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el Kiosco de Página/12

VOCACIONES
Por Juan Gelman

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 t.gif (862 bytes) Corrían los tiempos heroicos del espionaje soviético en el exterior y él, Richard Sorge, era su personaje más notable. No es fácil imaginar cómo este hijo de ruso y alemana, nacido en Bakú en 1895, manejó su doble condición de nazi aparente y comunista convencido. Tampoco por qué, al comenzar la primera Gran Guerra, abandonó adolescente su país natal para combatirlo desde las filas del ejército alemán. Pareciera que sus dos ascendencias oscilaron como péndulo para fijarse en un oficio que le permitió, y aun lo obligó, a ejercerlas al mismo tiempo, con fidelidad a cada lengua heredada.

Los vientos de la gran Revolución Rusa avivaron el breve fuego revolucionario que los espartaquistas encendieron en las calles de Berlín en enero de 1919. El alzamiento fue aplastado y sus líderes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, asesinados por el flamante gobierno socialdemócrata aliado a la casta prusiana. Sorge conoce el comunismo en alemán y se afilia al Partido Comunista Alemán. Es llamado a Moscú y elegido para ser correo y emisario del Comintern. Cumple a conciencia sus tareas, anhelante -–como todos los partidos comunistas y casi todas las izquierdas de la época-- del triunfo de la revolución mundial, un sentimiento que curiosamente persistió durante el reinado de Stalin. Los servicios de inteligencia del Ejército Rojo no tardan en advertir las dotes y capacidades de Sorge. Lo reclutan y envían a China en 1929 para organizar allí una red de espionaje.

El legendario general Jan Berzin, héroe de la guerra civil y hombre de vastos conocimientos y no menor finura, encabezaba entonces la inteligencia militar soviética. Fue quien -–por ejemplo-- elaboró la estrategia a largo plazo para ganarse a los "cinco de Cambridge", el notorio Kim Philby entre ellos, que se tornaron en superespías de Moscú. Para su jefe, Sorge era uno de los agentes más talentosos: fungiendo como periodista, había entrado al partido nazi en 1933 y obtenido la confianza de no pocos jerarcas y funcionarios de Hitler. Esto le permitió instalarse en la cercanía del embajador alemán en Tokio, el general Eugen Ott, de quien llegó a ser el asesor más escuchado e influyente. Con un acceso privilegiado a los secretos militares de la Alemania nazi y de su relación con el Japón, Sorge crea una red y logra además que varios altos funcionarios nipones se conviertan en seguras fuentes de información. Su imagen de nazi y periodista frecuentador de tragos y mujeres -–en especial, las más ricas en confidencias de almohada-- no despertó sospechas: cuajaba perfectamente con la visión japonesa de la disipación occidental.

Sorge obtuvo informaciones capitales para el Kremlin durante el período 1938-1941. Avisó que Hitler invadiría la URSS, sin declarar la guerra, el 20 de junio de 1941. Se equivocó en dos días: ocurrió el 22. Stalin no le había creído, confiado en el pacto de no agresión firmado con la Alemania nazi en 1939. Encerrado tres días en sus habitaciones del Kremlin sin reaccionar, es posible que el Padrecito de los Pueblos haya dedicado un pensamiento a la inconveniencia de desechar realidades que no concuerdan con la línea del partido. Le creyó la vez siguiente, cuando Sorge descubrió que el Japón no aprovecharía las derrotas que la Wermacht infligía al Ejército Rojo para invadir la Unión Soviética desde el este, y que el objetivo militar del Mikado era el Pacífico sur. Esto permitió al Kremlin trasladar al frente europeo numerosas divisiones de infantería y de caballería motorizada estacionadas en la frontera con la Manchuria ocupada por tropas japonesas, e impedir así la caída de Moscú. Pero a esas alturas, la doble vida de Sorge estaba asediada por un doble infierno.

Stalin había acentuado el terror contra todo oponente real o imaginario, limpiado a sus compañeros del viejo comité central bolchevique, aniquilado a jefes militares sospechosos -–para él-- de cualquier clase de disidencia. El general Berzin fue fusilado -–como otros cinco jefes sucesivos de la inteligencia militar soviética-- y todos sus agentes, llamados a Moscú. Donde la mayoría no sobrevivió. Sorge fue uno de los primeros en recibir la orden de regresar urgentemente "para consultas importantes". Era un comunista leal y un subordinado fiel, pero intuyó que iba a ser consultado por un pelotón de fusilamiento y desoyó la convocatoria. Sus jefes y hasta Stalin personalmente repitieron la orden varias veces con el mismo resultado. En 1941, el espía más brillante de la URSS ya era para el Kremlin un "traidor" y un "enemigo del pueblo", y sobre su cabeza se cernían dos muertes de contrario origen. La japonesa fue la que menos le importó y siguió enviando informaciones vitales para Stalin.

En octubre de 1941 Sorge fue descubierto y arrestado por la policía nipona. Siguieron para él tres años de torturas e interrogatorios constantes. En 1944 Tokio ofreció a Moscú canjearlo por prisioneros japoneses. Stalin dijo que no: para qué gastar una bala con un enemigo del pueblo prisionero del enemigo. Tampoco la gastó Japón: Sorge fue colgado y, finalmente uno y solo, marchó a la horca cantando La Internacional. Los espías rusos que hoy desertan no muestran vocación para el canto propiamente dicho. Más bien disfrutan la acogida occidental y compran hoteles en el Caribe.


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