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CONVERSACION CON EL PERIODISTA ERNESTO SCHOO
“La cultura debe florecer al margen del oficialismo”

Se convenció de que había recorrido un largo camino. El muchacho de 70 años, entonces, se decidió a contar su memorias. El libro aparecerá después del verano y será un manual de historias porteñas. En esta extensa entrevista, Ernesto Schoo, periodista, poeta, escritor, funcionario frustrado, repasa un siglo de Buenos Aires. Y de él mismo, como espectador privilegiado.

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  Por Sergio Kiernan

t.gif (862 bytes) --¿Por qué va a escribir sus memorias?

--He llegado a la edad en que la gente piensa en escribir sus memorias... Quiero dejar, y soy pretencioso, testimonio de una forma de vida y de una ciudad que conocí. Supongo que por naturaleza siempre fui una especie de esponja que absorbe y absorbe. Bueno, es el momento de exprimir la esponja ¿no? La idea nace de mi amor por Buenos Aires. na13fo02.jpg (6970 bytes)El título original era "Buenos Aires en mi vida y mi vida en Buenos Aires", pero me pasa una cosa muy curiosa que no había previsto y le da un sesgo totalmente distinto: yo, que soy absolutamente un bicho de ciudad, redescubrí el campo. Los primeros quince años de mi vida pasé mis vacaciones, dos o tres meses cada verano, en la estancia que todavía tiene mi familia en Pergamino. Es una estancia que fundó un bisabuelo mío en 1856 y que todavía tenemos... bueno, la casa y el parque, porque las leguas de campo ya se fueron. Esas estadías en el campo me dieron una plataforma para mi vida creativa que no me dio la ciudad. Todas las cosas importantes de la vida, el encuentro con la muerte, el encuentro con el sexo, con el amor, fueron en el campo. Me encuentro escribiendo páginas y páginas sobre el campo. Ahí aparece la siesta, un momento particular en el que no nos dejaban salir porque era "la hora de las víboras". Uno estaba metido en ese caserón de techos altísimos, paredes gruesas y una enorme biblioteca a mi disposición. Me acuerdo de que a la hora de la siesta escuchaba el canto de la paloma de monte, un canto tristísimo y melancólico. Muchos años después, en un poema de Silvina Ocampo, me encontré una línea que decía algo así como "torcazas cantando en el vestíbulo de la muerte", y entonces entendí que lo que sentía en el campo a esa hora era un sentimiento de muerte: afuera estaba el sol, tal vez las víboras, y estaba esta tristeza agradable que me sigue resonando hace más de sesenta años.

 

--¿El campo estaba olvidado en algún lugar?

--Algo así, pero te aclaro que no tiene nada que ver con el campo de Don Segundo Sombra. Yo no tenía ninguna voluntad de aprender a hacer nada de las tareas de campo. Andaba a caballo porque se dio y porque me gustaba... Y yo era un chico solitario, en ese campo no había ningún otro chico, salvo mi hermana cuatro años menor, y el hijo menor de un chacarero italiano --que tenía doce hijos-- de más o menos mi edad, con el que salíamos a arriar las vacas de vuelta al corral. Esto era lo único más o menos "campero" que tuve. Yo me dedicaba más bien a imaginarme galeones y animales fantásticos en las nubes, a formar mi mundo. Como era un chico que se enfermaba bastante, de salud precaria, me llevaban a la cama unos librotes de La Biblia y el Quijote ilustrados por Doré --también estaba la Divina Comedia, pero no me la traían porque había muchos desnudos. Doré dibujaba unas selvas tremendamente intrincadas y complicadísimas. En el campo, yo me imaginaba que un montecito de árboles cerca de la casa era una de esas selvas de Doré... bueno, era chiquito, tenía cinco o seis años. También había una alameda moribunda, atacada por los bichos canasto, de hojas siempre doradas que hacían parecer más azul el cielo. Donde la alameda se cruzaba con una calle de eucaliptos, habían puesto una glorieta donde nunca pudieron hacer crecer nada. Era como un esqueleto de hierro oxidado. Años después, me di cuenta de que era un decorado para una obra de Chejov.

