la nariz en lo que es el paracaidismo, dice. Sin inversión y con instructor que evita que las descargas de adrenalina sean excesivas. El único problema para los turistas es el contagio. Porque aquí los deportistas se reconocen miembros de una raza con patologías extremas. La adicción para los paracaidistas empieza en la puerta de ese avión arruinado. Se sientan ahí y después del arrugue clásico: "¿qué estoy haciendo acá?" se largan. "Todo lo que empezás a sentir, no lo cambiás por nada --dice el instructor--: después es una enfermedad, después querés saltar y te enfermás porque querés otra vez y otra".

 

El aguante femenino

Un grupo de cuatro mujeres están de mates y de abrigo en los acantilados. “Si algo perdés, con maridos parapentistas, es la rutina”, se le escapa a Marcela. Son cuatro mujeres de esos hombres que ahora se pierden entre las veinte velas que el vientazo deja suspendidas en el aire. Desde tierra ellas saben que mañana habrá nuevamente día de vuelo y Marcela, que dejará ese lindo paseo de sol en la playa: “Estamos de vacaciones –dice la mujer–, íbamos a Playa Grande y cuando llegamos a la avenida, vio que el viento estaba del este y zuumm, volvimos a buscar el parapente”. Esa salida de mediodía ahora que el sol está a punto de perderse ya no se reinicia.Pero la salida para Soledad “en sí es ésta. Yo no pretendo volar, respeto que a él le guste”. Eran las tres cuando el novio de Soledad dejó el trabajo y no estaba programada la tarde de vuelo. “Salió de la oficina, miró el viento y vino volando para acá”. Una de las dos dice que nadie pone horarios ni días de salidas: “El viento los autoconvoca”. De hecho ahora están ahí, buena parte de los cincuenta parapentistas que se cuentan en esta zona. Cada tanto conceden un mate a sus mujeres que se dicen “con buena dosis de paciencia y mucho amor para bancarse estas salida de la mañana hasta la noche”. Enseguida se ríen porque descubren maridos de idénticos tics. Después se descubren. Empieza Marcela:–Y... yo le regalé el curso.Sigue Soledad:–Yo le regalé la silla.Y Florencia no puede quedarse atrás:–Yo lo entusiasmé para que lo comprara.27A1

 

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