Cuando
Ricardo Lagos vio las imágenes de La Moneda en llamas luego de ser bombardeada el 11 de
septiembre del '73, ¿se imaginó que veintiséis años más tarde entraría a ocupar el
cargo del presidente mártir?
Menos de un tres por ciento de los votos
separan la victoria de Lagos de la derrota de Lavín. Para el gobierno de la Concertación
no es desde luego una victoria aplastante, de la misma manera que para el candidato de la
derecha no es una derrota definitiva.
La mayoría de los chilenos saben que el
alejamiento de última hora de Lavín respecto de Pinochet no fue sino un golpe de efecto
puramente propagandístico anunciado en el momento preciso. En realidad, Pinochet y la
línea más dura de la derecha jamás confiaron en Lavín. El hombre en quien depositaban
su confianza era el demócrata cristiano Andrés Zaldívar, rival de Ricardo Lagos en las
elecciones primarias que decidieron cuál de los dos sería el candidato de la
Concertación.
Zaldívar,
representante de la derecha demócrata cristiana --la misma que alentó y justifico el
golpe militar del '73--, era la gran opción para asegurar la permanencia del modelo
económico sustentado en la mal llamada "flexibilidad laboral" que excluye a los
trabajadores de cualquier negociación con los patrones o el gobierno, y para conseguir
una ley de punto final que aleje para siempre de los tribunales a los responsables de
crímenes contra la humanidad. El gran problema de la transición chilena son las
víctimas, que siguen pidiendo justicia. La dictadura jamás las escuchó y durante los
diez años de gobierno socialista-democristiano tampoco fueron escuchadas. La ley de punto
final daría por terminada la transición chilena a la democracia y las víctimas
pasarían a ser un colectivo de exóticos anclados en el pasado.
Durante su campaña para ganar a Zaldívar y
ser el candidato a la presidencia, Lagos hizo lo que tenía que hacer: aclarar ante el FMI
que en caso de resultar elegido presidente la política económica neoliberal no sufriría
alteraciones, y ante la opinión pública comprometerse a solucionar los problemas que el
gobierno de Frei dejaría pendientes. No hubo en el discurso de Lagos ni una mención al
latente problema de los derechos humanos. Ni siquiera un mensaje de simpatía personal con
los dos o tres jueces valientes que se han atrevido a empezar juicios contra criminales
uniformados.
El discurso de Lavín --que tiene un primo
desaparecido-- no fue muy diferente del de Lagos, porque las dos opciones en juego no son
más que la síntesis de una teoría: la del consenso para no mirar ni hacia atrás ni
hacia los lados. El consenso que propone la parálisis intelectual, cultural y social como
única forma de movimiento.
En realidad la elección presidencial
consistió en decidir entre: o se quedan las cosas como están, con alguna posibilidad de
mejoría sobre todo para los ricos, o se quedan las cosas como están, con muchas
posibilidades de que empeoren, sobre todo para los pobres.
El resultado de la primera vuelta fue para
Lagos una amarga victoria, con menos de un uno por ciento de diferencia, y para Lavín una
dulce derrota, porque consiguió superar los votos conseguidos por Pinochet en el
plebiscito de 1988.
El domingo recién pasado, Lagos triunfó con
los votos de la izquierda, con el menguado tres por ciento conseguido por la candidata
comunista Gladys Marín en la primera vuelta. Es evidente que su mensaje no convenció a
esa pequeña izquierda, que le dio el voto por una sola razón: atajar a la derecha que,
con el posible regreso de Pinochet semiamnistiado por dudosas razones humanitarias,
empezaba a sacar las garras nuevamente.
¿Qué sintió Lagos al saber que había
ganado la elección? ¿Le halaga o le molesta que se diga que será el segundo presidente
socialista? ¿Cuál será su reacción cuando, en la soledad de La Moneda, se enfrente al
retrato de Salvador Allende?
En un país en donde las ideas no se
confrontan y en donde la democracia se confunde con la pasividad social, un resultado
electoral como el del pasado domingo sólo nos deja el beneficio de la duda.
* Escritor chileno. |