--¿Qué leía en esa época?

--En la estancia, lo que mi abuelo gallego había juntado. Leía Verne, Sherlock Holmes --que me asustaba muchísimo--, Alejandro Dumas, H. G. Wells, la biblioteca de La Nación, que tenía los clásicos de aventuras, y muchos clásicos españoles, Quevedo, Pérez Galdós, Cervantes, Garcilaso, qué se yo. En casa había muchos libros de teatro; mis padres eran muy teatreros, iban muy seguido y al desayuno me contaban lo que habían visto. Leía a Benavente, a Marquina, con esos versos tan sonoros y si querés tan huecos, los hermanos Alvarez Quinteros. Mis padres repetían los versos y yo me los aprendía de memoria... "era un jardín sonriente / era una tranquila fuente de cristal / y era a su borde, asomada / una rosa perfumada"... Yo absorbía lo que mis padres me contaban, los versos, los autores, el teatro era familiar para mí y mi primer entendimiento de cómo se construye una acción dramática nace de esas lecturas. Era un mundo fantástico que me inventé, como chico solitario y bastante retraído que era. En realidad, que fui a partir de cierta edad, concretamente de 1929, cuando nació mi hermana y murió mi abuela, un duelo del que nunca me sobrepuse... yo era bastante alegre, me cuentan, pero eso me cambió el carácter y me volví bastante para adentro. Entonces, la vida estaba en los libros, más adelante en el teatro, y más adelante en el cine. En esa construcción de un imaginario, como dirían ahora, el campo tuvo una influencia muy grande.

 

--Le dejó imágenes muy teatrales: la línea de árboles que mueren, la glorieta que naufragó en medio del campo.

--Sí, recopilando memorias me encuentro que tiene más peso que la ciudad.

 

--¿Cómo era esa ciudad en la que se crió?

--Era una ciudad muy grande, vacía, linda, limpia, muy limpia. Mi padre amaba las ceremonias públicas. Me llevaba a cuanto desfile, jura, inauguración de obra, traspaso del poder hubiera. Me recuerdo siempre con una banderita argentina al borde de la vereda en la Avenida de Mayo esperando que pasara el presidente. Lo recuerdo absolutamente, con precisión fotográfica, a Hipólito Yrigoyen en la carroza presidencial, supongo que tomando posesión de su segunda presidencia, en 1928. Tendría tres años, pero recuerdo el Congreso, los granaderos, la policía montada con coraza de metal pulido y casco con plumas, Yrigoyen muy serio, con galera. Yo nací en Juncal y Bustamante, en una casa que todavía está y era la más alta del barrio, con tres pisos. Esta parte de Barrio Norte era bastante desolada, solitaria. Las hermanas de mi madre, que vivían en Arenales y Montevideo con mi abuela, le decían ¡cómo podés irte a vivir a Palermo! Eso era por la cervecería, que estaba donde ahora está el shopping, que difundía un olor nada desagradable pero dulzón a malta. Y después estaba la sombra terrible de la penitenciaría de Las Heras... nadie quería vivir cerca, era una sombra que se extendía por el barrio. A la noche, me acuerdo de estar en mi cama y oír a lo lejos a los centinelas de los murallones gritando "Centinela alerta... alerta está". Era tétrico, como era tétrica la ronda de vigilantes, que se comunicaban por silbatos en las calles oscuras. Era un miedo nocturno, que es muy fuerte en la infancia. Y... creo que era realmente una ciudad vacía, con poca gente.

 

--¿Cómo era la vida cultural en Buenos Aires cuando el chico lector deja de ser tan chico?

