Por Fernando DAddario Como en la
avenida Corrientes ya no se discuten ideas sino prestaciones de servicios, la tentación
de aggiornarse y cuantificar los fenómenos culturales prevalece por sobre el espíritu
evocativo. Aquí van, entonces, algunos números que certifican su evolución: en el tramo
comprendido entre Florida y Callao, pueden contarse cuatro cines, catorce locales de fast
food, once teatros, trece bancos, diez librerías de 5 x 10 pesos, diez librerías
tradicionales, ocho locutorios, trece cafés, doce estacionamientos y tres salas de
videogames. Podría argumentarse, en sintonía con la noción de no lugar
acuñada por el antropólogo francés Marc Augé, que estas cifras sugieren una suerte de
puja entre el paradigma histórico de la identidad porteña y la despersonalización a la
que es empujada por el progreso. Sin embargo, un ida y vuelta diurno y nocturno por la
zona Corrientes obliga a una mirada menos épica de esta tensión urbana. Aquella
Corrientes fue tomada por asalto, y quienes se la adueñaron (silenciosos y anónimos)
sólo dejaron la posibilidad de escoger entre diferentes ritmos de soledad urbana: al
mediodía miles de personas se entregan a una vorágine que surge de las bocas de
subterráneos o de playones de estacionamiento, hace escalas técnicas en cajeros
automáticos, locutorios, Burger Kings, mira de reojo las librerías, las carteleras
de los cines y teatros y algunas horas más tarde se sumerge nuevamente en los hornos de
Metrovías. Al anochecer se respira un aire de transición, entre amenazas (nunca
concretadas) de emulación del Barrio Latino de París y una posterior postal trasnochada
del Harlem neoyorquino. A la noche, y de madrugada, ya no hay transiciones. Lo que tiene
de vida la ciudad se corrió definitivamente hacia el norte y la que nunca dormía sólo
deja ver su resaca: chicos, grandes y ancianos rompiendo bolsas de basura para comer
restos de hamburguesas, tarjeteros ofreciendo sorpresas eróticas para cabarets de cuarta,
patrulleros custodiando las adyacencias de un Obelisco tomado como refugio por un par de
parejas y un puñado de pibes con expectativas de tetra-brick. De día y de noche, la
misma incomunicación. Por suerte sobreviven ámbitos de reflexión: en la esquina de
Corrientes y Callao, donde estaba El Ciervo con sus sillones y cortinados, desde hace
cuatro años se levanta un vistoso bar llamado Scuzi, muy americano, con aspecto de
estudio de televisión. Lo más interesante está en el baño. Arriba de los mingitorios,
prolijamente enmarcado en la pared, se puede leer la nota de tapa de uno de los diarios
del día. Un lapsus de escatología integral. La leyenda habla de librerías clásicas,
como Palumbo, Perlado, Premier, atendidas por expertos. Allí los lectores discutían,
soñaban y compraban. La leyenda insiste e intenta volver verosímil el fantasma de
Alfonsina Storni entrando de madrugada a Palumbo, o el de Roberto Arlt empleándose allí
para poder leer gratis. Las que se resisten a convertirse en un 4 x 10 pesos debieron
aggiornarse a una nueva realidad intelectual, que también requiere diversificación de
servicios. Una librería económicamente viable necesita sustentarse en un colchón
cultural que incluya un bar, una disquería, una sala para charlas y debates, un sitio
para recitales y representaciones teatrales. La tradicional Liberarte se autodefine como
bodega cultural, pero (los tiempos están difíciles) debe sacar a la calle
libros a 2 pesos para atraer clientes. Losada se agrandó y hace quince días inauguró al
1500 su tercera sucursal, con un detalle acorde a las circunstancias: es librería, bar y
teatro, pero primero está el bar, atrás la librería y arriba el teatro, lo cual supone
un orden de prioridades. Hoy poner una librería es jugársela, señala
Ubaldo, su encargado nocturno. Aún subsisten focos de resistencia. El cine Lorca es uno
de ellos. Frente a la desaparición del Lorraine, el Losuar, el Alfil y el Luar, entre
otros, el Lorca practica lo que su dueño, Norberto Bula, define comocine de
supervivencia. Funciona desde hace 31 años. En aquellos tiempos programaba, por
ejemplo, a Wajda, y en los últimos tiempos sus salas fueron las principales promotoras
del auge del cine iraní (125 mil espectadores vieron El sabor de la cereza). El otro foco
de resistencia es la librería Gandhi, que tiene la costumbre de asentarse sobre los
escombros de viejas usinas culturales. Antes ocupaba el espacio físico del Lorraine.
Desde hace unos meses está instalada donde vivió el Losuar. Es pionera en la concepción
de librerías multidisciplinarias y se convirtió en uno de los reductos residuales de la
antigua bohemia porteña. Nos va bien dice su dueño, Elvio Vitali, en
diálogo con Página/12 dentro de lo que se puede esperar en este país. Y lo
hacemos sin perder de vista que esto es fundamentalmente una librería especializada. Es
una alternativa y una manera de resistir al modelo shopping que se está imponiendo.
