Es temprano y en el bar, acodados a la barra, sólo estamos el carnicero de al lado que vino a tomarse un cafecito, un señor de traje con chaleco que saborea un whisky y yo que todavía no decidí con qué inaugurar la noche. El Gallego repasa con una franela las botellas de la estantería. --No debemos perder de vista los grandes principios --dice el señor de traje--, las coincidencias fundamentales que nos mantengan por encima de egoísmos y mezquindades y nos permitan mirar alto, muy alto, allá arriba donde vuela el cóndor, porque precisamente ése, el cóndor, es el símbolo que yo elegiría para que nos ilumine y nos sirva de guía. El carnicero asiente, le dice que está bien, que está de acuerdo, que también él siempre sintió admiración y reverencia por la imagen poderosa del cóndor, pero que debemos tener cuidado, porque a veces inclusive el cóndor corre el riesgo de abandonar las alturas y mezclarse con las vulgaridades que se arrastran a ras del suelo. --Voy a contarle una de cóndores --dice. Recuerda que, siendo adolescente, le tocó andar durante una larga temporada por la cordillera. Trabajaba como ayudante de un carnicero que estaba a cargo de la provisión de carne en una mina. La mina tenía un campamento en la base del cerro y otro casi en la cumbre. Ellos atendían cuatro días abajo y tres días en la cima. Siempre había un cóndor volando allá arriba. Una tarde bajó y se paró sobre una roca, a menos de cincuenta metros de las barrancas de la cumbre. Era un cóndor de golilla y el carnicero estaba deslumbrado por su aspecto imponente. Cuando lo vio remontar vuelo y alejarse, fue hasta la roca y dejó un pedazo de carne con la esperanza de hacerlo regresar. En efecto, el cóndor apareció un rato después y aceptó el obsequio. Volvió al día siguiente y al siguiente, y siempre había un trozo de carne aguardándolo. Cuando el carnicero tuvo que trasladarse a la base del cerro, el cóndor no tardó en detectarlo y fue a buscar su ración allá abajo. Aprendió que lunes, martes y miércoles el puesto funcionaba en la cumbre. Jueves, viernes, sábados y domingos, en la base. Llegó el momento en que el carnicero podía acercarse lo suficiente como para arrojarle los trozos de carne que el cóndor apresaba al vuelo. Y así se fueron haciendo amigos. El cóndor ya no se alejó y se quedó a dormir ahí mismo, no lejos de las barracas. Más aún, con el tiempo se fue arrimando y andaba por debajo de las mesas del comedor, entre las piernas de los hombres, como un cachorro o una gallina grandota, y hasta robaba comida de los platos. --Se había vuelto muy confianzudo el Poroto. El trajeado se escandaliza: --¿Le decían Poroto? --Así lo habían bautizado los muchachos de la mina. Resumiendo, el cóndor se aquerenció, comía de todo, no sólo carne, sino también las sobras de los almuerzos y las cenas. Tragaba como una draga, fue engordando y dejó de interesarle volar sobre los picos y entre las nubes. Se conformaba con revolotear cerca del suelo, saltando de roca en roca. El carnicero, que había admirado su majestuosidad, se irritó ante el abandono en que había caído. Empezó a tratarlo mal y a humillarlo, con la intención de hacerlo reaccionar. Lo pateaba cuando se acercaba reclamando otra ración, le daba panes con piedras adentro, le vaciaba el mate con la yerba usada en la cabeza. Pero no había caso, el cóndor se sometía a cualquier afrenta por un poco de comida. Engordó cada vez más y llegó un momento en que, cuando debíamos trasladarnos desde la base del cerro hasta la cima, las cosas se complicaron mucho para el cóndor. ¿Sabe cómo subía? --¿Cómo? --Caminando. --No le puedo creer. --De todos modos hay que reconocer que aquel cóndor no era ningún tonto, demostraba inteligencia, aunque solamente la aplicaba para seguir saciando la gula. Se las había ingeniado para evitarse la caminata hasta la cumbre y los lunes por la mañana se acomodaba en la camioneta, sobre la carga, para que lo transportáramos. Era una subida brava y a veces con los saltos y las curvas salía despedido. Cuando llegábamos arriba advertíamos que ya no estaba en la camioneta y lo veíamos trepando trabajosamente por el camino zigzagueante, arrastrando su panza por las piedras como un pingüino obeso. Es evidente que el relato acaba de deprimir al trajeado: --Cualquiera que lo escuche va a creer que los cóndores son nada más que unos bichos idiotas y tragones. --No me estoy refiriendo a todos, hablo de uno que conocí. Lo que sí pienso es que los cóndores tienen que servir para ser cóndores, tienen que mantenerse volando alto. La experiencia me dice que cuando se ponen muy angurrientos empiezan a volar bajo, pierden dignidad, después dejan de volar y finalmente les agarra la zoncera. |