--Muy intensa. Me costó entrar, porque si bien en mi familia todo el mundo leía y había libros por todos lados, además del amor por el teatro, la música, la ópera, una cosa era gustar de la cultura y otra, que el hijo se dedicara a eso. Quiero creer que con toda la mejor intención del mundo, pensaban que la vida del artista era muy dura. Pero también ya había un destino prefijado, yo tenía que ser o abogado, o médico, o ingeniero. Ya arquitecto era medio sospechoso, no les cayó nada bien cuando dije que lo estaba pensando. En esa época la disciplina con los hijos era mucho más severa, los padres eran más distantes. Si quisiera verlo desde un ángulo desagradable, te diría que hicieron de mí una criatura sumisa, sometida. Por lo cual yo no tenía casi armas para luchar. Yo quería hacer otra cosa, a mí me gustaba el teatro, la pintura... hubiera querido ser pintor y era bastante buen dibujante. Todas cosas que no se debían hacer. Imaginate, yo que vivía más en el mundo del teatro, de los libros y el cine, muy influenciado por la hermana menor de mi madre, que fue la primera persona que me prestó libros de arte, con contemporáneos que jugaban a la pelota y no les importaba nada lo que me interesaba a mí... ¿quién me podía apoyar?, ¿cómo hacía valer mis intereses? Fue una época muy dura y muy angustiosa, no quisiera de ninguna manera volver a tener que ser niño ni adolescente.

Fijate qué curioso: vivíamos en Charcas al 2300, en una casa de departamentos muy lindos. Enfrente había otra casa de departamentos y yo veía en Carnaval una chica un poco más grande que yo que salía al balcón a tirar serpentinas y papel picado, como yo. Nos saludamos. Resultó ser la hija de un pintor que ahora se cotiza mucho, Luis Aquino, un discípulo o seguidor de Fader, un paisajista. Finalmente, crucé la calle y fui a visitarla, cuando tenía unos doce años. No reencontramos a los diecisiete, y ella ya tenía un grupo de gente en el que no estudiaba música, estudiaba para actriz en el Conservatorio, otra era bailarina... allí empecé a encontrar a mi familia espiritual. Fue un gran alivio, un enorme alivio, porque yo no encontraba eco en mis contemporáneos, en mis compañeros de colegio. La primera afinidad, la primera resonancia humana, fue con este grupo. Ahí empecé a ver que iba a tener una lucha difícil, pero que tenía otros en la misma brecha.

 

--¿Se dedicó al arte?

--No, di el ingreso a Derecho y me empecé a aburrir de una manera espantosa, horrorosa. Yo no tenía nada que ver con eso. Entonces probé con Filosofía y Letras, que era mucho más afín. Entré, pero ya en esa época había entrado a trabajar en la Aduana, donde habían trabajado mi padre y mi abuelo materno. Entraba a las siete de la mañana, trabajaba hasta la una, iba a la facultad y me quedaba dormido. Sobre todo en las clases de griego. Profundamente dormido. Por lo que dejé. Empecé a conocer gente, a andar por ahí, a hacer amigos. Un día yo estaba con Alberto Grecco, un gran amigo de mi juventud, un personaje totalmente increíble para mí, que era un buen burguesito, en una confitería. En otra mesa estaba Mujica Lainez, que llegó a ser un buen amigo mío, alguien que me ayudó muchísimo, y que conocía a Grecco. Y nos mandó un plato de sandwiches a nuestra mesa. Quedamos presentados con los sandwiches. Era una época donde yo escribía poesía, como todo el mundo, y hasta saqué una revistita con unos amigos. Después escribí cuentos y después empecé con el periodismo.

--¿Cómo entró en el periodismo?