La Hernández sobrevive con dignidad, mechando en la vidriera a Lacan con Andrés
Percivale. María del Carmen, vendedora, reconoce que a la autoayuda le damos muy
poco espacio, pero la gente viene y pide eso. Antes teníamos otra clientela. Venían,
buscaban, se ensuciaban las manos con polvo. Hoy pegan un grito en medio del salón, o
directamente piden los libros por teléfono. Casi todos los demás han claudicado.
La recorrida puede empezar en Pernambuco (esquina Rodríguez Peña), un bar que solía ser
frecuentado por gente vinculada con el teatro y ahora ha sido reformulado como
cibercafé. De entrada, el cartelito de Ticket restaurant invita a
desconfiar, pero hace calor y una buena cerveza diluye los pruritos. Pero para
acostumbrarse al ruido de los televisores y al cambalache musical que despide la fonola
hacen falta dos buenas cervezas, o más. Un chico navega por Internet. Está buscando
datos sobre Pamela Anderson. Ya se hicieron dos remodelaciones, para atraer gente.
Pusieron pool, televisores e Internet, pero por ahora la cosa no mejora. Los artistas ya
no vienen más, y de día los que vienen son los que se escapan de las oficinas,
cuenta Roxana, una de las encargadas del bar. Politeama (esquina Paraná) luce sillas de
cuero, spots, y funciona como restaurante de comidas rápidas. En La Paz (que está en pie
sólo porque los nuevos dueños consensuaron con el gobierno de la ciudad una
remodelación que respetara su historia), cuna de tantas polémicas inconclusas, y ámbito
ideal para una tipología fuera de época (la del revolucionario de café),
unos cuantos oficinistas apuran hamburguesas y milanesas con fritas. Un hombre con
anteojos lee un libro de Chomsky mientras devora una ensalada completa, lo cual evidencia
que los cambios de fachada no son en vano. Claro que es mediodía. Habría que volver a la
noche. A las dos de la mañana, en una segunda recorrida, hay más movimiento. Es que el
cineasta Alejandro Agresti eligió el bar La Paz para una de las escenas de su próxima
película, Una noche con Sabrina Love, y allí está, con todo su equipo. De los 25
parroquianos (record para un martes a la noche) 17 son extras. La verdadera bohemia
acá se terminó en el 76. Con la dictadura todo fue más velado, y en democracia,
los intelectuales tuvieron que salir a trabajar más temprano para poder vivir,
confiesa Rodolfo, un psicólogo social que prefiere dormir menos. A las 2 de la mañana
también está cerrando el mítico bar Ramos, que en sus buenos tiempos era un 24 horas,
pero no en el sentido moderno del término. Lo remodelaron hace un año porque
venía poca gente, y desde entonces no viene más nadie. Ni siquiera los vendedores de
estampitas, porque no encuentran quien se las compre, asegura Delfor, el encargado.
Dice también que antes había más intimidad. Ahora pusieron unas ventanas enormes,
te ven desde el Obelisco. En el Complejo La Plaza, otro oportuno reciclaje para el
hedonismo cultural, están cerradas tanto las casas de bijouterie como las disquerías y
los cafés. En rigor, a esa hora en Corrientes está todo cerrado, menos La Giralda, que
de todos modos está vacía. En el maxikiosco fast food armenio de la esquina Libertad se
acabó el shawarma. Un cliente se lamenta y, con evidente poco tacto, se le ocurredecir
que comió ese plato, pero en Turquía. No lo miran bien. Rumbo al Bajo, las marquesinas
anuncian, a través de Celia Cruz, que La vida es un carnaval. Seguramente ya
no lo es para el cine Plaza, que renació bautizado como Plaza Valet Parking,
ni para el mítico Tabarís, que sucumbió frente a la voluptuosidad espiritual del templo
evangelista Centro Cristiano Nueva Vida. Un muchacho formal y cortés invita a
la sanación, y a cinco metros otro muchacho, con idéntica formalidad y
cortesía, ofrece chicas para el Girls show que se levanta arriba de la
pizzería Ugys. La entrada cuesta 12 pesos, con derecho a un trago. Una señora
mayor revuelve entre la basura. Consigue papas fritas y restos de lo que alguna vez fue
una porción de pizza. Al 900, el cartel de una librería reza: Nos vamos. Todo
desde 1 peso. Se están yendo desde hace un año. Evidentemente, el futuro ya
no es lo que era (Paul Valéry dixit). Si en los 60 se evocaba a una Corrientes
angosta y tanguera, hoy, fané y descangayada, puede ser portadora de una suerte de
nostalgia ajena, añoranzas de lo que no se vivió. Una nostalgia del pasado del pasado.
Está en la naturaleza de la avenida. De cualquier modo, a la más rica de las
imaginaciones le costaría predecir, para el 2040, un arrebato melancólico del tipo:
¿Te acordás hermano, lo que era a principios de siglo la avenida Corrientes? Los
big mac de pollo que nos comíamos....
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