--Por las composiciones del colegio. Durante la escuela, que la hice en la Escuela Argentina Modelo, tuve una compañero, Daniel Alberto Desein, editor del suplemento cultural de La Gazeta de Tucumán. El es nieto del fundador de La Gazeta, Alberto García Hamilton. Eramos más o menos amigos, él era también muy lector. Años después de recibirnos, recibo un día una carta de él donde me dice: "Yo me acuerdo que vos escribías muy buenas composiciones, ¿no querés colaborar en el suplemento de La Gazeta comentando libros?". Le dije que sí. Era el año '48 y me mandó, me acuerdo perfecto, el Hojas de hierba de Walt Whitman, que fue el primer libro que comenté. Así empezó una colaboración que duró muchos años, La Gazeta es mi cuna periodística. En 1956, Desein, que fue el primero que se dio cuenta de que yo podía escribir como periodista, me propuso hacer una reseña quincenal de la actividad cultural de Buenos Aires. Fue porque había hecho un comentario de una obra teatral, Facundo en la Ciudadela, que le gustó. Y bueno, un buen día me encarga los comentarios de política internacional de La Gazeta y yo, con total inconsciencia, acepto. Y sabés que los hacía... no sé si bien o mal, pero los hice bastante tiempo. Después, Mujica Lainez me hizo entrar en La Nación con una de sus habituales artimañas, con esas cosas de tremendo caradura que tenía. Resulta que un buen día se va de viaje, él era el crítico de plástica del diario, y entonces le anuncia a la dirección que Ernesto Schoo lo reemplaza. Yo ni pertenecía al diario, pero La Nación dijo que sí. Me instalé en el despacho de Manucho y por un tiempo escribí de plástica. Manucho volvió, pero yo seguí instalado en el diario. Primero me mandaron a información general a hacer un poco de todo. Después, como vieron "que me gustaba leer" y que no era tan malo escribiendo, me empezaron a mandar al teatro porque siempre alguno se sentía mal o no tenía ganas de hacer la crítica. Y terminé instalado en Cine, con Tomás Eloy Martínez, por cuatro años, cuando me fui a la revista Vea y Lea. Y después, me fui a Primera Plana, cuando empieza otra etapa, de profesionalismo. Era en abril o mayo de 1963, cuando Timerman ya se estaba yendo y dejaba aquel equipo de Ramiro de Casasbellas, Julián Delgado.

 

--Con lo que se encontró en medio de una gran movida cultural y periodística...

--¡Los años sesenta!

 

--... sin ser ya de los más jóvenes.

--Claro, yo ya no era tan jovencito, la mayoría era más joven que yo. Igual me apasionó lo que pasaba en el Di Tella, en la calle Florida, en la famosa "manzana loca", en la Galería del Este, cuando Dalila Puzzovio y Edgardo Giménez ponen ese gran letrero en Florida y Viamonte que decía "¿Por qué son tan geniales?". Ese cartel enfureció a todo el mundo, como se enfurecían con el Di Tella, con Romero Brest, con Villanueva. Cuando Griselda Gambaro estrena El desatino, yo a propósito digo en Primera Plana que es la obra más importante en la historia del teatro argentino, y se arma una... me llovían improperios de todo tipo. Era increíble la influencia de Primera Plana en esa época. Nos dimos cuenta de que la revista implantaba modas, determinaba si una obra o una película seguía o no en cartel. Y empezamos a tomarnos eso como un juego. Por ejemplo, introducíamos palabras estrafalarias que nadie usaba, como un juego. Teníamos una broma cruel: ¿cuál es el perfil del lector de Primera Plana? El joven odontólogo en ascenso. En esa época era verdad, había una clase media en ascenso que compraba libros, discos y hasta cuadros, había una movilidad muy grande, una explosión de juventud. La nuestra es una sociedad muy formal, muy conservadora, y Primera Plana aparece un poco burlándose de los políticos, los funcionarios, sin esa cosa ceremoniosa con que el periodismo trataba siempre a Su Excelencia el Señor Ministro. Nosotros escribíamos que Fulano entraba a su despacho, se sacaba la corbata, se sentaba... lo contábamos como un cuento. Es que casi todos éramos escritores, era una redacción de escritores. Fue una época lindísima que se acabó con Onganía y por la actitud que la revista tomó hacia Illia. Mientras duró, yo me divertía como loco, con la distancia que me daba ser un poco mayor que los demás. Después vino Onganía, el dictador más funesto para la cultura argentina. Ahí apareció una cara argentina que también es real, despótica, fascista.

 

--Comparando con esa época, ¿cómo está la cultura de hoy?

--No estamos tan mal. No soy pesimista respecto a la cultura. El teatro muestra una vitalidad sorprendente, como la mostró durante el Proceso con Teatro Abierto, un gesto de rebeldía notable. Los argentinos tendemos a medir todo de acuerdo a quién está en el poder, y yo creo que la cultura debe florecer al margen del oficialismo. Con grandes carencias, hay un movimiento de teatro muy interesante. El Teatro Independiente que existía en los sótanos del centro en los años sesenta ahora se mudó a los barrios alejados, Palermo Viejo, Almagro, Villa Crespo. El actor, el profesor de teatro, recicla una casona y arma su sala, su casa y su escuela en el mismo lugar. Es lo que hace Bartis en El Sportivo Teatral, Cristina Banegas en Villa Crespo, Florencio Quinteros en la calle Uriarte... es una vitalidad notable. Hay dramaturgos jóvenes como Jorge Leyes, Javier Daulte, Alejandro Tantamian, Rafael Plejerbur, Adriana Genta, Patricia Zangaro... realmente notables, son mucho más originales y audaces que sus contemporáneos que escriben ficción. El déficit grande está en el cine. Hablando estrictamente, no hay cine argentino, hay gente que hace cine. Y tengo la impresión de que hay problemas editoriales. Se vendieron casi todas las editoriales grandes a grupos internacionales, se aplican leyes de mercado a la literatura, se globaliza, no se deja el margen para los que empiezan, los extavagantes, los Raros de Rubén Darío, que son los que mueven la literatura. Dicho esto, es bastante saludable.

--Usted fue funcionario recientemente, por primera vez.

--Y por última. Tuvo cosas gratas e ingratas. Cuando Buenos Aires ganó su autonomía, yo me pregunté qué podía hacer por mi ciudad. Un día me llamaron para que dirija el San Martín, me tomé unos días y decidí que sí, que a los setenta años podía hacer un cambio total en mi vida. Creo que pude hacer cosas, que mi programación fue una de las mejores de los últimos años, que hubo dos años buenos. Pero se tropezó con la burocracia y con criterios que me parecen esencialmente equivocados. Si el Gobierno considera que se gasta de más en sus teatros, debe aplicar criterios de control que, al final, se reducen a que todo el mundo rinda cuentas. Pero hay que entender que en los teatros siempre hay gastos de más, y no porque la gente se guarde la plata, sino porque hay problemas de producción. En la primera temporada que hicimos tuvimos un exceso de gastos que el Concejo Deliberante aceptó. Te imaginás que yo la parte administrativa... gracias que puedo sumar y restar, por lo que pregunté qué pasó. Y fue que hubo un exceso de euforia, obras con mucha gente en teatros que se gastan el 70 por ciento del presupuesto en salarios. Bien, hay que poner controles, pero no privar al teatro de su autonomía financiera. Mientras todo el mundo trata de descentralizar, al San Martín le sacaron su chequera y hasta sus modestos ingresos de boletería, que funcionan como caja chica para comprar clavos y cinta adhesiva. Nos intervinieron la administración, lo que es matar mosquitos con un cañón, y cambiaron todo el sistema de pagos, de cuentas, sin avisar. ¿Qué te cuesta llamar a los directores de los teatros y preguntarles qué les parece cómo va a repercutir? Nada, de la noche a la mañana nos encontramos con unos decretos feroces. Había gente con doce o quince años de contratados, que se encontró de repente que no tenía más jubilación, vacaciones, obras social. Y cuando estás montando una obra con fecha de estreno y tenés que comprar cien metros de madera, los tenés que comprar ayer. No podés esperar que el jefe de Gobierno y el secretario de Cultura autoricen el gasto después de estudiar el problema. Después que me pidan la factura y me hagan una auditoría. Te cuento una anécdota. El primero de febrero de 1998 llegó Jorge Lavelli, nada menos, y no había un peso para fósforos, no había ni sillas para sentar a los actores, porque el interventor se había peleado con el proveedor de utilería. Cosa curiosísima, el San Martín no tiene utilería, la alquila, y el proveedor se llevó todo. Y claro, la gente iba a protestar a mi despacho, a volcar sobre mí estos problemas. Me pasaba el día entero buscando contratos, tratando de averiguar cuándo iba a cobrar gente que no tenía para venir al teatro, para el colectivo. Llamábamos todos los días a tal o cual funcionario, que siempre estaba en reunión... una situación de mierda. En vez de pensar en teatro, hablar de temporadas, conversar con los escenógrafos, los directores, los actores, te la pasabas pendiente del curso de los dichosos expedientes. Tengo entendido que todavía hay demoras en los pagos.

--Y finalmente se fue.

--Finalmente me fui. La llamé a María Sáenz Quesada y me fui encantado, porque estaba angustiado, atentando contra mi salud. No dormía, no comía. Esto nace de la ignorancia de los políticos de todo lo que es cultural. A lo mejor, la cuenta única funciona en el Catastro o en los cementerios. Pero no en un teatro. Nuevamente: el divorcio argentino de la clase política y la cultura es una tragedia nacional. ¿Sabés lo que me dicen un día? Me llaman de una oficina y me dicen que necesitan el currículum de Jorge Lavelli. ¿Cómo vas a pedirle el currículum a uno de los grandes directores de todo el mundo, que por suerte es argentino? ¿A quién se le ocurre?

 

POR QUE ERNESTO SCHOO

Por S.K.

Un caballero y agitador cultural

 

Para la década del 80, el Proceso había acabado con el caldo cultural que fue una de las características de esta ciudad. La "paz" de las calles, las noches que se acababan temprano y el periodismo pavimentado por la censura eran hilos visibles del nuevo estado de las cosas. Y no se trataba apenas de no hablar de política o de desaparecidos: lo más seguro era hablar y escribir sobre pavadas, actuar como si todos fuéramos Sofovich.

En las redacciones, los periodistas jovencitos todavía encontrábamos periodistas de otro corte. Eran gente cultísima que escribía bien y que, sobre todo, insistía en que parte del trabajo que queríamos aprender era escribir bien. Y una parte importante. No bastaba con tener la primicia, también había que escribirla como la gente, no olvidarse nunca de la claridad y el estilo.

Ernesto Schoo es uno de esos periodistas, que típicamente eran también escritores, poetas y lo que los brasileños elegantemente llaman "agitadores culturales". Con sus columnas, con sus infinitas reseñas de teatro y de libros, le enseñó a más de uno cómo poner un adjetivo en su lugar, cómo encarar un tema, cómo encontrar un tema. Y siempre con buen humor y con una modestia que, en nuestra profesión, ya amenaza ser proverbial.

A los 70 años, como él mismo cuenta, aceptó ser funcionario de un gobierno que le parecía simpático, en su área --el teatro--, y en su ciudad. Poco duró como director del Teatro San Martín, ya que la reforma administrativa lo transformó en una especie de contador y paño de lágrimas de los empleados que se quedaron sin red y sin salario. El cuenta que no podía dormir ni comer de tan preocupado. Debe ser al único "funcionario" al que se le cree semejante declaración.

Por fortuna, volvió al ruedo, y ahora escribe sus memorias, que pueden estar listas para marzo o abril. Como con Vargas Llosa, hay que alegrarse de que la política le haya fallado a Schoo. La política perdió; los lectores ganamos.

 

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